Las fórmulas para
convertir gigantescas cantidades de datos en información con valor económico se
convierten en el gran activo de las multinacionales
¿Qué tienen en común las
menciones en las redes sociales al turismo de Mozambique, la recogida de
residuos en la localidad riojana de Haro o la eficiencia
energética de los edificios registrados en el catastro? En
principio, nada. Pero una visita a la sala de monitorización de eventos
de Indra basta
para encontrar el nexo entre elementos tan dispares.
Un 90% de los datos de
toda la historia se han generado en estos cinco años
Aquí, en esta habitación
repleta de pantallas con luces tintineantes, un grupo de ingenieros controla 24
horas al día siete días a la semana la información que reciben de una infinidad
de procesadores. Se dedican a observar la evolución de estos indicadores, y
envían sus conclusiones a los clientes que han contratado sus servicios, ya
sean empresas o administraciones públicas. Es este un excelente lugar para
comprender por qué los algoritmos se han convertido en el secreto del éxito de muchas
grandes compañías: un secreto que les permite canalizar un flujo
ingente de información para tomar decisiones fundamentales para su actividad.
Desde esta
sala-observatorio que Indra tiene en la
localidad madrileña de San Fernando de Henares, José Antonio Rubio
explica que es aquí donde gigantescas cantidades de datos son convertidas en
conocimiento susceptible de ser monetizar. “Los algoritmos no solo tienen la
capacidad de explicar la realidad, sino también de anticipar comportamientos.
Es una ventaja para evitar o minimizar riesgos o para aprovechar
oportunidades”, asegura Rubio, director de Soluciones Digitales de Minsait, la unidad de negocio creada por Indra para encarar la
transformación digital.
No es una novedad que
las compañías obtengan datos de la analítica avanzada para estudiar
características del producto que planean sacar al mercado; el precio al que lo
quiere colocar o incluso decisiones internas tan sensibles como la política de
retribuciones a sus empleados. Lo sorprendente es la dimensión. No es solo que
recientemente se haya multiplicado hasta volúmenes difíciles de imaginar el
número de datos en circulación —se calcula que la humanidad ha generado en los
últimos cinco años un 90% de la información de toda la historia—. También han
crecido vertiginosamente las posibilidades de interconectarlos. La palabra
revolución corre de boca en boca entre académicos y gestores empresariales en
contacto con el floreciente negocio de los algoritmos y el llamado big data.
“El reto ahora es
transformar esos datos en valor”, dicen en el BBVA
“La primera revolución
llegó hace unos años con el almacenamiento de inmensas cantidades de datos
procedentes de las huellas electrónicas que todos dejamos. La segunda, en la
que estamos inmersos, procede de la capacidad que tanto empresarios como
usuarios o investigadores tienen para analizar estos datos. Esta segunda
revolución procede de los algoritmos supercapaces y de lo que algunos llaman
inteligencia artificial pero yo prefiero denominar superexpertos”, explica
Estaban Moro, profesor de la Universidad Carlos III de Madrid y del MediaLab del MIT de Boston.
Segunda revolución
A esta segunda
revolución ha contribuido cada uno de los millones de personas que cada día
entregan sus datos de forma gratuita y continua, ya sea subiendo una foto a
Facebook, comprando con una tarjeta de crédito o pasando por los torniquetes
del metro con una tarjeta magnética.
Al calor de gigantes
como Facebook y Google, que basan su enorme poder en la combinación de datos y
algoritmos, cada vez más empresas invierten cantidades crecientes de dinero en
todo lo relacionado con big data. Es el caso del BBVA, cuya apuesta va
dirigida tanto a proyectos invisibles para los clientes —como los motores que
permiten procesar más información para analizar las necesidades de sus
usuarios— como a otras iniciativas fácilmente identificables, como la que
permite a los clientes del banco prever la situación de sus finanzas a final de
mes.
“Hace décadas que el
sector financiero usa modelos matemáticos. En los años setenta, el cliente de
un banco venía definido por muy pocos atributos, como el lugar de residencia,
edad, profesión o ingresos. Pero ahora deja una huella digital muy profunda que
nos ayuda a conocerlos para particularizar nuestra oferta de servicios y
minimizar los riesgos. La novedad es la profundidad de los datos y la capacidad
analítica”, asegura Juan Murillo, responsable de divulgación analítica del
BBVA. “El gran reto ahora es ver cómo se transforman todos esos datos en valor,
no solo para la empresa, sino para nuestros clientes y para la sociedad”,
añade.
Las amplísimas
posibilidades que ofrecen los algoritmos no están exentas de riesgos. Los
peligros son muchos: van desde la ciberseguridad —para hacer frente a hackeo o
robo de fórmulas— hasta la privacidad de los usuarios, pasando por los posibles
sesgos de las máquinas.
Así, un reciente estudio
de la Universidad Carlos III concluía que Facebook maneja para usos
publicitarios datos sensibles del 25% de los ciudadanos europeos, que son
etiquetados en la red social en función de asuntos tan privados como su
ideología política, orientación sexual, religión, etnia o salud. La Agencia Española de Protección de Datos ya impuso en septiembre una
multa de 1,2 millones de euros a la red social de Mark Zuckerberg por
usar información sin permiso.
La ciberseguridad, por
su parte, se ha convertido en la principal preocupación de los inversores de
todo el mundo: un 41% declaraba estar “extremadamente preocupado” por este
asunto, según el Global Investors Survey de 2018 publicado esta semana por PwC.
“Un problema de los algoritmos es que carecen de contexto. Pueden hacer
estupendamente bien una tarea, pero si los sacas de esa actividad fallan
estrepitosamente. Una empresa que se fusione con otra tendrá que aprender a
entrenar de nuevo los algoritmos de la fusionada. Y para eso tienen que saber
cómo se crearon”, reflexiona Moro, el experto del MIT estadounidense.
De vuelta a la sala de
monitorización de Indra, Rubio desgrana las distintas utilidades que ofrece a
sus clientes. Por motivos de confidencialidad, no puede hablar de las decenas
de empresas a las que suministra información. Por eso pone ejemplos un tanto
exóticos como el del turismo en Mozambique o los residuos de Haro. Cuando
termina, la pregunta gira en torno a la posibilidad de que los algoritmos se
hayan convertido en el tesoro más preciado de las empresas. “Definitivamente,
sí”, responde sin dudar.
¿Y los riesgos? ¿Van a
tomar las máquinas el lugar de los humanos? “Esto es algo que preocupa. Todo lo
que desconocemos genera desconfianza. Pero la tecnología nos habilita para
limitar los riesgos y acercar las industrias digitales a las personas. El
riesgo es inherente al ser humano, no a las tecnologías”, concluye Rubio.
Al ser preguntada por la
brecha salarial entre hombres y mujeres, Fuencisla Clemares, directora general de Google España, vino a decir que
en su empresa no sabían lo que era eso. Allí, un algoritmo
ciego a las cuestiones de género propone cuánto debe cobrar cada uno. La
frialdad de las matemáticas puede lograr decisiones más objetivas y libres de
prejuicios. Pero, ¿y si las máquinas tienen su propio sesgo? ¿Y si este es aún
más invisible que el de los humanos?
Un reciente artículo
del Financial Times contaba cómo en una empresa estadounidense de
atención telefónica, la valoración del trabajo de los empleados había pasado de
los humanos a las máquinas. Pero que estas puntuaban con una nota más baja a
aquellos con un fuerte acento, ya que a veces no podían entender lo que decían.
Ejemplos como este muestran el riesgo creciente de que los algoritmos se alcen
como los nuevos jueces de un tribunal supremo e inapelable.
Esteban Moro,
investigador de la Universidad Carlos III y del Massachusetts Institute of
Technology (MIT) centra el debate en una palabra: la escala. “El problema no es
que los algoritmos tengan sesgo, porque los humanos también los tenemos. El
problema es que estas fórmulas matemáticas pueden afectar a cientos de millones
de personas y tomar decisiones con efectos mucho mayores que las sentencias de
un juez”, explica. Así, una persona que busca empleo puede librarse de la
tiranía de los gustos o prejuicios del director de recursos de una u otra
empresa. Pero a cambio se enfrenta a los criterios que comparten macroportales
de ofertas de trabajo. El monstruo se hace más grande.
Juan Francisco Gago,
director de Prácticas Digitales en Minsait, de Indra, admite que, en la medida
en que los algoritmos acaban tomando decisiones, pueden suscitar problemas
morales. Y para ello pone el ejemplo de un aparato de inteligencia artificial capaz
de hacer detecciones de cáncer. “Quizás con más precisión que un oncólogo
humano”, matiza. “Pero al final, la responsabilidad no puede estar en una
máquina, sino en los individuos que la programan. Es necesario que se
establezca un marco regulatorio para esos casos”, asegura el directivo de
Indra.
El Reglamento General de
Protección de Datos, que entrará en vigor en la UE el próximo mes de mayo,
establece que los ciudadanos europeos no deben ser sometidos a decisiones
“basadas únicamente en el proceso de datos automáticos”, con una mención
expresa a las “prácticas de contratación digital sin intervención humana”.
El equipo del MIT donde
trabaja Moro desarrolla un proyecto de ingeniería inversa donde se pretende
analizar cómo trabajan los algoritmos de gigantes como Google y Facebook. La
idea es hacer experimentos con personas que introducen diversas informaciones
en las redes, para ver luego cómo estas empresas reaccionan. Se trata, en el
fondo, de intentar domar a la bestia y ver si es posible conocer cómo funcionan
fórmulas matemáticas que tienen un impacto en nuestras vidas. Un impacto que
nadie duda irá a más en los próximos años.
G miradas Multiples
El Pais
11 de Noviembre del 2019
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