lunes, 11 de noviembre de 2019

Del ciudadano en la nación moderna a la ciudadanía nacionalista - Belín Vázquez




RESUMEN

La ciudadanía moderna se materializa con el cuerpo constitucional del siglo XIX. Con los Estados nacionales, la noción nacionalista de ciudadanos transformó la idealizada “sociedad de individuos” en “comunidad de idénticos”. Se demuestra que, pese a su status legal, la ciudadanía es una “cultura compartida” sacralizada por las nociones nacionalistas de la nación e identidad nacional, desde las cuales se ha construido una visión de homogeneidad fundada en símbolos y tradiciones comunes heredadas de la modernidad occidental. Se plantea transformar sus nociones y prácticas cosificadas, en una ciudadanía social de base ética y valorativa como afrenta a las “tradiciones inventadas”.


Hace tres décadas Cornelius Castoriadis1 acuñó el concepto de imaginario social para designar “la creación incesante de figuras, formas, imágenes” constitutivas de la realidad social, mediante las percepciones diferenciadas que los individuos asumen como reales. Desde esta perspectiva, los imaginarios devienen de una actividad constante de organización mental de la realidad y son construcciones simbólicas que emergen de los intercambios discursivos del lenguaje oral y escrito; por tanto, como esquemas simbólicos sobre el mundo real socialmente compartido, funcionan como si fuesen la realidad objetiva. Para puntualizar sobre este planteo teórico, diremos con Sahlins2 que la “imaginación” al ordenar toda actividad productiva real, no es más que una apariencia o expresión de ella. 

Estas significaciones sociales que desvelan el mundo sociocultural en contextos históricos específicos, se materializan en la construcción social de la ciudadanía como depositaria de dispositivos que configuran el mapa social en las relaciones de poder. En buena medida, ello explica porqué se le conceptualizado entronizada a los específicos ordenamientos jurídicos e institucionales. 

Como ideología y práctica identitaria, la ciudadanía es un concepto y una práctica social en permanente construcción, a la cual le han acompañado múltiples sentidos con significados muy divergentes. En opinión de Aquín y otros autores3, sus componentes centrales –pertenencia, jerarquía, igualdad, virtud, derechos, deberes– adquieren mayor o menor relevancia según el momento histórico en que se inscriban; por ello no se le atribuye una “esencia única”. No obstante, sus elementos constitutivos han permanecido ligados a la ideología occidental con sus anclajes en la “razón cultural”: como frontera y jerarquía, como pertenencia y privilegios, aún cuando en las cotidianidades históricamente situadas han variado sus contenidos y complejizaciones jurídicas y sociales. 

CIUDADANOS EN LA NACIÓN MODERNA 

El concepto moderno de ciudadano fue precedido del antiguo surgido con la democracia ateniense. Como práctica de la política en el orden tradicional no obedecía a derechos individuales, sino al propósito de lograr el equilibrio político en una comunidad de cuerpos sociales desiguales, normalizada en la relación soberano-súbdito. En esta sociabilidad de órdenes estamentales, el atributo de ciudadano era ostentado por los vecinos de una ciudad4. Ser vecino correspondía a poseer un estatuto dentro del reino y pertenecer a una comunidad de cuerpos sociales con privilegios, distinciones, honores, reconocimientos, fueros y concesiones de gracias o franquicias. La cotidianidad de este ciudadano premoderno, se movilizaba en una jerarquía de pertenencias desiguales sujetadas a la condición jurídica en el siguiente orden: ciudad, villa y pueblo con privilegios de primera, segunda o tercera categoría, según fuera el caso. Según expone Guerra5, de este atributo estaban excluidos los extranjeros y quienes dependían de un señor laico o eclesiástico; también en América los que servían a un hacendado, quienes vivían en el campo o en localidades sin estatuto político reconocido, además de los agregados, forasteros y marginales dentro de la ciudad o fuera de ella. 

De manera progresiva este orden jurídico antiguo al interior de las comunidades o cuerpos sociales, fue desplazado por los derechos individuales del ciudadano moderno. Esta nueva categoría jurídica tuvo su asidero en la revolución francesa con la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), inspirada en la independencia estadounidense de 1776 y en el espíritu filosófico del siglo XVIII, a la vez que motivadora del ordenamiento constitucional desde los inicios del siglo XIX. De este modo, el contenido político del ciudadanato quedó formalmente instaurado con las Constituciones de los nacientes Estados y por disposición legal comprendía a toda persona poseedora de la calidad de ciudadano, esto es, privilegios, jerarquías sociales y desempeño de cargos públicos. 

Con asiento en el ideario ilustrado, los cimientos de la felicidad pública descansan en los derechos de seguridad, propiedad, igualdad y libertad “…que sólo poseen los hombres virtuosos, los que tienen luces no vulgares, modo honesto de vivir y no traen origen del África reciben la preciosa cualidad de ciudadanos”. Idea de ciudadanía que la hará suya, no el avecindado de una ciudad sino el individuo en un Estado de derecho, que sustenta las bases del régimen representativo y a quien corresponde conformar el cuerpo político de la soberanía en el nuevo credo liberal. Este naciente orden de lo político, marca la diferencia entre vecino y ciudadano6. Noción moderna que idealizan los ilustrados opuestos al despotismo y se formaliza con la institucionalización de las libertades civiles (derechos de opinión, de reunión, igualdad jurídica y política, derecho al trabajo), pertenencia a una comunidad política y la garantía para el ejercicio de derechos civiles y políticos. De este modo, “Ciudadano es el hombre libre, sujeto de derechos, que acuerda con sus iguales dar su consentimiento y someterse a la ley que los garantiza”7. Bajo estos principios, el ejercicio de las voluntades individuales y colectivas y la garantía de los derechos, delimitan la diferencia entre la antigua y moderna ciudadanía. 

El resultado de este proceso histórico devino en la mutación de imaginarios analizados por Guerra8 al plantear que la sociedad de individuos implicó, además del debilitamiento de los cuerpos comunitarios antiguos, la interiorización de una imagen de lo social con nuevas prácticas relacionales. Al vínculo social le acompañó la invención del individuo, la valorización de los vínculos contractuales, los ideales de igualdad, libertad y civilidad, el reino de la opinión y la soberanía de la colectividad. Ello iba de la mano con el Estado moderno, concebido como encarnación, guardián y agente de la soberanía de la nación, fuente de derechos e investido de atributos en lo económico y en lo social. Esto explica que la secularización no reconocía ninguna instancia exterior a la colectividad en los valores que la estructuraban. Otra fundamental característica fueron los nuevos sentidos del discurso político: nación, pueblo, sociedad, soberanía, Estado, constitución, ciudadano, libertad, representación y tantas otras de profunda mutación en los imaginarios. Por ejemplo –agrega Guerra– “sociedad” no remite a lo mismo que “res publica”, la “nación” no equivale al reino y el “ciudadano” no es una simple transposición del “vecino”. 

Ya en 1812 con la Constitución de Cádiz9 este incipiente imaginario moderno quedó legitimado por el gobierno político de la monarquía española, al establecer que la “nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios” (art. 1) y contemplaba a los hombres poseedores de los derechos ciudadanos para designar a “…los diputados que representan la Nación” (art. 27). Por tanto, todo diputado poseía la condición de ciudadano y sus componentes primarios eran la nación y la soberanía: “La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales” (art.3). Asimismo, el ciudadano era sujeto de derechos civiles (propiedad, seguridad, libertad, etc.) y titular de los derechos políticos. Desde entonces, marchó independiente tanto del estatuto personal –pertenencia a estamentos privilegiados– como del estatuto de lugar de residencia –ciudades, villas, pueblos, señoríos o población rural dispersa–. De los derechos civiles y políticos eran pocos los incluidos; en tanto que de hecho y de derecho, quedaban excluidos los extranjeros sin Carta de Naturaleza, los esclavos, los menores y las mujeres por depender de su padre o marido como quedaba establecido desde la sociabilidad tradicional10. 

En discrepancia con el patriotismo de los antiguos que ejercían el gobierno despótico de la ley, entre los modernos su lenguaje se significa en la res publica, entendida como una comunalidad autogobernada por individuos que comparten el gobierno, protegen la libertad común y son iguales ante la ley. Según la teoría política de filósofos ilustrados como Montesquieu, Rousseau y Voltaire, la libertad de los ciudadanos es tan importante como la libertad de la patrie. La patrie es sinónimo de “república” y “libertad”; lugar de reunión de individuos donde las libertades públicas y civiles están garantizadas por las leyes. Con el inicio del lenguaje nacionalista, la patria se fue convirtiendo en un concepto no político al no centrarse en la libertad civil y política, sino en la unidad cultural y espiritual de un pueblo11. 

También en Hispanoamérica la idea de patria como sinónimo de libertad respecto de todo despotismo, se incorporó a su noción tradicional significada en la tierra natal. Este doble sentido pervivió algún tiempo entre americanos y españoles, quienes se asumían como iguales en la “nación española” y en la “nación americana” mediante “círculos concéntricos” configurados por “los vínculos de sangre, de lengua y de religión”. Durante el proceso de ruptura monárquica, los respectivos territorios proclaman la “representación y la soberanía” para “erigirse en nación y patria americana”, en sentido amplio o restringido. A comienzos del siglo XIX, ambas poseen dos contenidos: uno tradicional y otro moderno en analogía con el espíritu ilustrado francés. Luego, durante la construcción de la nación “cívica”, patria y nación aluden a la dimensión territorial desde una visión cultural “unificadora”12. 

Cabe subrayar que a las relaciones de poder tradicional, sustentadas en las legitimaciones del Estado monárquico patrimonial y absolutista, en la Europa occidental nuevas condiciones se impusieron a partir de las tres grandes revoluciones burguesas (la inglesa, la americana y la francesa). El modelo social basado en la fundación teleológica del patrimonio territorial de la nación encarnada en el soberano (cuerpo divino del Rey), fue reemplazado por una nueva fundación: la nación como entidad espiritual legada a los siglos siguientes. De este modo, la representación de la nación personificada en la divinidad monárquica, pasa a ser una abstracción idealizada en su concepto moderno. 

Este transcurrir discursivo de la nación moderna lo tomamos de Hardt y Negri13 de quien resumimos sus planteos básicos: a medida que el horizonte patrimonial fue transformado en el horizonte nacional, el orden estamental del sujeto se sometió al orden disciplinario del ciudadano (cives). En la conversión de súbditos a ciudadanos, la nación es experimentada como un imaginario colectivo, una creación activa de la comunidad de ciudadanos que el Estado nacional reproduce mediante la identidad totalizante entre territorio y población. Ambos conceptos –añaden los autores citados– reifican la soberanía moderna al naturalizarla y con ello eliminar toda evidencia de antagonismo social. La soberanía nacional cierra los caminos alternativos dentro de la modernidad que rehusaron concederle sus poderes a la autoridad estatal. Esta transformación del concepto de la soberanía moderna por la soberanía nacional requirió también ciertas condiciones materiales nuevas. Más aún, requirió que se estableciera un nuevo equilibrio entre los procesos de acumulación capitalista y las estructuras del poder. La victoria política de la burguesía, como mostraron las revoluciones inglesa y francesa, corresponde al perfeccionamiento del concepto de soberanía moderna hacia la soberanía nacional. Por detrás de la dimensión ideal del concepto de nación estaba este poder social que ya dominaba el proceso de acumulación. La nación, por lo tanto, era al mismo tiempo la hipóstasis de la “voluntad general” de Rousseau, y lo que la ideología de la fabricación concebía como “comunidad de necesidades” que, en la prolongada etapa de la acumulación capitalista en Europa era más o menos liberal y siempre burguesa. Cuando en los siglos diecinueve y veinte este concepto fue adoptado en contextos ideológicos diferentes, igualmente se presentó asociado a la modernización capitalista que pretendía reunir las demandas de unidad política y la necesidad de desarrollo económico. 

Cierto es que patrones socioculturales tradicionales se conservaron en la sociabilidad moderna liberal y las constituciones sirvieron de dispositivos reguladores para legitimar la ciudadanía “blanqueada” en favor de la rentabilidad, productividad y el control social. De este modo, la civilidad quedó simbolizada en los nuevos ciudadanos, quienes en el ideario republicano encarnaban los valores universales de la libertad, seguridad, igualdad y propiedad. Este ideario, que consagraba la razón ilustrada y moral liberal para los individuos y el individualismo en procura de la felicidad pública, el bien común y la comunidad política, confería los derechos a quienes eran poseedores de la calidad de ciudadanos. 

En esta sociabilidad moderna de la libre asociación el Estado era garante de derechos económicos, sociales y culturales normalizados para el progreso, la utilidad pública, el fomento del comercio y la industria, en favor de la prosperidad y bienestar social. Al institucionalizarse la opinión y las libertades públicas, las empresas de capital privado sirvieron de nuevas fuentes del poder, materializado en prácticas donde coexistían vínculos diversos entre quienes lideraban el proceso de apropiación del espacio social, desde sus posicionamientos y las redes construidas al interior de los lugares de uso público y privado. 

Según señala Arnal14, de lo que se trataba era que la nueva condición de ciudadano, rescatado de la sujeción a la nobleza y la iglesia, inspirase las conductas llamadas hasta entonces “morales”. Se fraguó, por tanto, el civismo retomando el concepto romano de civilitas, que además de designar la política o el arte de gobernar, también refería en la emergente sociabilidad a la bondad, la urbanidad, la cortesía, atributos de la civilidad. Como para el vulgo civitas había pasado a designar exclusivamente la ciudad física (civitates se transformó en ciudades), es decir, el casco urbano al que más propiamente correspondía el nombre de urbs (urbe), traspasaron a la palabra civilitas los contenidos políticos de civitas, y así le asignaron el valor de “calidad de ciudadano”15. El adjetivo civilis que se sustantivó en civilitas, llevaba ya esa carga significativa, compartida con los demás valores que le correspondían por ser adjetivo de civis (ciudadano). Otro tanto cabe decir del adverbio civiliter, que encarnaba los valores de conducta: civilmente, amablemente, cortésmente, afablemente. Eliminada la conciencia religiosa, había que optar por la conciencia laica y el civismo, inspirado en las virtudes de la civilitas romana y fundamento de la nueva moral ciudadana que denota valores y códigos entroncados con la tradición política del republicanismo heredado de los antiguos. 

Al referirse a estas nociones occidentales de ciudadanía, Bryan Turner (1990)16 sostiene que el liberalismo contribuyó a la formulación del ideario de una ciudadanía universal, basada en la concepción que todos los individuos nacen libres e iguales, con lo cual la ciudadanía republicana se redujo al estatus legal, estableciendo los derechos que los individuos poseen en el Estado. Sin embargo, la conciencia política, actividad cívica y participación política en una comunidad de iguales, son extrañas al pensamiento liberal; en tanto que la visión republicana cívica, por otra parte, enfatiza el valor de la participación política y atribuye un papel central a la inserción del individuo en una comunidad política. En este sentido, Avritzer –citado por Arnal–17 plantea que el problema es ¿cómo conciliar la libertad de los antiguos con la libertad de los modernos? Para los liberales, el bien común se representa en los ideales de la virtud republicana, mientras que para el liberalismo la participación política activa es incompatible con la idea moderna de libertad. No obstante, en la democracia moderna la libertad individual garantiza la práctica de la ciudadanía ejercida en la esfera pública, donde los individuos pueden actuar colectivamente e involucrarse en deliberaciones comunes sobre todos los asuntos que afectan a la comunidad política.

PRÁCTICAS IDENTITARIAS EN LA CIUDADANÍA NACIONALISTA 

Si en su base originaria el principio jurídico de la nación de los ciudadanos está definido por la nacionalidad y el reconocimiento de derechos en condiciones igualitarias bajo la protección del Estado, esta “sociedad de individuos” pasa a ser imaginada como una “comunidad de idénticos”. En efecto, al inventarse el discurso de la identidad nacional desde el poder hegemónico del Estado nacionalista moderno, aflora en el imaginario colectivo la visión identitaria de nación nacionalista fundada en los vínculos originados de la tradición común heredada. 

Su matriz conceptual y epistémica ha sido la identidad cultural, fijada sobre una continuidad biológica de relaciones de sangre (mestizaje), una continuidad física del territorio y una comunidad lingüística. Por medio de este lenguaje nacionalista, los miembros de una nación comparten un carácter espiritual común. A este respecto, en 1883 escribe Herder: “Nación significa unicidad. La unidad cultural basada en la historia, el lenguaje, la literatura, la religión, el arte y la ciencia constituyen el pueblo como individuo, un cuerpo único con su propia alma, sus facultades y sus fuerzas espirituales…Cada nacionalidad es un pueblo con su propia cultura nacional así como su lengua”18. Por tanto, al centrarse el nacionalismo en lo espiritual, logra enraizarse en la cultura nacional particular. En torno a esta visión unitaria forjada a base de los dominios simbólicos del poder, se erigió el imaginario nacionalista de pertenencia común a una lengua, un territorio, tradiciones y símbolos patrios. 

Tras el desarrollo de los Estados nacionales cobraron fuerza estos símbolos formalizados y ritualizados en himnos, emblemas, imágenes, próceres, ceremonias, fiestas patrias, música y banderas. Estos rostros del nacionalismo cargados de emotividad y simbolismo que Hobsbawm califica de “tradiciones inventadas”, ocupan el lugar dejado por el declive de las antiguas tradiciones y costumbres en los ámbitos de la vida pública y privada. Refiere este autor, citado por Smith19, que es “[…] fundamental para esa innovación históricamente reciente, la nación y los fenómenos que se asocian a ella: nacionalismo, Estado, Nación, símbolos nacionales, historias, etc”. 

De otra parte, si bien el concepto moderno de ciudadanía surgió en la escena política conexo a los derechos del hombre y el ciudadano, al individualismo, a las virtudes morales republicanas, al voluntarismo político y al constitucionalismo, su relación con el nacionalismo procede de dos concepciones del mundo en conflictividad. En oposición a este concepto, el nacionalismo.afirma en el orden político el valor supremo de la nación como comunidad étnica, espiritual o cultural, bajo la pretensión de eliminar la nación moderna de los ciudadanos que confería el valor supremo a los derechos políticos individuales. Si para ésta, el valor jerárquico del orden político eran los individuos y sus derechos, con el nacionalismo quedaron subordinados y sometidos a la nación20. 

En palabras de Habermas21, republicanismo y nacionalismo refieren a formas competitivas de identidad: formal y normativa, la primera; cultural y fáctica, la segunda. Así, en la construcción del Estado constitucional, la ciudadanía quedó restringida a un marco jurídico formal y en estos términos del orden político “no puede explicarse cómo se compone el universo de aquellos que se unen a fin de formar una asociación libre e igualitaria”; en tanto que el nacionalismo encuentra su propia respuesta práctica. Propone retomar “…el ejemplo nacionalista y convertir el propio principio constitucional en la base de una tradición moral sustantiva”, para lo cual la ciudadanía democrática “más que un status legal, debe convertirse en el foco de una cultura política”. 

Al margen de lo que subyace en estos contenidos políticos modernos, las “comunidades imaginadas” –como las califica Anderson– nutrieron el ideario de la patria republicana plasmado en los textos constitucionales de los siglos XIX y XX. Así, la identidad colectiva imaginada en la visión unitaria de lo nacional, se ha representado en virtudes cívicas y valores sociales inspirados en las nociones de nación, ciudadano, patria, patriotismo, valorados como los componentes de la identidad nacional y de la memoria colectiva mitificada desde el siglo XVI, en nuestro caso latinoamericano. 

Este imaginario de la identidad, fraguado en lo que Aníbal Quijano define como la “colonialidad del poder”22, comenzó a delinearse con el mismo proceso fundacional hispano-europeo, mediante la instauración del cuerpo jurídico y político-institucional y los correspondientes discursos de funcionarios, clérigos, cronistas y viajeros. Sobre las tierras de “bárbaros y vasallos”, debían asumirse identidades fundantes desde una relación de subordinación y obediencia al monarca soberano que simbolizaba la imagen ausente y presente de la divinidad. Con estos referentes simbólicos, se instaló una práctica “civilizatoria” basada en la “coherencia única de la centralidad cultural” y difundida mediante las constituciones, reglamentaciones e instituciones encargadas del control y disciplinamiento social, materializado con la instrucción pública instaurada en el siglo XIX en el contexto de la naciente sociabilidad moderna y la opinión pública. 

El anclaje de esta construcción social moderna equipara la noción historicista de la nación, única e indivisible, al concepto político de nación-estado universal. De esta manera, el imaginario nacionalista inherente a la lógica del poder que emana del nacionalismo europeo occidental, se convirtió en una ficción funcional para legitimar los Estados capitalistas en su orden y mercado interno e inter-“nacional”23. 

Esto también ha puesto de manifiesto la adscripción a los principios políticos del “patriotismo constitucional”, compartido por todos los habitantes de una nación que, a su vez, implica la noción de ciudadano como “com-unidad de idénticos”. Este constructo cultural sustancia la homogeneidad cultural, lingüística y étnica como rasgos distintivos de la identidad nacional, simbolizada en la unidad de base espiritual heredada de la tradición. El uso de estos símbolos de la identidad nacional, han sido sacralizados en torno a los valores universales constitutivos de los nacionalismos en las sociedades modernas occidentales. 

Estas identidades históricas impuestas desde los lugares del poder hegemónico, explican la representación que poseemos de la identidad –sinónimo de lo idéntico–; elaboración del mundo occidental que tiene su correlato en la homogeneidad, el universalismo y los tiempos históricos únicos y lineales. Estas identidades han recreado simbólicamente un sentido de unidad cultural de la patria histórica, al interior de los sentimientos individuales y colectivos. También la noción nacionalista de ciudadanía hace parte de esta identidad dosificada en los signos distintivos de la supuesta cultura nacional. 

En el ámbito micro social, ello se afirma en las llamadas identidades locales o regionales, no asumidas desde las prácticas interculturales diferenciadas y “…los códigos compartidos que ocurren por las complejidades características de los colectivos sociales”24. En cualquiera de los casos, los significados y significantes de la com-unidad, son las fuentes de las cuales se nutre la representación de la identidad nacional, determinada por la naturaleza específica de los nacionalismos en los procesos socioculturales y políticos de las comunidades nacionales particulares. 

Apelando a las ideologías nacionalistas contemporáneas, Ramón Máiz25 distingue tres tipos: el nacionalismo organicista, fundamentado en el concepto denso de nación étnica entroncada en la tradición nacionalista que alienta los conflictos y guerras del pasado y el presente. En el Estado etnocrático y nacionalizador (etno-nacionalismo) la nación se representa en la homogeneidad de la comunidad nacional; más allá de la etnicidad y de la lengua, se prolonga hacia una dimensión axiológica y normativa, postulada en valores éticos expresados en usos y costumbres. Para este nacionalismo etnicista, la voluntad política de los ciudadanos se asume desde la pertenencia a la comunidad nacional como algo dado y homogéneo al interior, pero diferente hacia el exterior. De otra parte, con el nacionalismo culturalista el concepto de nación sigue siendo la etnicidad, pero restringida a los valores nacionales monistas de la cultura homogénea (una nación, una lengua, un territorio, una cultura). 

Finalmente, este autor identifica el nacionalismo pluralista, cuya matriz conceptual es la nación como comunidad política (nación política), la cual pretende asistir y proteger los contextos culturales de los ciudadanos como un ámbito del ejercicio de la política democrática. Mediante la articulación interna de cultura y política, se democratiza la nación concebida étnica y culturalmente, pues su pertenencia a ella no alude a la socialización pasiva, sino a la participación y deliberación desde el pluralismo dotado de derechos y garantías ciudadanas. Esta nación política –léase politización democrática– posibilita la tolerancia y el pluralismo ideológico-cultural al interior de una nación definida como ámbito político de encuentro, participación y deliberación democrática, en el que se define su proyecto de convivencia y de futuro. De este modo, el nacionalismo pluralista encarna un Estado plurinacional institucionalizado al servicio a una nación política plural y multiétnica, con reconocimiento de identidades y creencias múltiples e integrada por mayorías y minorías sociales que negocian el conflicto entre sus derechos individuales y colectivos. 

De acuerdo con Máiz26, los mecanismos de articulación de la ideología nacionalista, se expresan en la etnicidad que en sus dimensiones relacionales es a la vez cultural y política. Como fenómeno de la modernidad, se sitúa en el terreno de la elaboración mítico- simbólica y de la acción política que poseen como elementos sustanciales la pertenencia a una comunidad homogénea y diferenciada, motivación para la acción política. 

Este recorrido teórico-conceptual argumenta a favor del propósito que orienta nuestro análisis, dirigido a demostrar que la ciudadanía no es simplemente un status legal; es –en esencia– una identidad, una “cultura compartida” manifestada como “…continuidad en el tiempo y diferenciación respecto a los otros, ambos elementos fundamentales de la identidad nacional”27. En efecto, la continuidad queda imbricada en la noción de nación como entidad con raíces históricas significadas en la “unidad nacional”; en tanto que la diferenciación, alude a la pertenencia a una comunidad política dentro de un territorio y una cultura única compartida: un “nosotros” (mismidad) frente a los “otros”(otredad). En este sentido, la ciudadanía ha sido configurada mediante los códigos instituidos por la ideología moderna occidental.

Entramos aquí en un nuevo universo conceptual, pues como institución jurídico-política, la ciudadanía ha ordenado las relaciones de los individuos con el poder del Estado; relaciones que –según Bonilla–28 han definido en el contexto geopolítico el predominio y hegemonía de unas naciones sobre otras, pues ella regula la inclusión o exclusión a los derechos ciudadanos. En este marco, posee una dimensión diferenciadora y ha sido instrumento legitimador de poderes geopolíticos y sociales, al marcar las fronteras entre un nosotros y los otros, al marchar de la mano con el desarrollo del sistema capitalista, los Estados-Nacionales y los desplazamientos de los centros de poder del sistema (por ejemplo desde la hegemonía inglesa vigente durante el siglo XIX hacia la estadounidense a lo largo del siglo XX, aún vigente). La ciudadanía así vista, además de su dimensión ideológica plasmada en las constituciones modernas, también ha sido eje ordenador de las relaciones de poder asimétricas y de desigualdad. Desde esta perspectiva, en los sistemas disciplinarios (educativos, penales, familiares, centros de asistencia social), ha sido eje político en la individualización de los ciudadanos definidos por Foucault29 como las “relaciones de poder que penetran en los cuerpos”.

LA CIUDADANÍA DE LOS DERECHOS 

Otro elemento importante en la impronta política de la ciudadanía, han sido las nacionalidades tal como fueron desarrolladas durante los siglos XVIII y XIX, pues por el principio del derecho, la soberanía es asumida como atributo de la nación y del pueblo y no del príncipe o monarca. Según el fundamento de las nacionalidades, la nación precede a la ciudadanía, pues es en el marco de la comunidad nacional que los derechos pueden ser ejercidos. La ciudadanía queda así limitada al espacio territorial de la nación y la nacionalidad, vale decir, solamente son ciudadanos los nacionales de un determinado país. Esta relación de filiación de sangre entre los miembros de una nación, responde a la visión nacionalista, por la cual quedan excluidos de los derechos de ciudadanía los inmigrantes y extranjeros residentes en cada país. En el ordenamiento jurídico dos polos opuestos de definición de nacionalidad determinan las condiciones de acceso a la ciudadanía: el jus soli y el jus sanguinis. 

Resumiendo a Liszt Vieira30, la ciudadanía ha asumido históricamente varias formas según los diferentes contextos histórico-culturales. Como el derecho a tener derechos, en sus elementos constitutivos, está compuesta por los derechos cívicos y políticos –derechos de primera generación– y por los derechos sociales –derechos de segunda generación. Los derechos civiles que sustentan la concepción liberal, corresponden a los derechos individuales de libertad, igualdad, propiedad, de libre desplazamiento, derecho a la vida, a la seguridad, etc. Los derechos políticos, tienen que ver con la libertad de asociación y de reunión de organización política y sindical, la participación política y electoral, etc. Son también llamados derechos individuales ejercidos colectivamente, y terminaron incorporándose por la tradición liberal. Los derechos de segunda generación, los derechos sociales, económicos o de crédito, fueron conquistados en el siglo XX a partir de las luchas del movimiento obrero y sindical. Se trata del derecho al trabajo, a la salud, a la educación, a la jubilación, en fin, de la garantía de acceso a los medios de vida y al bienestar social. Tales derechos tornan reales los derechos formales. En lo que refiere a la relación entre los derechos de ciudadanía y el Estado, existe una tensión interna entre los diversos derechos que componen el concepto de ciudadano (libertad x igualdad). En tanto los derechos de primera generación, civiles y políticos, exigen para su plena realización de los derechos de segunda generación que demandan una presencia muy fuerte del Estado. Así la tesis actual del Estado neoliberal corresponde a estrategias diferenciadas de los diversos derechos en el concepto de ciudadanía. A finales del siglo XX surgieron los llamados derechos de tercera generación cuyos titulares son, no el individuo, sino los grupos humanos como el pueblo, la nación, colectividades laicas o la propia humanidad. Es el caso del derecho a la autodeterminación de los pueblos, derecho al desarrollo, a la paz, al medio ambiente, etc. En la perspectiva de los nuevos movimientos sociales serán los derechos de tercera generación los relativos a los intereses difusos, como el medio ambiente, el consumidor, así como los derechos de las mujeres, de los niños, de las minorías, de los jóvenes, de los ancianos, etc. Ya se habla hoy de derechos de cuarta generación relativos a la bioética para impedir la destrucción de la vida y regular la creación por la ingeniería genética, de nuevas formas de vida en el laboratorio. 

De otra parte, el concepto clásico de la ciudadanía como posesión de derechos es desarrollado por Marshall31, quien la define como “cultura compartida” en tres dimensiones: la civil, la política y la social desde los derechos universales que comparten todos y cada uno de los miembros de una comunidad nacional. La ciudadanía civil se corresponde con los derechos legales (libertad de expresión y de religión, derecho a la propiedad y a ser juzgado por la ley). La ciudadanía política se refiere a los derechos a participar en el poder político, ya sea como votante o mediante la práctica política activa; y la ciudadanía social se refiere al derecho de gozar de bienestar social y de seguridad económica. Esta acepción –que suele ser denominada pasiva o privada, en tanto remite a derechos sin énfasis en la participación como obligación ciudadana– ha permeado al conjunto del sentido común, ya que su significado tiende a asociarla con derechos y no con responsabilidades32. 

CONSTITUCIONES Y CIUDADANÍAS EN EL CASO VENEZOLANO 

Entre los dispositivos idóneos para disciplinar el espacio social construido, las constituciones han servido para legitimar y consumar los proyectos políticos de las repúblicas modernas. A este respecto, Beatriz González33 afirma que con las constituciones el proyecto modernizador instituyó mundos simbólicos, en el sentido de crear sujetos semejantes, universales, como cuerpos simétricos ajustados a un mismo patrón homogeneizador para delimitar el espacio de lo público de orden jurídico y social. Se configuró el espacio de la nacionalidad e identidad nacional ligada a la tierra, cuyas fronteras imaginarias dibujaban el mapa del poder disciplinario en la vida pública. Por ejemplo, consustanciadas con la tradición patriarcal de orden antiguo, el sujeto masculino fue el único agente de la vida pública (de los asuntos administrativos del Estado, del sufragio, de la moral, de la educación, de los oficios, de los bienes, de la opinión, etc.). Por tanto la ciudadanía recaía en el ciudadano, el senador, el letrado y el padre de familia; en consecuencia, la mujer no era ciudadana, pues la ley no legislaba para ella al ser excluida de los derechos sociales y políticos. 
En Venezuela esta construcción social originada del ideario liberal ilustrado, comenzó a modelarse con las primeras constituciones de 1811 (federativa), 1819 (republicana), de 1821 (grancolombiana) y de 1830 (venezolana). Un estudio reciente apela a este recorrido histórico de los derechos constitucionales en Venezuela para determinar sus efectos en el discurso escolar34. 

Ahora bien, la Constitución Federal para los Estados de Venezuela de 1811, consagraba que la soberanía reside en “los hombres reunidos bajo unas mismas leyes, costumbres y gobierno y se ejercita por medio de sus representantes nombrados”35 poseídos todos de derechos de libertad, igualdad, propiedad y seguridad como base de la felicidad común. Asimismo, la ciudadanía activa se ejercía mediante los derechos civiles que ostentaban los hombres con medios de fortuna. La posesión de propiedades era condición para ser elector y ser elegido en una diputación; esto se extendía a los extranjeros si renunciaban a su ciudadanía de origen, para lo cual solicitaban certificación de naturaleza. 

Con la Constitución de 1819, precedida por el discurso de Bolívar en Angostura del mismo año, a las anteriores condiciones para el ejercicio de la ciudadanía se le incorporaron la residencia en el país y las virtudes públicas; del mismo modo, la ciudadanía activa se adquiría con el alistamiento en las fuerzas patrióticas. Desde 1821, “libertad, utilidad pública y moralidad” sustentaban los principios y valores de un “buen ciudadano”, “buen patriota” y “buen padre”. Para legitimar la comunidad política se privilegiaba la nacionalidad en el sentido civil y social más que militar. 

A partir de la Constitución de 1830 los “soldados-ciudadanos” pasaron a la condición de “simples ciudadanos”, a la vez que continuaban excluidas mujeres y otros sectores sociales que no poseyeran una profesión, oficio o industria de utilidad pública. Este modelo social surgido del orden instituido se mantuvo hasta 1874, cuando el nuevo texto constitucional venezolano determinó que la “libertad, utilidad, propiedad, la libertad religiosa y de enseñanza” eran derechos civiles, más no políticos. El poder público establecía que para los ciudadanos sería gratuita la educación primaria, las artes y oficios. De otra parte, la república moderna tardó mucho tiempo en admitir a la mujer como persona humana. 

Fue con la Constitución de los Estados Unidos de Venezuela (1944, reformada en 1945) cuando el sufragio universal y la ciudadanía se extendieron al conjunto de los miembros de una misma nación y las decisiones locales fueron transferidas a los electores y sus representantes en las instancias de gobierno. A partir de entonces, se incorpora el voto femenino y se legalizan sindicatos, partidos políticos y, en la constitución nacional de 1947, les fueron reconocidos derechos sociales y políticos; además, el sistema político se transforma con la democratización del Estado y se establece que los ciudadanos “útiles y patriotas” estarán al servicio del país. Con la Constitución de la República de Venezuela promulgada en 1961, se consolida la democracia representativa y se garantizan los derechos civiles y sociales (derechos de 1ª y 2ª generación): derecho a la tierra, protección de la familia, derecho a la vivienda, protección a maternidad, derecho a un salario justo, derecho a la seguridad social, entre otros. 

Por su parte, la Constitución Bolivariana de la República de Venezuela (1999), sanciona el principio de soberanía popular como un poder de naturaleza política. Con esa disposición se reemplaza la tradición constitucional del ejercicio de la soberanía mediante la representación de la “democracia del voto” por el principio participativo, al consagrar que la soberanía en el pueblo como agente activo de la política; igualmente, la ciudadanía se ejerce mediante su acción en la ejecución de las políticas públicas en materia social. Esto implica un presupuesto axiológico del espíritu cívico de la democracia participativa para el ejercicio de la soberanía política y social. Asimismo, en cuanto a la condición jurídica de la ciudadanía mediante la nacionalidad, se reitera el Jus soli absoluto por el cual es nacional de un país quien en él nace. Además, de lo establecido en la Constitución de 1961, respecto al Jus sanguinis que establece la ciudadanía venezolana como privativa de los nacionales y sus descendientes nacidos en el exterior. 

Al asumir para el caso venezolano los modelos de nacionalismos descritos por Máiz36, pudiera afirmarse que la noción de ciudadanía representada en el imaginario de la identidad nacional, ha sido vivenciada al interior del nacionalismo culturalista normalizado en los textos constitucionales, según los específicos contextos históricos desde el siglo XIX hasta finales del siglo XX. Con la Constitución de 1999, aun cuando se reafirman los códigos identitarios y valores sociales del nacionalismo culturalista, a nuestro entender, la ciudadanía se asume en el marco del nacionalismo pluralista que inspira los derechos de tercera generación plasmados en la democracia participativa, con reconocimiento de derechos civiles no constreñidos por la nacionalidad y la democracia representativa signada por el voto. 

LAS CIUDADANÍAS EN LA SOCIEDAD GLOBAL 

No en balde frente a todas estas complejidades y las nuevas realidades que se expresan con la globalización de la cultura, los emergentes escenarios plantean este debate como un problema ético, histórico, político y sociocultural. En el marco del Estado neoliberal y la correlativa cultura tecnológica, se impone el concepto de ciudadano del mundo, de ciudadanía planetaria; visión que ha obrado con fuerza entre quienes sostienen la necesidad de una conciencia y ciudadanía planetaria37. En correspondencia con este propósito, también en el II Foro Mundial de Educación38 la Declaración sustentada en la “Carta por la Educación Pública para Todos”, estableció que la transformación política, económica y cultural de la sociedad sólo será posible con la Escuela Ciudadana, para lo cual se elaborará una Plataforma Mundial de Educación con principios y directrices, metas y objetivos, estrategias de ejecución y de potenciación de recursos para orientar políticas, planes, programas y proyectos educativos “en todos los niveles de enseñanza para todos los pueblos de la Tierra”. A nuestro entender, ambas obras y estos acuerdos en materia educativa, orientan sus propósitos hacia la construcción de una visión planetaria para desanclar las fronteras nacionales afincadas en la tierra donde se nace y fijarlos en la patria global. 

Al margen del status jurídico determinado por las constituciones nacionales o de los sentidos identitarios que han asumido históricamente las nociones occidentales de ciudadanía, con los movimientos sociales contemporáneos como afrenta al poder político y económico del Estado en el contexto del mercado occidental neoliberal, también ha surgido un nuevo concepto de ciudadanía sin la intermediación del Estado. De este modo, concepciones democráticas recientes procuran disociar la ciudadanía de la nacionalidad, con una dimensión jurídica y política de protección transnacional encarnada en los derechos humanos. Así, la noción de ciudadanía imbricada con la nacionalidad, pareciera disminuir su fuerza con nuevas identidades expresadas en movimientos antiglobalización39 de motivaciones étnicas, políticas, económicas, sociales, ambientalistas, ecologistas y feministas, entre otras; también los religiosos fundamentalistas, las organizaciones no gubernamentales, asociaciones vecinales, con propias o ajenas maneras de vivenciar sus prácticas. 

En su sentido valorativo sostenemos con Elizalde y Donoso40, que la cultura ciudadana emerge de la existencia colectiva, del existir con otros, del convivir, del vivir con, del participar, del hacerse parte de, que es la única forma posible de existencia humana. Es en ella donde se hace posible la condición ciudadana, la satisfacción de las necesidades humanas fundamentales, el despliegue y ejercicio de los derechos inherentes a las personas y también de los deberes que surgen del existir social, del reconocimiento de la alteridad u otredad que enriquece la individualidad y a la vez hace posible y singulariza a cada ser humano, a cada persona. Los derechos humanos que la sustentan deben conformar un cuerpo normativo orientado a una moral y una ética de compromiso social. 

Por consiguiente, la ciudadanía de derechos inspirada en los valores universales surgidos con la razón ilustrada y consagrada en los preceptos constitucionales desde el siglo XIX, en sociedades democráticas inclusivas se asume desde el carácter ético, protagónico, humano y participativo de los derechos ciudadanos. Si bien es un atributo social formalizado y normalizado, es también una práctica social que confiere poder a quien posee la titularidad de la soberanía, mediante el libre ejercicio de los derechos civiles, políticos, económicos, sociales, bioéticos, educativos, culturales, de los pueblos indígenas y ambientales. 

El reconocimiento y ejercicio democrático de estos derechos, instituye nuestra apuesta por una ciudadanía inclusiva que fomente la autoorganización de los diferentes movimientos sociales y se afirme en la tolerancia frente a la pluralidad, la diversidad y la diferencia en condiciones igualitarias. De este modo, una ciudadanía social inclusiva se posibilita con la voluntad política que propenda al respeto irrestricto a la vida y a la dignidad humana, la tolerancia, la no-discriminación, la valoración del pluralismo, la interculturalidad, la diversidad y la diferencia, para construir una sociedad democrática humanizadora sustentada en la equidad, solidaridad y corresponsabilidad. 


Bibliografia General:

1. Castoriadis C (1975). L’institution imaginaire de la société. París, Seuil, 205.        [ Links ]

2. Sahlins M (1997). Cultura y razón práctica. Barcelona, Gedisa, 141.        [ Links ]

3. Aquin N, Acevedo P & Rotonda G: La sociedad civil y la construcción de ciudadanía. En: http://www.consultoriainstitucional.8m.com/.        [ Links ]

4. Guerra F-X (1999). El soberano y su reino. En: Sábato H (Comp.). Ciudadanía política y formación de las naciones. Perspectivas históricas de América Latina, México, F. C. E., 41-42.        [ Links ]

5. García Godoy MT (1998). Las Cortes de Cádiz y América. El primer vocabulario liberal español y mejicano (1810-1814). Sevilla, Diputación de Sevilla, 327-329.        [ Links ]

6. Mina MC (2001). Ciudadanía y nacionalismo. En: Osés JM (Director). 10 palabras clave sobre El Nacionalismo. Navarra, Editorial Verbo Divino, 75.        [ Links ]

7. Guerra F-X (2000). De la política antigua a la política moderna: invenciones, permanencias, hibridaciones. 19th. International Congress of Historical Sciences, University of Oslo, Specialised theme 17: Modernity and tradition in Latin America, 6-13 August,4-8.        [ Links ]

8. Viroli M (1997).  Por amor a la patria. Madrid, Acento Editorial, 101 ss.        [ Links ]

9. Quijada M  (2003). ¿Qué nación? Dinámicas y dicotomías de la nación en el imaginario hispanoamericano. En: Aninino A & Guerra  F-X(coords.). Inventando la nación. Iberoamérica. Siglo XIX. México. F.C.E., 291 ss.        [ Links ]

10. Hardt M & Negri A (2003). Imperio, Barcelona, Paidós, 94-95.        [ Links ]

11. Arnal M Mariano: Las cosas y sus nombres nomina rerum. Civismo. En http://www.elalmanaque. com/marnal/lex36.htm.        [ Links ]

12. Smith A (2000). Nacionalismo y Modernidad. Madrid, Ediciones Istmo, 219.        [ Links ]

13.Habermas J (1996). The European Nation-Statels Achievements and Its Limits. On the Past and Present of Sovereignty and Citizenship. En: Balakrishan (comp.). Mapping the Nation. 1996, 287-289. Citado en Palti E (2003). La nación como problema. Los historiadores y la “cuestión nacional. Buenos Aires, FCE, 98 ss.        [ Links ]

14. Quijano A (2000). Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina. En: Lander E (comp.): La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas, Caracas, FACES/UCV/UNESCO.        [ Links ]

15. Colomines I Companis A (2001). Tradición y modernidad en la cultura del catalanismo. Historia Social, n° 40, 100.        [ Links ]

16. Bonfil Batalla G (1992). Identidad y pluralismo cultural en América Latina. Buenos Aires, Fondo Editorial del CEHASS/ Editorial Universidad de Puerto Rico, 147.        [ Links ]

17. Maíz R (2002). Las ideologías políticas contemporáneas: funcionalidad, estructura y tipología. En: De Mellón d JA: Las ideas políticas en el siglo XXI. Barcelona, Ariel, 137-142.        [ Links ]

18. Guibernau M (1998). Los nacionalismos. Barcelona, Ariel, Ciencia Política, 
85.        [ Links ]

19. Bonilla M (2004). La construcción de la imagen y el estatuto de inmigrante- indocumentado en la España de la época de la globalización. En: Daniel Mato (coord.): Políticas de ciudadanía y sociedad civil en tiempos de globalización, Caracas, FACES, Universidad Central de Venezuela, 222 ss.        [ Links ]

20. Foucault M (1992). Microfísica del poder. 3ª Edic., Madrid, La Piqueta.        [ Links ]

21. Vieira L: Ciudadanía y control social. En: http://www.unpan1.un.org/intradoc/ groups/public/documents/clad/unpan000170.pdf        [ Links ]

22. Marshall HT(1950). Citizenship and Social Class and Other Essays. Cambridge, Cambridge University Press, 1-85.        [ Links ]

23. González Stepan B (comp.) (1996). Economías fundacionales: diseño del cuerpo ciudadano. En: Cultura y Tercer Mundo. 2. Nuevas identidades y ciudadanías. Caracas, Colección Nubes y Tierra, Nueva Sociedad, 27-31.        [ Links ]

24. González Stepan B (1994). Modernización y disciplinamiento. La formación del ciudadano: del espacio público y privado. En: Esplendores y miserias del siglo XIX. Cultura y sociedad en América Latina. Caracas, Monte Ávila.         [ Links ]

25. Graterol Villegas A (2003). La ciudadanía en el discurso escolar del nivel de Educación Básica. Tesis de Doctorado en Ciencias Humanas (Inédita), Facultad de Humanidades y Educación, Universidad del Zulia, Maracaibo.        [ Links ]

26. Constituciones de Venezuela. En: 

http://www.cervantesvirtual.com/portal/constituciones.        [ Links ]

27. Morin E & Kern A-B (1993): Tierra-Patria. Barcelona, Editorial Kairós.        [ Links ]

28. Foro Mundial de Educación. Declaración de Porto Alegre. Enero 22 de 2003. En: http://www.stecyl.es/foro_mundial.htm.        [ Links ]

29. Pastor J (2001). Los movimientos antiglobalización neoliberal. VII Congreso Español de Sociología. Grupo de Trabajo 27: Movimientos sociales y acción colectiva, Salamanca, septiembre. En: http://www.nodo50.org/mrg-torrent/pres.htm.        [ Links ]
30. Elizade A & Donoso P: Formación en cultura ciudadana. En: http://www.reduc.cl/congreso/pon.38/pdf.        [ Links ]

Notas


1. CASTORIADIS, Cornelius (1975): L’institution imaginaire de la société. París, Seuil, p. 205. 

2. SAHLINS, Marshall (1997): Cultura y razón práctica, Barcelona, Gedisa, p. 141. 

3. AQUIN, Nora, ACEVEDO, Patricia y ROTONDA, Gabriela: “La sociedad civil y la construcción de ciudadanía”, en: http://www.consultoriainstitucional.8m.com/. 

4. En su primera edición de 1737, el Diccionario de la Academia Española define ciudadano como “…El vecino de una Ciudad que goza de sus privilegios y está obligado a sus cargas, no relevándose de ellas alguna particular exención”. 

5. GUERRA, François-Xavier (1999): “El soberano y su reino”, en: Hilda SÁBATO (Comp.): Ciudadanía política y formación de las naciones. Perspectivas históricas de América Latina, México, F. C. E., pp. 41-42. 

6. GARCÍA GODOY, María Teresa (1998): Las Cortes de Cádiz y América. El primer vocabulario liberal español y mejicano (1810-1814), Sevilla, Diputación de Sevilla, pp. 327-329. 

7. MINA, María Cruz (2001): “Ciudadanía y nacionalismo”, en: Jesús María OSÉS (Director): 10 palabras clave sobre El Nacionalismo, Navarra, Editorial Verbo Divino, p. 75. 

8. GUERRA, François-Xavier (2000): “De la política antigua a la política moderna: invenciones, permanencias, hibridaciones”, 19th. International Congress of Historical Sciences, University of Oslo, Specialised theme 17: Modernity and tradition in Latin America, 6-13 August, pp. 4-8. 

9. El territorio de las Españas en ambos hemisferios queda delimitado en el Artículo 10 de la Constitución: El territorio español comprende en la Península con sus posesiones e islas adyacentes: Aragón, Asturias, Castilla la Vieja, Castilla la Nueva, Cataluña, Córdoba, Extremadura, Galicia, Granada, Jaén, León, Molina, Murcia, Navarra, Provincias Vascongadas, Sevilla y Valencia, las islas Baleares y las Canarias con las demás posesiones de África. En la América septentrional: Nueva España con la Nueva-Galicia y península de Yucatán, Guatemala, provincias internas de Oriente, provincias internas de Occidente, isla de Cuba con las dos Floridas, la parte española de la isla de Santo Domingo y la isla de Puerto Rico con las demás adyacentes a éstas y al continente en uno y otro mar. En la América meridional, la Nueva Granada, Venezuela, el Perú, Chile, provincias del Río de la Plata, y todas las islas adyacentes en el mar Pacífico y en el Atlántico. En el Asia, las islas Filipinas, y las que dependen de su gobierno. “Constitución de Cádiz 18 de marzo de 1812” en http://www.goico.net/legis/cons/1812cons02.htm.  


10. GUERRA, François-Xavier (1999): “El soberano…”, ed. cit., p. 44. 

11. VIROLI, Mauricio (1997): Por amor a la patria, Madrid, Acento Editorial, p. 101 ss. 

12. QUIJADA, Mónica (2003): “¿Qué nación? Dinámicas y dicotomías de la nación en el imaginario hispanoamericano”, en: Antonio ANNINO, Antonio y François-Xavier GUERRA (coords.): Inventando la nación. Iberoamérica. Siglo XIX, México. F.C.E., p. 291 ss. 

13. HARDT, Michael y NEGRI, Antonio (2003): Imperio, Barcelona, Paidós, pp.94-95.  

14. Citado en ARNAL, Mariano. “Las cosas y sus nombres nomina rerum. Civismo” en http://www.elalmanaque.com/marnal/lex36.htm. 

15. El Diccionario de la Lengua Española define Ciudadano como el natural o vecino de una ciudad; Patria: Nación propia con la suma de cosas materiales e inmateriales, pasadas, presentes y futuras que cautivan la amorosa adhesión de los patriotas. Lugar, nación o país en que se ha nacido; Patriota: Persona que tiene amor a su patria y procura todo su bien; Nación: Conjunto de habitantes de un país regido por el mismo gobierno. Territorio de ese mismo país. Conjunto de personas de un mismo origen étnico y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común. 

16. ARNAL, Mariano: “Las cosas y sus nombres…”, ed. cit. 

17. Ibidem. 

18. Citado en VIROLLI, Mauricio (1997): Por amor…, ed. cit., pp. 149-150. 

19. SMITH, Anthony (2000): Nacionalismo y Modernidad, Madrid, Ediciones Istmo, p. 219. 

20. MINA, María Cruz (2001): “Ciudadanía…”, ed. cit., pp. 70-72. 

21. HABERMAS, Jürgen (1996):“The European Nation-Statels Achievements and Its Limits. On the Past and Present of Sovereignty and Citizenship”, en: BALAKRISHNAN (comp.). Mapping the Nation, 1996, pp.287-289. Citado en PALTI, Elías (2003): La nación como problema. Los historiadores y la “cuestión nacional”, Buenos Aires, FCE., p.98 ss. 

22. Cf. QUIJANO, Anibal (2000): “Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina”, en: Edgardo LANDER (comp.): La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas, Caracas, FACES/UCV/UNESCO. 

23. COLOMINES I COMPANYS, Agustí (2001): “Tradición y modernidad en la cultura del catalanismo”, Historia Social, N° 40, p. 100. 

24. BONFIL BATALLA, Guillermo (1992): Identidad y pluralismo cultural en América Latina, Buenos Aires, Fondo Editorial del CEHASS/ Editorial Universidad de Puerto Rico, p. 147. 

25. MÁIZ, Ramón (2002): “Las ideologías políticas contemporáneas: funcionalidad, estructura y tipología”, en: Joan Antón de MELLÓN: Las ideas políticas en el siglo XXI, Barcelona, Ariel, pp. 137-142. 

26. Ibidem, pp. 131-132. 

27. GUIBERNAU, Monserrat (1998): Los nacionalismos, Barcelona, Ariel, Ciencia Política, p. 85. 

28. BONILLA U, Marcelo (2004): “La construcción de la imagen y el estatuto de inmigrante- indocumentado en la España de la época de la globalización”, en: Daniel Mato (coord.): Políticas de ciudadanía y sociedad civil en tiempos de globalización, Caracas, FACES, Universidad Central de Venezuela, pp. 222 ss. 

29. Cf. FOUCAULT, Michel (1992): Microfísica del poder, 3ª Edic., Madrid, La Piqueta, 

30. VIEIRA, Liszt: “Ciudadanía y control social”, en: 
http://www.unpan1.un.org/intradoc/groups/public/documents/clad/unpan000170.pdf 

31. Cf. MARSHALL, Humphrey T (1950): Citizenship and Social Class and Other Essays, Cambridge, Cambridge University Press, pp.1-85. 

32. AQUÍN, Nora; ACEVEDO, Patricia y ROTONDA, Gabriela: “La sociedad civil y la construcción de ciudadanía”, ed. cit., en: http. 

33. GONZÁLEZ STEPAN, Beatriz (comp.) (1996): “Economías fundacionales: diseño del cuerpo ciudadano”, en: Cultura y Tercer Mundo. 2. Nuevas identidades y ciudadanías, Caracas, Colección Nubes y Tierra, Nueva Sociedad, pp. 27-31. Véase también de GONZÁLEZ STEPAN, Beatriz (1994): “Modernización y disciplinamiento. La formación del ciudadano: del espacio público y privado”, en: Esplendores y miserias del siglo XIX. Cultura y sociedad en América Latina, Caracas, Monte Ávila. 

34. Cf. GRATEROL VILLEGAS, Aura (2003): La ciudadanía en el discurso escolar del nivel de Educación Básica. Tesis de Doctorado en Ciencias Humanas (Inédita), Facultad de Humanidades y Educación, Universidad del Zulia, 

35. En su Art. 26 establece: “Todos hombre libre tendrá derecho de sufragio en las Congregaciones Parroquiales, si a esta calidad añade la de ser Ciudadano de Venezuela, residente en la Parroquia ó Pueblo donde sufraga si fuere mayor de veintiún años, siendo soltero, ó menor siendo casado,…y si poseyere un caudal libre del valor de seiscientos pesos en la Capitales de Provincia siendo soltero, y de cuatrocientos siendo casado, aunque pertenezcan a la mujer, o de cuatrocientos siendo en las demás poblaciones en el primer caso y doscientos en el segundo; o si tuviere grado, ú aprobación pública en una ciencia, o arte liberal, o mecánica; o si fuere propietario, o arrendador de tierras, para sementeras, o ganado con tal que sus productos sean los asignados para los respectivos casos de soltero o casado”. Cf. Constituciones de Venezuela, en: 

http://www.cervantesvirtual.com/portal/constituciones. Todas las referencias sobre ellas han sido tomadas de esta fuente. 

36. MÁIZ, Ramón (2002): “Las ideologías políticas…”, ed. cit., pp. 137-142. 
37. Un ejemplo de ello es la obra de Edgar MORIN y Anne-Brigitte KERN (1993): Tierra-Patria, Barcelona, Editorial Kairós. 

38. “Foro Mundial de Educación. Declaración de Porto Alegre”, enero 22 de 2003, en: http://www.stecyl.es/ foro_mundial.htm. 

39. Si bien no hay acuerdo unánime sobre la aparición estos movimientos, existe consenso pata situar sus comienzos al despuntar la década de los años noventa con la revuelta neozapatista de Chiapas en 1994 y, sobre todo, debido a su impacto global con la llamada "batalla de Seattle" en noviembre de 1999. No obstante, su emergencia pública casi generalizada no sería comprensible sin el proceso paralelo de acciones que se iniciaron en la década anterior, especialmente a través de las sucesivas denuncias y revueltas frailea las políticas de "ajuste estructural" dictadas por el FMI en el Sur, las protestas contra el proceso de "relocalizacion" de las empresas-red de las multinacionales (a través, sobre todo, de las llamadas "Zonas de Procesamiento para las Exportaciones" en países periféricos) y contra su política de "imagen" basada en una cultura consumista y privatizadora de los espacios públicos en el Norte, o ante el creciente deterioro ecológico del planeta.

 Tal como se expresó en la Cumbre Alternativa de Río de 1992. Jaime PASTOR (2001): "Los movimientos antiglobalización neoliberal". VII Congreso Español de Sociología. Grupo de Trabajo 27: Movimientos sociales y acción colectiva. Salamanca, septiembre, en: http://wivw.nodo50.org/mrg-torrent/pres.htm.

40. ELIZALDE, Antonio y DONOSO, Patricio: "Formación en cultura ciudadana", en: /www.reduc.cl/congreso/pon.38/pdf.

Belín VÁZQUEZ


Centro de Estudios Históricos, Universidad del Zulia. Maracaibo. Venezuela.


Ve Scielo



G miradas Multiples


11 de Noviembre del 2019

No hay comentarios:

Publicar un comentario