miércoles, 23 de diciembre de 2015

Muerte o Patria - Federico Vegas

Isaac Chocrón me regaló dos consejos que no quisiera olvidar: “Todos los días enciérrate en el mismo lugar a las mismas horas y no hagas otra cosa que escribir y pensar” y “La literatura es el arte de elegir entre ‘Mi mamá me mima’ y ‘Me mima mi mamá’”.
El primer consejo requiere convertir un oficio virtuoso en un vicio crónico. Y eso toma su tiempo. Bañarme en la mañana, que de niño era una tortura, ahora es un ritual delicioso, celestial con un exfoliante jabón de avena y la esponja áspera que propone Rafael Cadenas. Más difícil es escribir seis horas sentado en la misma silla, pero ya voy logrando que me cueste más no hacerlo. Soy como un caballo con el horario invertido que desde las oníricas praderas de la noche acude todas las mañanas a su establo para terminar de despertar ante una pantalla en blanco.
Del segundo consejo de Isaac existen pruebas fehacientes. Quien exclama “¡Patria o muerte!” está partiendo de un amor tan ardiente que estaría dispuesto a morir por defenderlo. Quién exclama: “¡Muerte o Patria!” está harto de vivir muriendo y clama por la opción de una vida más digna en su tierra.
Existe un país sometido a estas dos opciones, y se encuentra cansado de vivir dividido y perplejo, atormentado y atapuzado de desconfianza. A veces luce tan infantil, tan entregado a las circunstancias, tan desamparado. La frase de Rómulo Gallegos “Los venezolanos no sólo somos rebeldes a toda ley, deber o autoridad, sino también esclavos a toda fuerza e instrumento de toda tiranía”, apunta a otra dualidad que también nos jala desde dos extremos.
La rebeldía y la sumisión son dos fuerzas que nos inmovilizan y no nos permiten salir de un endémico círculo vicioso.
Uno de los primeros y mejores cuentos en la historia de la literatura universal tiene que ver con esa amenaza de ser escindido. Lo encontramos en el llamado Libro Primero de los Reyes. Vamos a disfrutarlo y a sufrirlo releyéndolo como si fuéramos al mismo tiempo un juez, una madre y un hijo. Recordemos el final:

El rey Salomón ordenó entonces: “Tráiganme una espada”. Cuando se la trajeron, dijo: “Partan en dos al niño que está vivo y denle una mitad a ésta y la otra mitad a aquélla”. La verdadera madre, angustiada por su hijo, le dijo al rey: “¡Por favor, Su Majestad! ¡Que le den a ella el niño que está vivo, pero no lo mate!” En cambio, la otra exclamó: “¡Ni para mí ni para ti! ¡Que lo corten!” Entonces el rey sentenció: “No lo maten. Entréguenle a la primera el niño que está vivo, pues ella es la madre”.

Unos tres mil años después, Bertolt Brecht planteó una nueva versión en su obra de teatro El círculo de tiza caucasiano. De nuevo dos madres se presentan ante un juez, pero ahora las condiciones han cambiado. No se trata de dos prostitutas sino de una cocinera y la esposa del gobernador; el juez no es el encumbrado Salomón, sino un alegre borracho que no soporta el calor que le produce la gruesa toga; el niño está más crecido y ya puede decir algunas palabras; no aparece una espada sino una simple tiza con la que dibujan un círculo en el suelo del tribunal. El niño es colocado en el interior del círculo y ambas mujeres deben jalar de él con fuerza. Una de las dos mujeres se niega a forcejear y exclama:
— ¡Yo lo crié! ¿Acaso voy a despedazarlo? ¡No puedo!
Caso resuelto.
¿En qué condiciones estamos dilucidando el destino de ese ser rebelde y sumiso, balbuceante y desconcertado, que vamos siendo? Ciertamente hay una fuerza dispuesta a despedazarnos e inmolarse como Sardanápalo, el legendario rey de Nínive, quien al intuir la derrota inminente decide suicidarse con todas sus mujeres y sus caballos e incendiar su palacio y la ciudad, para evitar que el enemigo se apodere de sus bienes.
¿Qué puede hacer la fuerza contraria? ¿Soltar a la criatura o jalar hasta despedazarla? La solución es que el niño acepte que ha crecido y ya no depende de una teta ni de un padre mandón, que es capaz de pronunciarse y decidir, de ir más allá de lo inmediato y la continua dependencia, de las amenazas y los juicios estrambóticos que pretenden ocultar la autodestrucción y la estupidez. Por esto pienso que la primera labor de la Asamblea es permitirnos conocer a fondo la verdadera situación del país, diagnosticar la enfermedad con transparencia, plantear sin tapujos la realidad que rodea el círculo de tiza, decir la verdad.
Y así llegamos a donde quería llegar. Necesitamos radiografiar esa fantasía de “Patria o muerte” y Alberto Barrera nos ofrece una extraordinaria exploración en su última novela.
Stendhal decía que una novela es un espejo que se pasea por un ancho camino, “tan pronto refleja el azul del cielo ante nuestros ojos, como el barro de los barrizales”. En la propuesta de Alberto la jornada comienza con el anuncio de la enfermedad de Chávez y va a terminar con su muerte. Hay páginas que se hacen pesadas porque hace falta explicar a quienes llegaron tarde en qué consistió el chavismo. Al escribir para extranjeros, hay momentos en que el propio Alberto parece un extranjero que habla de lo que todos aquí estamos hartos de saber.
Oscar Marcano nos explicaba que en una narración el lector no puede avanzar más rápido que el escritor ni quedarse demasiado atrás. El arte de narrar consiste en mantener al lector en una expectativa en la que trata de adivinar y descubre lo que no imaginaba.
En el espejo que Alberto conduce entre la Patria y la Muerte se va reflejando una trama de personajes que van a concurrir a un mismo final. Pareciera que el autor quiere que los hilos narrativos avancen en igualdad de condiciones y evita profundizar más en uno que en los demás, lo que puede hacerlos, en ciertos momentos, algo planos e improbables. No es grave. Prefiero el deseo de luz a la sobreexposición. Lo cierto es que la concatenación que se va dando en el espacio y el tiempo me atrapó desde el principio, manteniéndome en el estado de mágica suspensión que propone Marcano y, luego de terminar el libro, se quedó dentro de mí durante un par de noches, regalándome emocionantes sueños.
El cierre de la trama gira alrededor de la pregunta que se hacía Aristóteles desde su Ética: “¿Se puede llamar feliz a un hombre mientras vive o habrá que esperar al fin de su existencia?”. Si Borges se fue de Argentina para no convertir su muerte en un espectáculo, la muerte de Chávez fue el espectáculo de lo oculto. El hombre que hurgó en la vida del Libertador hasta revisar sus restos en el ataúd, blindó sus últimos meses generando enigmas y misterios aún no resueltos. Este gran secreto, en la novela, termina siendo la apabullante verdad que nos acompaña desde que Dios formó al hombre con un puñado de polvo: la muerte es una mierda tan inevitable que no tiene sentido promocionarla en consignas.
No debería revelar el final, uno de los más bellos y conmovedores que he leído en mi vida, pero no resisto la tentación de contarles lo que me hizo recordar el cuento de Salomón y la pieza de Bertolt Brecht. En la última página encontramos que en el mero epicentro del círculo de tiza, y llevando a cuestas el terrible y simple secreto de la muerte, se encuentran un niño y una niña acosados por las tirantes fuerzas del destino. Tienen unos diez años. Ya son capaces de hablar, de discurrir, y se preguntan con valentía:
— ¿Y ahora qué hacemos?
Yo les contesto, con el fervor de mi agradecimiento a Alberto:
— Todo, hijos de Venezuela, todo está por hacer. ¡Patria y vida! ¡Vida y Patria!
Por Federico Vegas | 22 de diciembre, 2015
Foto: Detalle de El juicio de Salomón (1611-1614). Óleo sobre lienzo realizado por un miembro del taller de Rubens.

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