RESUMEN
La ciudadanía moderna se
materializa con el cuerpo constitucional del siglo XIX. Con los Estados
nacionales, la noción nacionalista de ciudadanos transformó la idealizada “sociedad
de individuos” en “comunidad de idénticos”. Se demuestra que, pese a su status
legal, la ciudadanía es una “cultura compartida” sacralizada por las nociones
nacionalistas de la nación e identidad nacional, desde las cuales se ha
construido una visión de homogeneidad fundada en símbolos y tradiciones comunes
heredadas de la modernidad occidental. Se plantea transformar sus nociones y
prácticas cosificadas, en una ciudadanía social de base ética y valorativa como
afrenta a las “tradiciones inventadas”.
Hace tres décadas
Cornelius Castoriadis1 acuñó el concepto de imaginario social para
designar “la creación incesante de figuras, formas, imágenes” constitutivas de
la realidad social, mediante las percepciones diferenciadas que los individuos
asumen como reales. Desde esta perspectiva, los imaginarios devienen de una
actividad constante de organización mental de la realidad y son construcciones
simbólicas que emergen de los intercambios discursivos del lenguaje oral y
escrito; por tanto, como esquemas simbólicos sobre el mundo real socialmente
compartido, funcionan como si fuesen la realidad objetiva. Para puntualizar
sobre este planteo teórico, diremos con Sahlins2 que la “imaginación” al
ordenar toda actividad productiva real, no es más que una apariencia o
expresión de ella.
Estas significaciones
sociales que desvelan el mundo sociocultural en contextos históricos
específicos, se materializan en la construcción social de la ciudadanía como
depositaria de dispositivos que configuran el mapa social en las relaciones de
poder. En buena medida, ello explica porqué se le conceptualizado entronizada a
los específicos ordenamientos jurídicos e institucionales.
Como ideología y
práctica identitaria, la ciudadanía es un concepto y una práctica social en permanente
construcción, a la cual le han acompañado múltiples sentidos con significados
muy divergentes. En opinión de Aquín y otros autores3, sus componentes
centrales –pertenencia, jerarquía, igualdad, virtud, derechos, deberes–
adquieren mayor o menor relevancia según el momento histórico en que se
inscriban; por ello no se le atribuye una “esencia única”. No obstante, sus
elementos constitutivos han permanecido ligados a la ideología occidental con
sus anclajes en la “razón cultural”: como frontera y jerarquía, como
pertenencia y privilegios, aún cuando en las cotidianidades históricamente
situadas han variado sus contenidos y complejizaciones jurídicas y
sociales.
CIUDADANOS EN LA NACIÓN
MODERNA
El concepto moderno de
ciudadano fue precedido del antiguo surgido con la democracia ateniense. Como
práctica de la política en el orden tradicional no obedecía a derechos
individuales, sino al propósito de lograr el equilibrio político en una
comunidad de cuerpos sociales desiguales, normalizada en la relación
soberano-súbdito. En esta sociabilidad de órdenes estamentales, el atributo de
ciudadano era ostentado por los vecinos de una ciudad4. Ser vecino correspondía
a poseer un estatuto dentro del reino y pertenecer a una comunidad de cuerpos
sociales con privilegios, distinciones, honores, reconocimientos, fueros y
concesiones de gracias o franquicias. La cotidianidad de este ciudadano
premoderno, se movilizaba en una jerarquía de pertenencias desiguales sujetadas
a la condición jurídica en el siguiente orden: ciudad, villa y pueblo con
privilegios de primera, segunda o tercera categoría, según fuera el caso. Según
expone Guerra5, de este atributo estaban excluidos los extranjeros y quienes
dependían de un señor laico o eclesiástico; también en América los que servían
a un hacendado, quienes vivían en el campo o en localidades sin estatuto
político reconocido, además de los agregados, forasteros y marginales dentro de
la ciudad o fuera de ella.
De manera progresiva
este orden jurídico antiguo al interior de las comunidades o cuerpos sociales,
fue desplazado por los derechos individuales del ciudadano moderno. Esta nueva
categoría jurídica tuvo su asidero en la revolución francesa con la Declaración
de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), inspirada en la
independencia estadounidense de 1776 y en el espíritu filosófico del siglo
XVIII, a la vez que motivadora del ordenamiento constitucional desde los
inicios del siglo XIX. De este modo, el contenido político del ciudadanato
quedó formalmente instaurado con las Constituciones de los nacientes Estados y
por disposición legal comprendía a toda persona poseedora de la calidad de
ciudadano, esto es, privilegios, jerarquías sociales y desempeño de cargos públicos.
Con asiento en el
ideario ilustrado, los cimientos de la felicidad pública descansan en los
derechos de seguridad, propiedad, igualdad y libertad “…que sólo poseen los
hombres virtuosos, los que tienen luces no vulgares, modo honesto de vivir y no
traen origen del África reciben la preciosa cualidad de ciudadanos”. Idea de
ciudadanía que la hará suya, no el avecindado de una ciudad sino el individuo
en un Estado de derecho, que sustenta las bases del régimen representativo y a
quien corresponde conformar el cuerpo político de la soberanía en el nuevo
credo liberal. Este naciente orden de lo político, marca la diferencia entre
vecino y ciudadano6. Noción moderna que idealizan los ilustrados opuestos al
despotismo y se formaliza con la institucionalización de las libertades civiles
(derechos de opinión, de reunión, igualdad jurídica y política, derecho al
trabajo), pertenencia a una comunidad política y la garantía para el ejercicio
de derechos civiles y políticos. De este modo, “Ciudadano es el hombre libre,
sujeto de derechos, que acuerda con sus iguales dar su consentimiento y
someterse a la ley que los garantiza”7. Bajo estos principios, el ejercicio de
las voluntades individuales y colectivas y la garantía de los derechos,
delimitan la diferencia entre la antigua y moderna ciudadanía.
El resultado de este
proceso histórico devino en la mutación de imaginarios analizados por Guerra8 al
plantear que la sociedad de individuos implicó, además del debilitamiento de
los cuerpos comunitarios antiguos, la interiorización de una imagen de lo
social con nuevas prácticas relacionales. Al vínculo social le acompañó la
invención del individuo, la valorización de los vínculos contractuales, los
ideales de igualdad, libertad y civilidad, el reino de la opinión y la
soberanía de la colectividad. Ello iba de la mano con el Estado moderno,
concebido como encarnación, guardián y agente de la soberanía de la nación,
fuente de derechos e investido de atributos en lo económico y en lo social.
Esto explica que la secularización no reconocía ninguna instancia exterior a la
colectividad en los valores que la estructuraban. Otra fundamental
característica fueron los nuevos sentidos del discurso político: nación,
pueblo, sociedad, soberanía, Estado, constitución, ciudadano, libertad,
representación y tantas otras de profunda mutación en los imaginarios. Por
ejemplo –agrega Guerra– “sociedad” no remite a lo mismo que “res publica”, la
“nación” no equivale al reino y el “ciudadano” no es una simple transposición
del “vecino”.
Ya en 1812 con la
Constitución de Cádiz9 este incipiente imaginario moderno quedó legitimado
por el gobierno político de la monarquía española, al establecer que la “nación
española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios” (art. 1) y
contemplaba a los hombres poseedores de los derechos ciudadanos para designar a
“…los diputados que representan la Nación” (art. 27). Por tanto, todo diputado
poseía la condición de ciudadano y sus componentes primarios eran la nación y
la soberanía: “La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo
pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes
fundamentales” (art.3). Asimismo, el ciudadano era sujeto de derechos civiles
(propiedad, seguridad, libertad, etc.) y titular de los derechos políticos.
Desde entonces, marchó independiente tanto del estatuto personal –pertenencia a
estamentos privilegiados– como del estatuto de lugar de residencia –ciudades,
villas, pueblos, señoríos o población rural dispersa–. De los derechos civiles
y políticos eran pocos los incluidos; en tanto que de hecho y de derecho,
quedaban excluidos los extranjeros sin Carta de Naturaleza, los esclavos, los
menores y las mujeres por depender de su padre o marido como quedaba
establecido desde la sociabilidad tradicional10.
En discrepancia con el
patriotismo de los antiguos que ejercían el gobierno despótico de la ley, entre
los modernos su lenguaje se significa en la res publica, entendida como
una comunalidad autogobernada por individuos que comparten el gobierno,
protegen la libertad común y son iguales ante la ley. Según la teoría política
de filósofos ilustrados como Montesquieu, Rousseau y Voltaire, la libertad de
los ciudadanos es tan importante como la libertad de la patrie. La patrie es
sinónimo de “república” y “libertad”; lugar de reunión de individuos donde las
libertades públicas y civiles están garantizadas por las leyes. Con el inicio
del lenguaje nacionalista, la patria se fue convirtiendo en un concepto no
político al no centrarse en la libertad civil y política, sino en la unidad cultural
y espiritual de un pueblo11.
También en
Hispanoamérica la idea de patria como sinónimo de libertad respecto de todo
despotismo, se incorporó a su noción tradicional significada en la tierra
natal. Este doble sentido pervivió algún tiempo entre americanos y españoles,
quienes se asumían como iguales en la “nación española” y en la “nación
americana” mediante “círculos concéntricos” configurados por “los vínculos de
sangre, de lengua y de religión”. Durante el proceso de ruptura monárquica, los
respectivos territorios proclaman la “representación y la soberanía” para
“erigirse en nación y patria americana”, en sentido amplio o restringido. A
comienzos del siglo XIX, ambas poseen dos contenidos: uno tradicional y otro
moderno en analogía con el espíritu ilustrado francés. Luego, durante la
construcción de la nación “cívica”, patria y nación aluden a la dimensión
territorial desde una visión cultural “unificadora”12.
Cabe subrayar que a las
relaciones de poder tradicional, sustentadas en las legitimaciones del Estado
monárquico patrimonial y absolutista, en la Europa occidental nuevas
condiciones se impusieron a partir de las tres grandes revoluciones burguesas
(la inglesa, la americana y la francesa). El modelo social basado en la
fundación teleológica del patrimonio territorial de la nación encarnada en el
soberano (cuerpo divino del Rey), fue reemplazado por una nueva fundación: la
nación como entidad espiritual legada a los siglos siguientes. De este modo, la
representación de la nación personificada en la divinidad monárquica, pasa a
ser una abstracción idealizada en su concepto moderno.
Este transcurrir
discursivo de la nación moderna lo tomamos de Hardt y Negri13 de quien
resumimos sus planteos básicos: a medida que el horizonte patrimonial fue
transformado en el horizonte nacional, el orden estamental del sujeto se
sometió al orden disciplinario del ciudadano (cives). En la conversión de
súbditos a ciudadanos, la nación es experimentada como un imaginario colectivo,
una creación activa de la comunidad de ciudadanos que el Estado nacional
reproduce mediante la identidad totalizante entre territorio y población. Ambos
conceptos –añaden los autores citados– reifican la soberanía moderna al
naturalizarla y con ello eliminar toda evidencia de antagonismo social. La
soberanía nacional cierra los caminos alternativos dentro de la modernidad que
rehusaron concederle sus poderes a la autoridad estatal. Esta transformación
del concepto de la soberanía moderna por la soberanía nacional requirió también
ciertas condiciones materiales nuevas. Más aún, requirió que se estableciera un
nuevo equilibrio entre los procesos de acumulación capitalista y las
estructuras del poder. La victoria política de la burguesía, como mostraron las
revoluciones inglesa y francesa, corresponde al perfeccionamiento del concepto
de soberanía moderna hacia la soberanía nacional. Por detrás de la dimensión
ideal del concepto de nación estaba este poder social que ya dominaba el
proceso de acumulación. La nación, por lo tanto, era al mismo tiempo la
hipóstasis de la “voluntad general” de Rousseau, y lo que la ideología de la
fabricación concebía como “comunidad de necesidades” que, en la prolongada
etapa de la acumulación capitalista en Europa era más o menos liberal y siempre
burguesa. Cuando en los siglos diecinueve y veinte este concepto fue adoptado
en contextos ideológicos diferentes, igualmente se presentó asociado a la
modernización capitalista que pretendía reunir las demandas de unidad política
y la necesidad de desarrollo económico.
Cierto es que patrones
socioculturales tradicionales se conservaron en la sociabilidad moderna liberal
y las constituciones sirvieron de dispositivos reguladores para legitimar la
ciudadanía “blanqueada” en favor de la rentabilidad, productividad y el control
social. De este modo, la civilidad quedó simbolizada en los nuevos ciudadanos,
quienes en el ideario republicano encarnaban los valores universales de la
libertad, seguridad, igualdad y propiedad. Este ideario, que consagraba la
razón ilustrada y moral liberal para los individuos y el individualismo en
procura de la felicidad pública, el bien común y la comunidad política,
confería los derechos a quienes eran poseedores de la calidad de
ciudadanos.
En esta sociabilidad
moderna de la libre asociación el Estado era garante de derechos económicos,
sociales y culturales normalizados para el progreso, la utilidad pública, el
fomento del comercio y la industria, en favor de la prosperidad y bienestar
social. Al institucionalizarse la opinión y las libertades públicas, las
empresas de capital privado sirvieron de nuevas fuentes del poder,
materializado en prácticas donde coexistían vínculos diversos entre quienes
lideraban el proceso de apropiación del espacio social, desde sus
posicionamientos y las redes construidas al interior de los lugares de uso
público y privado.
Según señala Arnal14, de
lo que se trataba era que la nueva condición de ciudadano, rescatado de la
sujeción a la nobleza y la iglesia, inspirase las conductas llamadas hasta
entonces “morales”. Se fraguó, por tanto, el civismo retomando el concepto
romano de civilitas, que además de designar la política o el arte de gobernar,
también refería en la emergente sociabilidad a la bondad, la urbanidad, la
cortesía, atributos de la civilidad. Como para el vulgo civitas había
pasado a designar exclusivamente la ciudad física (civitates se transformó
en ciudades), es decir, el casco urbano al que más propiamente correspondía el
nombre de urbs (urbe), traspasaron a la palabra civilitas los
contenidos políticos de civitas, y así le asignaron el valor de “calidad
de ciudadano”15. El adjetivo civilis que se sustantivó en civilitas,
llevaba ya esa carga significativa, compartida con los demás valores que le
correspondían por ser adjetivo de civis (ciudadano). Otro tanto cabe decir del
adverbio civiliter, que encarnaba los valores de conducta: civilmente,
amablemente, cortésmente, afablemente. Eliminada la conciencia religiosa, había
que optar por la conciencia laica y el civismo, inspirado en las virtudes de la
civilitas romana y fundamento de la nueva moral ciudadana que denota valores y
códigos entroncados con la tradición política del republicanismo heredado de
los antiguos.
Al referirse a estas
nociones occidentales de ciudadanía, Bryan Turner (1990)16 sostiene que el
liberalismo contribuyó a la formulación del ideario de una ciudadanía
universal, basada en la concepción que todos los individuos nacen libres e
iguales, con lo cual la ciudadanía republicana se redujo al estatus legal,
estableciendo los derechos que los individuos poseen en el Estado. Sin embargo,
la conciencia política, actividad cívica y participación política en una
comunidad de iguales, son extrañas al pensamiento liberal; en tanto que la
visión republicana cívica, por otra parte, enfatiza el valor de la
participación política y atribuye un papel central a la inserción del individuo
en una comunidad política. En este sentido, Avritzer –citado por Arnal–17 plantea
que el problema es ¿cómo conciliar la libertad de los antiguos con la libertad
de los modernos? Para los liberales, el bien común se representa en los ideales
de la virtud republicana, mientras que para el liberalismo la participación
política activa es incompatible con la idea moderna de libertad. No obstante,
en la democracia moderna la libertad individual garantiza la práctica de la
ciudadanía ejercida en la esfera pública, donde los individuos pueden actuar
colectivamente e involucrarse en deliberaciones comunes sobre todos los asuntos
que afectan a la comunidad política.
PRÁCTICAS IDENTITARIAS
EN LA CIUDADANÍA NACIONALISTA
Si en su base originaria
el principio jurídico de la nación de los ciudadanos está definido por la
nacionalidad y el reconocimiento de derechos en condiciones igualitarias bajo
la protección del Estado, esta “sociedad de individuos” pasa a ser imaginada
como una “comunidad de idénticos”. En efecto, al inventarse el discurso de la
identidad nacional desde el poder hegemónico del Estado nacionalista moderno,
aflora en el imaginario colectivo la visión identitaria de nación nacionalista
fundada en los vínculos originados de la tradición común heredada.
Su matriz conceptual y
epistémica ha sido la identidad cultural, fijada sobre una continuidad
biológica de relaciones de sangre (mestizaje), una continuidad física del
territorio y una comunidad lingüística. Por medio de este lenguaje
nacionalista, los miembros de una nación comparten un carácter espiritual
común. A este respecto, en 1883 escribe Herder: “Nación significa unicidad. La
unidad cultural basada en la historia, el lenguaje, la literatura, la religión,
el arte y la ciencia constituyen el pueblo como individuo, un cuerpo único con
su propia alma, sus facultades y sus fuerzas espirituales…Cada nacionalidad es
un pueblo con su propia cultura nacional así como su lengua”18. Por tanto, al
centrarse el nacionalismo en lo espiritual, logra enraizarse en la cultura
nacional particular. En torno a esta visión unitaria forjada a base de los
dominios simbólicos del poder, se erigió el imaginario nacionalista de
pertenencia común a una lengua, un territorio, tradiciones y símbolos
patrios.
Tras el desarrollo de
los Estados nacionales cobraron fuerza estos símbolos formalizados y
ritualizados en himnos, emblemas, imágenes, próceres, ceremonias, fiestas
patrias, música y banderas. Estos rostros del nacionalismo cargados de
emotividad y simbolismo que Hobsbawm califica de “tradiciones inventadas”,
ocupan el lugar dejado por el declive de las antiguas tradiciones y costumbres
en los ámbitos de la vida pública y privada. Refiere este autor, citado por
Smith19, que es “[…] fundamental para esa innovación históricamente reciente,
la nación y los fenómenos que se asocian a ella: nacionalismo, Estado, Nación,
símbolos nacionales, historias, etc”.
De otra parte, si bien
el concepto moderno de ciudadanía surgió en la escena política conexo a los
derechos del hombre y el ciudadano, al individualismo, a las virtudes morales
republicanas, al voluntarismo político y al constitucionalismo, su relación con
el nacionalismo procede de dos concepciones del mundo en conflictividad. En
oposición a este concepto, el nacionalismo.afirma en el orden político el valor
supremo de la nación como comunidad étnica, espiritual o cultural, bajo la
pretensión de eliminar la nación moderna de los ciudadanos que confería el
valor supremo a los derechos políticos individuales. Si para ésta, el valor
jerárquico del orden político eran los individuos y sus derechos, con el
nacionalismo quedaron subordinados y sometidos a la nación20.
En palabras de Habermas21,
republicanismo y nacionalismo refieren a formas competitivas de identidad:
formal y normativa, la primera; cultural y fáctica, la segunda. Así, en la
construcción del Estado constitucional, la ciudadanía quedó restringida a un marco
jurídico formal y en estos términos del orden político “no puede explicarse
cómo se compone el universo de aquellos que se unen a fin de formar una
asociación libre e igualitaria”; en tanto que el nacionalismo encuentra su
propia respuesta práctica. Propone retomar “…el ejemplo nacionalista y
convertir el propio principio constitucional en la base de una tradición moral
sustantiva”, para lo cual la ciudadanía democrática “más que un status legal,
debe convertirse en el foco de una cultura política”.
Al margen de lo que
subyace en estos contenidos políticos modernos, las “comunidades imaginadas”
–como las califica Anderson– nutrieron el ideario de la patria republicana
plasmado en los textos constitucionales de los siglos XIX y XX. Así, la
identidad colectiva imaginada en la visión unitaria de lo nacional, se ha
representado en virtudes cívicas y valores sociales inspirados en las nociones
de nación, ciudadano, patria, patriotismo, valorados como los componentes de la
identidad nacional y de la memoria colectiva mitificada desde el siglo XVI, en
nuestro caso latinoamericano.
Este imaginario de la
identidad, fraguado en lo que Aníbal Quijano define como la “colonialidad del
poder”22, comenzó a delinearse con el mismo proceso fundacional hispano-europeo,
mediante la instauración del cuerpo jurídico y político-institucional y los
correspondientes discursos de funcionarios, clérigos, cronistas y viajeros.
Sobre las tierras de “bárbaros y vasallos”, debían asumirse identidades
fundantes desde una relación de subordinación y obediencia al monarca soberano
que simbolizaba la imagen ausente y presente de la divinidad. Con estos
referentes simbólicos, se instaló una práctica “civilizatoria” basada en la
“coherencia única de la centralidad cultural” y difundida mediante las
constituciones, reglamentaciones e instituciones encargadas del control y
disciplinamiento social, materializado con la instrucción pública instaurada en
el siglo XIX en el contexto de la naciente sociabilidad moderna y la opinión
pública.
El anclaje de esta
construcción social moderna equipara la noción historicista de la nación, única
e indivisible, al concepto político de nación-estado universal. De esta manera,
el imaginario nacionalista inherente a la lógica del poder que emana del nacionalismo
europeo occidental, se convirtió en una ficción funcional para legitimar los
Estados capitalistas en su orden y mercado interno e inter-“nacional”23.
Esto también ha puesto
de manifiesto la adscripción a los principios políticos del “patriotismo
constitucional”, compartido por todos los habitantes de una nación que, a su
vez, implica la noción de ciudadano como “com-unidad de idénticos”. Este
constructo cultural sustancia la homogeneidad cultural, lingüística y étnica
como rasgos distintivos de la identidad nacional, simbolizada en la unidad de
base espiritual heredada de la tradición. El uso de estos símbolos de la
identidad nacional, han sido sacralizados en torno a los valores universales
constitutivos de los nacionalismos en las sociedades modernas
occidentales.
Estas identidades
históricas impuestas desde los lugares del poder hegemónico, explican la
representación que poseemos de la identidad –sinónimo de lo idéntico–;
elaboración del mundo occidental que tiene su correlato en la homogeneidad, el
universalismo y los tiempos históricos únicos y lineales. Estas identidades han
recreado simbólicamente un sentido de unidad cultural de la patria histórica,
al interior de los sentimientos individuales y colectivos. También la noción
nacionalista de ciudadanía hace parte de esta identidad dosificada en los
signos distintivos de la supuesta cultura nacional.
En el ámbito micro
social, ello se afirma en las llamadas identidades locales o regionales, no
asumidas desde las prácticas interculturales diferenciadas y “…los códigos
compartidos que ocurren por las complejidades características de los colectivos
sociales”24. En cualquiera de los casos, los significados y significantes de la
com-unidad, son las fuentes de las cuales se nutre la representación de la
identidad nacional, determinada por la naturaleza específica de los
nacionalismos en los procesos socioculturales y políticos de las comunidades
nacionales particulares.
Apelando a las
ideologías nacionalistas contemporáneas, Ramón Máiz25 distingue tres
tipos: el nacionalismo organicista, fundamentado en el concepto denso de nación
étnica entroncada en la tradición nacionalista que alienta los conflictos y
guerras del pasado y el presente. En el Estado etnocrático y nacionalizador
(etno-nacionalismo) la nación se representa en la homogeneidad de la comunidad
nacional; más allá de la etnicidad y de la lengua, se prolonga hacia una
dimensión axiológica y normativa, postulada en valores éticos expresados en
usos y costumbres. Para este nacionalismo etnicista, la voluntad política de
los ciudadanos se asume desde la pertenencia a la comunidad nacional como algo
dado y homogéneo al interior, pero diferente hacia el exterior. De otra parte,
con el nacionalismo culturalista el concepto de nación sigue siendo la
etnicidad, pero restringida a los valores nacionales monistas de la cultura
homogénea (una nación, una lengua, un territorio, una cultura).
Finalmente, este autor
identifica el nacionalismo pluralista, cuya matriz conceptual es la nación como
comunidad política (nación política), la cual pretende asistir y proteger los
contextos culturales de los ciudadanos como un ámbito del ejercicio de la
política democrática. Mediante la articulación interna de cultura y política,
se democratiza la nación concebida étnica y culturalmente, pues su pertenencia
a ella no alude a la socialización pasiva, sino a la participación y
deliberación desde el pluralismo dotado de derechos y garantías ciudadanas.
Esta nación política –léase politización democrática– posibilita la tolerancia
y el pluralismo ideológico-cultural al interior de una nación definida como
ámbito político de encuentro, participación y deliberación democrática, en el
que se define su proyecto de convivencia y de futuro. De este modo, el
nacionalismo pluralista encarna un Estado plurinacional institucionalizado al
servicio a una nación política plural y multiétnica, con reconocimiento de
identidades y creencias múltiples e integrada por mayorías y minorías sociales
que negocian el conflicto entre sus derechos individuales y colectivos.
De acuerdo con Máiz26,
los mecanismos de articulación de la ideología nacionalista, se expresan en la
etnicidad que en sus dimensiones relacionales es a la vez cultural y política.
Como fenómeno de la modernidad, se sitúa en el terreno de la elaboración
mítico- simbólica y de la acción política que poseen como elementos
sustanciales la pertenencia a una comunidad homogénea y diferenciada,
motivación para la acción política.
Este recorrido
teórico-conceptual argumenta a favor del propósito que orienta nuestro
análisis, dirigido a demostrar que la ciudadanía no es simplemente un status
legal; es –en esencia– una identidad, una “cultura compartida” manifestada como
“…continuidad en el tiempo y diferenciación respecto a los otros, ambos
elementos fundamentales de la identidad nacional”27. En efecto, la continuidad
queda imbricada en la noción de nación como entidad con raíces históricas
significadas en la “unidad nacional”; en tanto que la diferenciación, alude a
la pertenencia a una comunidad política dentro de un territorio y una cultura
única compartida: un “nosotros” (mismidad) frente a los “otros”(otredad). En
este sentido, la ciudadanía ha sido configurada mediante los códigos
instituidos por la ideología moderna occidental.
Entramos aquí en un
nuevo universo conceptual, pues como institución jurídico-política, la
ciudadanía ha ordenado las relaciones de los individuos con el poder del
Estado; relaciones que –según Bonilla–28 han definido en el contexto
geopolítico el predominio y hegemonía de unas naciones sobre otras, pues ella
regula la inclusión o exclusión a los derechos ciudadanos. En este marco, posee
una dimensión diferenciadora y ha sido instrumento legitimador de poderes
geopolíticos y sociales, al marcar las fronteras entre un nosotros y los otros,
al marchar de la mano con el desarrollo del sistema capitalista, los
Estados-Nacionales y los desplazamientos de los centros de poder del sistema
(por ejemplo desde la hegemonía inglesa vigente durante el siglo XIX hacia la
estadounidense a lo largo del siglo XX, aún vigente). La ciudadanía así vista,
además de su dimensión ideológica plasmada en las constituciones modernas,
también ha sido eje ordenador de las relaciones de poder asimétricas y de
desigualdad. Desde esta perspectiva, en los sistemas disciplinarios
(educativos, penales, familiares, centros de asistencia social), ha sido eje
político en la individualización de los ciudadanos definidos por Foucault29 como
las “relaciones de poder que penetran en los cuerpos”.
LA CIUDADANÍA DE LOS
DERECHOS
Otro elemento importante
en la impronta política de la ciudadanía, han sido las nacionalidades tal como
fueron desarrolladas durante los siglos XVIII y XIX, pues por el principio del
derecho, la soberanía es asumida como atributo de la nación y del pueblo y no
del príncipe o monarca. Según el fundamento de las nacionalidades, la nación
precede a la ciudadanía, pues es en el marco de la comunidad nacional que los
derechos pueden ser ejercidos. La ciudadanía queda así limitada al espacio
territorial de la nación y la nacionalidad, vale decir, solamente son
ciudadanos los nacionales de un determinado país. Esta relación de filiación de
sangre entre los miembros de una nación, responde a la visión nacionalista, por
la cual quedan excluidos de los derechos de ciudadanía los inmigrantes y
extranjeros residentes en cada país. En el ordenamiento jurídico dos polos
opuestos de definición de nacionalidad determinan las condiciones de acceso a
la ciudadanía: el jus soli y el jus sanguinis.
Resumiendo a Liszt
Vieira30, la ciudadanía ha asumido históricamente varias formas según los
diferentes contextos histórico-culturales. Como el derecho a tener derechos, en
sus elementos constitutivos, está compuesta por los derechos cívicos y
políticos –derechos de primera generación– y por los derechos sociales
–derechos de segunda generación. Los derechos civiles que sustentan la
concepción liberal, corresponden a los derechos individuales de libertad,
igualdad, propiedad, de libre desplazamiento, derecho a la vida, a la seguridad,
etc. Los derechos políticos, tienen que ver con la libertad de asociación y de
reunión de organización política y sindical, la participación política y
electoral, etc. Son también llamados derechos individuales ejercidos
colectivamente, y terminaron incorporándose por la tradición liberal. Los
derechos de segunda generación, los derechos sociales, económicos o de crédito,
fueron conquistados en el siglo XX a partir de las luchas del movimiento obrero
y sindical. Se trata del derecho al trabajo, a la salud, a la educación, a la
jubilación, en fin, de la garantía de acceso a los medios de vida y al
bienestar social. Tales derechos tornan reales los derechos formales. En lo que
refiere a la relación entre los derechos de ciudadanía y el Estado, existe una
tensión interna entre los diversos derechos que componen el concepto de
ciudadano (libertad x igualdad). En tanto los derechos de primera generación,
civiles y políticos, exigen para su plena realización de los derechos de
segunda generación que demandan una presencia muy fuerte del Estado. Así la
tesis actual del Estado neoliberal corresponde a estrategias diferenciadas de
los diversos derechos en el concepto de ciudadanía. A finales del siglo XX
surgieron los llamados derechos de tercera generación cuyos titulares son, no
el individuo, sino los grupos humanos como el pueblo, la nación, colectividades
laicas o la propia humanidad. Es el caso del derecho a la autodeterminación de
los pueblos, derecho al desarrollo, a la paz, al medio ambiente, etc. En la
perspectiva de los nuevos movimientos sociales serán los derechos de tercera
generación los relativos a los intereses difusos, como el medio ambiente, el
consumidor, así como los derechos de las mujeres, de los niños, de las
minorías, de los jóvenes, de los ancianos, etc. Ya se habla hoy de derechos de
cuarta generación relativos a la bioética para impedir la destrucción de la
vida y regular la creación por la ingeniería genética, de nuevas formas de vida
en el laboratorio.
De otra parte, el
concepto clásico de la ciudadanía como posesión de derechos es desarrollado por
Marshall31, quien la define como “cultura compartida” en tres dimensiones: la
civil, la política y la social desde los derechos universales que comparten
todos y cada uno de los miembros de una comunidad nacional. La ciudadanía civil
se corresponde con los derechos legales (libertad de expresión y de religión,
derecho a la propiedad y a ser juzgado por la ley). La ciudadanía política se
refiere a los derechos a participar en el poder político, ya sea como votante o
mediante la práctica política activa; y la ciudadanía social se refiere al
derecho de gozar de bienestar social y de seguridad económica. Esta acepción
–que suele ser denominada pasiva o privada, en tanto remite a derechos sin
énfasis en la participación como obligación ciudadana– ha permeado al conjunto
del sentido común, ya que su significado tiende a asociarla con derechos y no
con responsabilidades32.
CONSTITUCIONES Y
CIUDADANÍAS EN EL CASO VENEZOLANO
Entre los dispositivos
idóneos para disciplinar el espacio social construido, las constituciones han
servido para legitimar y consumar los proyectos políticos de las repúblicas
modernas. A este respecto, Beatriz González33 afirma que con las constituciones
el proyecto modernizador instituyó mundos simbólicos, en el sentido de crear
sujetos semejantes, universales, como cuerpos simétricos ajustados a un mismo
patrón homogeneizador para delimitar el espacio de lo público de orden jurídico
y social. Se configuró el espacio de la nacionalidad e identidad nacional
ligada a la tierra, cuyas fronteras imaginarias dibujaban el mapa del poder
disciplinario en la vida pública. Por ejemplo, consustanciadas con la tradición
patriarcal de orden antiguo, el sujeto masculino fue el único agente de la vida
pública (de los asuntos administrativos del Estado, del sufragio, de la moral,
de la educación, de los oficios, de los bienes, de la opinión, etc.). Por tanto
la ciudadanía recaía en el ciudadano, el senador, el letrado y el padre de
familia; en consecuencia, la mujer no era ciudadana, pues la ley no legislaba
para ella al ser excluida de los derechos sociales y políticos.
En Venezuela esta
construcción social originada del ideario liberal ilustrado, comenzó a modelarse
con las primeras constituciones de 1811 (federativa), 1819 (republicana), de
1821 (grancolombiana) y de 1830 (venezolana). Un estudio reciente apela a este
recorrido histórico de los derechos constitucionales en Venezuela para
determinar sus efectos en el discurso escolar34.
Ahora bien, la
Constitución Federal para los Estados de Venezuela de 1811, consagraba que la
soberanía reside en “los hombres reunidos bajo unas mismas leyes, costumbres y
gobierno y se ejercita por medio de sus representantes nombrados”35 poseídos
todos de derechos de libertad, igualdad, propiedad y seguridad como base de la
felicidad común. Asimismo, la ciudadanía activa se ejercía mediante los
derechos civiles que ostentaban los hombres con medios de fortuna. La posesión
de propiedades era condición para ser elector y ser elegido en una diputación;
esto se extendía a los extranjeros si renunciaban a su ciudadanía de origen,
para lo cual solicitaban certificación de naturaleza.
Con la Constitución de
1819, precedida por el discurso de Bolívar en Angostura del mismo año, a las
anteriores condiciones para el ejercicio de la ciudadanía se le incorporaron la
residencia en el país y las virtudes públicas; del mismo modo, la ciudadanía
activa se adquiría con el alistamiento en las fuerzas patrióticas. Desde 1821,
“libertad, utilidad pública y moralidad” sustentaban los principios y valores
de un “buen ciudadano”, “buen patriota” y “buen padre”. Para legitimar la
comunidad política se privilegiaba la nacionalidad en el sentido civil y social
más que militar.
A partir de la
Constitución de 1830 los “soldados-ciudadanos” pasaron a la condición de
“simples ciudadanos”, a la vez que continuaban excluidas mujeres y otros
sectores sociales que no poseyeran una profesión, oficio o industria de
utilidad pública. Este modelo social surgido del orden instituido se mantuvo
hasta 1874, cuando el nuevo texto constitucional venezolano determinó que la
“libertad, utilidad, propiedad, la libertad religiosa y de enseñanza” eran
derechos civiles, más no políticos. El poder público establecía que para los
ciudadanos sería gratuita la educación primaria, las artes y oficios. De otra
parte, la república moderna tardó mucho tiempo en admitir a la mujer como
persona humana.
Fue con la Constitución
de los Estados Unidos de Venezuela (1944, reformada en 1945) cuando el sufragio
universal y la ciudadanía se extendieron al conjunto de los miembros de una
misma nación y las decisiones locales fueron transferidas a los electores y sus
representantes en las instancias de gobierno. A partir de entonces, se
incorpora el voto femenino y se legalizan sindicatos, partidos políticos y, en
la constitución nacional de 1947, les fueron reconocidos derechos sociales y
políticos; además, el sistema político se transforma con la democratización del
Estado y se establece que los ciudadanos “útiles y patriotas” estarán al
servicio del país. Con la Constitución de la República de Venezuela promulgada
en 1961, se consolida la democracia representativa y se garantizan los derechos
civiles y sociales (derechos de 1ª y 2ª generación): derecho a la tierra,
protección de la familia, derecho a la vivienda, protección a maternidad,
derecho a un salario justo, derecho a la seguridad social, entre otros.
Por su parte, la
Constitución Bolivariana de la República de Venezuela (1999), sanciona el
principio de soberanía popular como un poder de naturaleza política. Con esa
disposición se reemplaza la tradición constitucional del ejercicio de la
soberanía mediante la representación de la “democracia del voto” por el
principio participativo, al consagrar que la soberanía en el pueblo como agente
activo de la política; igualmente, la ciudadanía se ejerce mediante su acción
en la ejecución de las políticas públicas en materia social. Esto implica un
presupuesto axiológico del espíritu cívico de la democracia participativa para
el ejercicio de la soberanía política y social. Asimismo, en cuanto a la
condición jurídica de la ciudadanía mediante la nacionalidad, se reitera
el Jus soli absoluto por el cual es nacional de un país quien en él
nace. Además, de lo establecido en la Constitución de 1961, respecto al Jus
sanguinis que establece la ciudadanía venezolana como privativa de los
nacionales y sus descendientes nacidos en el exterior.
Al asumir para el caso
venezolano los modelos de nacionalismos descritos por Máiz36, pudiera afirmarse
que la noción de ciudadanía representada en el imaginario de la identidad
nacional, ha sido vivenciada al interior del nacionalismo culturalista
normalizado en los textos constitucionales, según los específicos contextos
históricos desde el siglo XIX hasta finales del siglo XX. Con la Constitución
de 1999, aun cuando se reafirman los códigos identitarios y valores sociales
del nacionalismo culturalista, a nuestro entender, la ciudadanía se asume en el
marco del nacionalismo pluralista que inspira los derechos de tercera
generación plasmados en la democracia participativa, con reconocimiento de
derechos civiles no constreñidos por la nacionalidad y la democracia
representativa signada por el voto.
LAS CIUDADANÍAS EN LA
SOCIEDAD GLOBAL
No en balde frente a
todas estas complejidades y las nuevas realidades que se expresan con la
globalización de la cultura, los emergentes escenarios plantean este debate
como un problema ético, histórico, político y sociocultural. En el marco del
Estado neoliberal y la correlativa cultura tecnológica, se impone el concepto
de ciudadano del mundo, de ciudadanía planetaria; visión que ha obrado con
fuerza entre quienes sostienen la necesidad de una conciencia y ciudadanía
planetaria37. En correspondencia con este propósito, también en el II Foro
Mundial de Educación38 la Declaración sustentada en la “Carta por la
Educación Pública para Todos”, estableció que la transformación política,
económica y cultural de la sociedad sólo será posible con la Escuela Ciudadana,
para lo cual se elaborará una Plataforma Mundial de Educación con principios y
directrices, metas y objetivos, estrategias de ejecución y de potenciación de
recursos para orientar políticas, planes, programas y proyectos educativos “en
todos los niveles de enseñanza para todos los pueblos de la Tierra”. A nuestro
entender, ambas obras y estos acuerdos en materia educativa, orientan sus
propósitos hacia la construcción de una visión planetaria para desanclar las
fronteras nacionales afincadas en la tierra donde se nace y fijarlos en la
patria global.
Al margen del status
jurídico determinado por las constituciones nacionales o de los sentidos
identitarios que han asumido históricamente las nociones occidentales de
ciudadanía, con los movimientos sociales contemporáneos como afrenta al poder
político y económico del Estado en el contexto del mercado occidental
neoliberal, también ha surgido un nuevo concepto de ciudadanía sin la
intermediación del Estado. De este modo, concepciones democráticas recientes
procuran disociar la ciudadanía de la nacionalidad, con una dimensión jurídica
y política de protección transnacional encarnada en los derechos humanos. Así,
la noción de ciudadanía imbricada con la nacionalidad, pareciera disminuir su
fuerza con nuevas identidades expresadas en movimientos antiglobalización39 de
motivaciones étnicas, políticas, económicas, sociales, ambientalistas,
ecologistas y feministas, entre otras; también los religiosos fundamentalistas,
las organizaciones no gubernamentales, asociaciones vecinales, con propias o
ajenas maneras de vivenciar sus prácticas.
En su sentido valorativo
sostenemos con Elizalde y Donoso40, que la cultura ciudadana emerge de la
existencia colectiva, del existir con otros, del convivir, del vivir con, del
participar, del hacerse parte de, que es la única forma posible de existencia
humana. Es en ella donde se hace posible la condición ciudadana, la
satisfacción de las necesidades humanas fundamentales, el despliegue y
ejercicio de los derechos inherentes a las personas y también de los deberes
que surgen del existir social, del reconocimiento de la alteridad u otredad que
enriquece la individualidad y a la vez hace posible y singulariza a cada ser
humano, a cada persona. Los derechos humanos que la sustentan deben conformar
un cuerpo normativo orientado a una moral y una ética de compromiso
social.
Por consiguiente, la
ciudadanía de derechos inspirada en los valores universales surgidos con la
razón ilustrada y consagrada en los preceptos constitucionales desde el siglo
XIX, en sociedades democráticas inclusivas se asume desde el carácter ético,
protagónico, humano y participativo de los derechos ciudadanos. Si bien es un
atributo social formalizado y normalizado, es también una práctica social que
confiere poder a quien posee la titularidad de la soberanía, mediante el libre
ejercicio de los derechos civiles, políticos, económicos, sociales, bioéticos,
educativos, culturales, de los pueblos indígenas y ambientales.
El reconocimiento y
ejercicio democrático de estos derechos, instituye nuestra apuesta por una
ciudadanía inclusiva que fomente la autoorganización de los diferentes
movimientos sociales y se afirme en la tolerancia frente a la pluralidad, la
diversidad y la diferencia en condiciones igualitarias. De este modo, una
ciudadanía social inclusiva se posibilita con la voluntad política que propenda
al respeto irrestricto a la vida y a la dignidad humana, la tolerancia, la
no-discriminación, la valoración del pluralismo, la interculturalidad, la
diversidad y la diferencia, para construir una sociedad democrática
humanizadora sustentada en la equidad, solidaridad y corresponsabilidad.
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Notas
1. CASTORIADIS, Cornelius (1975): L’institution
imaginaire de la société. París, Seuil, p. 205.
2. SAHLINS, Marshall (1997): Cultura y
razón práctica, Barcelona, Gedisa, p. 141.
3. AQUIN, Nora, ACEVEDO, Patricia y ROTONDA,
Gabriela: “La sociedad civil y la construcción de ciudadanía”, en:
http://www.consultoriainstitucional.8m.com/.
4. En su primera edición de 1737, el Diccionario
de la Academia Española define ciudadano como “…El vecino de una Ciudad
que goza de sus privilegios y está obligado a sus cargas, no relevándose de
ellas alguna particular exención”.
5. GUERRA, François-Xavier (1999): “El
soberano y su reino”, en: Hilda SÁBATO (Comp.): Ciudadanía política y
formación de las naciones. Perspectivas históricas de América Latina, México,
F. C. E., pp. 41-42.
6. GARCÍA GODOY, María Teresa (1998): Las
Cortes de Cádiz y América. El primer vocabulario liberal español y mejicano (1810-1814), Sevilla,
Diputación de Sevilla, pp. 327-329.
7. MINA, María Cruz (2001): “Ciudadanía y
nacionalismo”, en: Jesús María OSÉS (Director): 10 palabras clave sobre El
Nacionalismo, Navarra, Editorial Verbo Divino, p. 75.
8. GUERRA, François-Xavier (2000): “De la
política antigua a la política moderna: invenciones, permanencias,
hibridaciones”, 19th. International Congress of Historical Sciences,
University of Oslo, Specialised theme 17: Modernity and tradition in Latin
America, 6-13 August, pp. 4-8.
9. El territorio de las Españas en ambos
hemisferios queda delimitado en el Artículo 10 de la Constitución: El
territorio español comprende en la Península con sus posesiones e islas
adyacentes: Aragón, Asturias, Castilla la Vieja, Castilla la Nueva, Cataluña,
Córdoba, Extremadura, Galicia, Granada, Jaén, León, Molina, Murcia, Navarra,
Provincias Vascongadas, Sevilla y Valencia, las islas Baleares y las Canarias
con las demás posesiones de África. En la América septentrional: Nueva España
con la Nueva-Galicia y península de Yucatán, Guatemala, provincias internas de
Oriente, provincias internas de Occidente, isla de Cuba con las dos Floridas,
la parte española de la isla de Santo Domingo y la isla de Puerto Rico con las
demás adyacentes a éstas y al continente en uno y otro mar. En la América
meridional, la Nueva Granada, Venezuela, el Perú, Chile, provincias del Río de
la Plata, y todas las islas adyacentes en el mar Pacífico y en el Atlántico. En
el Asia, las islas Filipinas, y las que dependen de su gobierno. “Constitución
de Cádiz 18 de marzo de 1812” en
http://www.goico.net/legis/cons/1812cons02.htm.
10. GUERRA, François-Xavier (1999): “El
soberano…”, ed. cit., p. 44.
11. VIROLI, Mauricio (1997): Por amor a la
patria, Madrid, Acento Editorial, p. 101 ss.
12. QUIJADA, Mónica (2003): “¿Qué nación?
Dinámicas y dicotomías de la nación en el imaginario hispanoamericano”, en: Antonio
ANNINO, Antonio y François-Xavier GUERRA (coords.): Inventando la nación.
Iberoamérica. Siglo XIX, México. F.C.E., p. 291 ss.
13. HARDT, Michael y NEGRI, Antonio
(2003): Imperio, Barcelona, Paidós, pp.94-95.
14. Citado en ARNAL, Mariano. “Las cosas y sus
nombres nomina rerum. Civismo” en
http://www.elalmanaque.com/marnal/lex36.htm.
15. El Diccionario de la Lengua
Española define Ciudadano como el natural o vecino de una
ciudad; Patria: Nación propia con la suma de cosas materiales e
inmateriales, pasadas, presentes y futuras que cautivan la amorosa adhesión de
los patriotas. Lugar, nación o país en que se ha nacido; Patriota: Persona
que tiene amor a su patria y procura todo su bien; Nación: Conjunto de
habitantes de un país regido por el mismo gobierno. Territorio de ese mismo
país. Conjunto de personas de un mismo origen étnico y que generalmente hablan
un mismo idioma y tienen una tradición común.
16. ARNAL, Mariano: “Las cosas y sus nombres…”,
ed. cit.
17. Ibidem.
18. Citado en VIROLLI, Mauricio (1997): Por
amor…, ed. cit., pp. 149-150.
19. SMITH, Anthony (2000): Nacionalismo y
Modernidad, Madrid, Ediciones Istmo, p. 219.
20. MINA, María Cruz (2001): “Ciudadanía…”, ed.
cit., pp. 70-72.
21. HABERMAS, Jürgen (1996):“The European
Nation-Statels Achievements and Its Limits. On the Past and Present of
Sovereignty and Citizenship”, en: BALAKRISHNAN (comp.). Mapping the
Nation, 1996, pp.287-289. Citado en PALTI, Elías (2003): La
nación como problema. Los historiadores y la “cuestión nacional”, Buenos
Aires, FCE., p.98 ss.
22. Cf. QUIJANO, Anibal (2000):
“Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina”, en: Edgardo LANDER
(comp.): La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales.
Perspectivas latinoamericanas, Caracas, FACES/UCV/UNESCO.
23. COLOMINES I COMPANYS, Agustí (2001):
“Tradición y modernidad en la cultura del catalanismo”, Historia Social,
N° 40, p. 100.
24. BONFIL BATALLA, Guillermo (1992): Identidad
y pluralismo cultural en América Latina, Buenos Aires, Fondo Editorial del
CEHASS/ Editorial Universidad de Puerto Rico, p. 147.
25. MÁIZ, Ramón (2002): “Las ideologías
políticas contemporáneas: funcionalidad, estructura y tipología”, en: Joan
Antón de MELLÓN: Las ideas políticas en el siglo XXI, Barcelona,
Ariel, pp. 137-142.
26. Ibidem, pp. 131-132.
27. GUIBERNAU, Monserrat (1998): Los
nacionalismos, Barcelona, Ariel, Ciencia Política, p. 85.
28. BONILLA U, Marcelo (2004): “La construcción
de la imagen y el estatuto de inmigrante- indocumentado en la España de la
época de la globalización”, en: Daniel Mato (coord.): Políticas de
ciudadanía y sociedad civil en tiempos de globalización, Caracas, FACES,
Universidad Central de Venezuela, pp. 222 ss.
29. Cf. FOUCAULT, Michel (1992): Microfísica
del poder, 3ª Edic., Madrid, La Piqueta,
30. VIEIRA, Liszt: “Ciudadanía y control
social”, en:
http://www.unpan1.un.org/intradoc/groups/public/documents/clad/unpan000170.pdf
31. Cf. MARSHALL, Humphrey T (1950): Citizenship
and Social Class and Other Essays, Cambridge, Cambridge University Press,
pp.1-85.
32. AQUÍN, Nora; ACEVEDO, Patricia y ROTONDA,
Gabriela: “La sociedad civil y la construcción de ciudadanía”, ed. cit., en:
http.
33. GONZÁLEZ STEPAN, Beatriz (comp.) (1996):
“Economías fundacionales: diseño del cuerpo ciudadano”, en: Cultura y
Tercer Mundo. 2. Nuevas identidades y ciudadanías, Caracas, Colección
Nubes y Tierra, Nueva Sociedad, pp. 27-31. Véase también de GONZÁLEZ STEPAN,
Beatriz (1994): “Modernización y disciplinamiento. La formación del ciudadano:
del espacio público y privado”, en: Esplendores y miserias del siglo XIX. Cultura
y sociedad en América Latina, Caracas, Monte Ávila.
34. Cf. GRATEROL VILLEGAS, Aura (2003): La
ciudadanía en el discurso escolar del nivel de Educación Básica. Tesis de
Doctorado en Ciencias Humanas (Inédita), Facultad de Humanidades y Educación,
Universidad del Zulia,
35. En su Art. 26 establece: “Todos hombre
libre tendrá derecho de sufragio en las Congregaciones Parroquiales, si a esta
calidad añade la de ser Ciudadano de Venezuela, residente en la Parroquia ó
Pueblo donde sufraga si fuere mayor de veintiún años, siendo soltero, ó menor
siendo casado,…y si poseyere un caudal libre del valor de seiscientos pesos en
la Capitales de Provincia siendo soltero, y de cuatrocientos siendo casado,
aunque pertenezcan a la mujer, o de cuatrocientos siendo en las demás
poblaciones en el primer caso y doscientos en el segundo; o si tuviere grado, ú
aprobación pública en una ciencia, o arte liberal, o mecánica; o si fuere
propietario, o arrendador de tierras, para sementeras, o ganado con tal que sus
productos sean los asignados para los respectivos casos de soltero o casado”.
Cf. Constituciones de Venezuela, en:
http://www.cervantesvirtual.com/portal/constituciones. Todas las referencias
sobre ellas han sido tomadas de esta fuente.
37. Un ejemplo de ello es la obra de Edgar
MORIN y Anne-Brigitte KERN (1993): Tierra-Patria, Barcelona, Editorial
Kairós.
38. “Foro Mundial de Educación. Declaración de
Porto Alegre”, enero 22 de 2003, en: http://www.stecyl.es/
foro_mundial.htm.
39. Si bien no hay acuerdo unánime sobre la
aparición estos movimientos, existe consenso pata situar sus comienzos al
despuntar la década de los años noventa con la revuelta neozapatista de Chiapas
en 1994 y, sobre todo, debido a su impacto global con la llamada "batalla
de Seattle" en noviembre de 1999. No obstante, su emergencia pública casi
generalizada no sería comprensible sin el proceso paralelo de acciones que se
iniciaron en la década anterior, especialmente a través de las sucesivas
denuncias y revueltas frailea las políticas de "ajuste estructural"
dictadas por el FMI en el Sur, las protestas contra el proceso de
"relocalizacion" de las empresas-red de las multinacionales (a
través, sobre todo, de las llamadas "Zonas de Procesamiento para las
Exportaciones" en países periféricos) y contra su política de "imagen"
basada en una cultura consumista y privatizadora de los espacios públicos en el
Norte, o ante el creciente deterioro ecológico del planeta.
Tal como se expresó
en la Cumbre Alternativa de Río de 1992. Jaime PASTOR (2001): "Los
movimientos antiglobalización neoliberal". VII Congreso Español de
Sociología. Grupo de Trabajo 27: Movimientos sociales y acción colectiva.
Salamanca, septiembre, en: http://wivw.nodo50.org/mrg-torrent/pres.htm.
40. ELIZALDE, Antonio y DONOSO, Patricio:
"Formación en cultura ciudadana", en:
/www.reduc.cl/congreso/pon.38/pdf.
Belín VÁZQUEZ
Centro de Estudios
Históricos, Universidad del Zulia. Maracaibo. Venezuela.
Ve Scielo
G miradas Multiples
11 de Noviembre del 2019
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