En
estos días se me atascaron de nuevo las palabras. Se quedaron inmovilizadas en
el teclado. Se hicieron nudo. Me quedé en silencio. Arrinconado donde no había
alfabeto posible. Y no pude entregar mi artículo semanal. Ni siquiera logré
excusarme. Seguí durante días enteros con los ojos pegados a la viscosa
realidad de mi país. Permanecí, encandilado de horror, viendo los testimonios
de hambre y padecimiento que se amplifican en cada rincón de mi pobre país
petrolero. Es demasiado. Sobrepasa. Es algo que ofusca la capacidad de
análisis. Uno ve a hombres hechos y derechos, remangados de tanto vivir, con
los ojos en súplica, con la voz hecha puro sollozo, porque tienen tanta hambre
que están aterrados, porque les da vergüenza no poder alimentar con un mínimo
de pan y decencia a sus hijos. Eso aniquila. Estremece.
Las
historias son excesivas. Como sacadas de un país en guerra. Parecemos un
territorio bombardeado, con la comida convertida en humo y sin la más simple
medicina. ¿Cuántas veces hay que decirlo?
Asombra
la historia de María del Carmen, una niña de 6 años que reside en Maracaibo y
su cota de desnutrición es tal que a la familia le asusta cargarla porque
sienten que se les va a quebrar en los brazos. Aturde la cantidad de niños que
siguen muriendo por comer yuca amarga, porque no hay más nada, solo ese borde
que es la desesperación de sus padres.
Conmueve
la historia de José, el humilde autobusero que se desvaneció llevando a su
pequeño hijo al colegio, porque tenía ya dos días masticando solo aire. Y a mi
se me quedó la mirada en su hijo, que le abrazaba una rodilla como consuelo,
que no sabe de ideologías, que tiene tan poco tiempo en el mundo y quizás ya
supone que así es la vida: un padre sollozando a ras del suelo. Estremece la
historia del hombre que va a pie a Colombia para comprarle una urna a su
sobrina, porque la inflación decreta que no hay dinero que pague el entierro de
los pobres en nuestro pobre país petrolero. Son demasiadas historias.
Demasiadas.
Ahora
quienes protestan no son las organizaciones políticas, ni los estudiantes, ni
la clase media, ni los sindicatos, choferes, profesores o la abrumadora
sociedad civil. Ahora protesta la capa más frágil de la sociedad: los enfermos.
Los que padecen cáncer, los trasplantados de órganos, los que tienen VIH,
paludismo, difteria, tuberculosis, lupus, los enfermos renales y los miles y
miles que dependen de una minúscula pastilla para tener a raya la peligrosa
hipertensión.
Son más
de 300 mil personas con el susto de la muerte en la esquina más cercana. Se les
ve clamando por sus remedios, braceando por ayuda en una cuenta regresiva
letal, exasperados, colapsando frente a las cámaras. La escandalosa cifra dice
que la desnutrición afecta ya a 1.3 millones de personas. El país se está
volviendo un costillar. Y nada, nada de ese hilo agónico de tantos seres
humanos conmueve a los líderes de la revolución. Muchos de esos enfermos
votaron por Chávez, creyeron en su promesa de redención social y su estribillo
de salvador de los desposeídos. Pero la dictadura solo les ha devuelto su
indiferencia. Lo que está pasando es moralmente inhumano. Inaceptable. Es una
suerte de homicidio culposo masivo.
Y a eso
se suman las historias, ya multitudinarias, inacabables, de venezolanos
diseminados en las calles de los países vecinos, convertidos en vendedores
ambulantes de cualquier cosa, agredidos y humillados por el dardo de la
xenofobia. ¡Son tantos los testimonios! Están en todas partes. Es imposible no
verlos. Confieso que nunca había visto a tanta gente triste. A desconocidos,
amigos, vecinos, gente de cualquier edad. A mi propio rostro. Se nos ha vuelto
una epidemia la tristeza. Hoy somos un rudo coctel de crisis, abatimiento,
desesperanza, bochorno, duelo, hambre, exilio y pena. No ha quedado piedra
sana. A todo el mundo se le desbarató la vida.
Y yo no
entiendo. No entiendo una ideología que contenga tanta indolencia en su
premisa. No entiendo, incluso si convenimos en que a Venezuela la gobierna una
mafia criminal. Hasta el mayor de los delincuentes se conmueve ante un niño
agonizando. ¿No hay en esos “camaradas” del poder ni un síntoma de humanidad?
¿No observa -por ejemplo- la llamada primera combatiente, lo que está pasando
en el país que gobierna su marido? ¿No le muestra, luego de refocilarse con la
televisión española que tanto disfrutan, alguno de los cientos de videos que
pueblan las redes? ¿No ha visto el terror de los enfermos renales rogando por la
urgencia de una diálisis que les salve la vida? ¿No han advertido a la gente
escapando en estampida por las fronteras?¿No hay un mínimo estremecimiento en
su alma femenina? ¿Tampoco lo han notado las esposas, madres o hijas de los
otros paladines de la dictadura? ¿No lo conversan en sus habitaciones? ¿No se
les ocurre pensar que quizás no lo están haciendo bien? ¿No vale la pena
claudicar en algo para salvar tantas vidas? ¿Dirán que a fin de cuentas cada
persona que muere o huye es otro escuálido menos? ¿De qué tamaño es la venda
que los ciega? ¿Así de sórdido es su linaje? ¿Es tan cruel la fascinación por
el poder?
Muchos
dirán que ninguno de los seres humanos que hoy conforman el círculo de poder en
Venezuela posee sensibilidad alguna. Que esta hambruna y esta mortandad es por
diseño. Que la estrategia es justamente la sumisión colectiva. A veces quisiera
pensar que en algún recóndito lugar de sus emociones debe sacudirse algo. Pero
el curso de los hechos nos hace desalojar cualquier esperanza en ese sentido.
Estamos
ante un régimen desalmado. Es decir, sin alma. Su victoria es la tristeza de
millones de almas. Se han convertido en los dueños de una tierra arrasada. No
importa la sangre vertida. Ni cuántas cruces hay ya en los cementerios. No
importa tanta oscuridad. Ni esa larga pena que somos.
Patria
o muerte, dijeron. Y perdió la patria.
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