Ponencia del Simposio Córdoba 100 años después.
Seccional de Profesores Jubilados - APULA
1918 es un año emblemático para la universidad latinoamericana. Ese año, en Córdoba, Argentina, un puñado de estudiantes se propuso transformar la universidad decimonónica y creyente para convertirla en una de carácter democrático y científico. El Manifiesto Liminar de la Federación Universitaria de Córdoba, mejor conocido como El Grito de Córdoba, resquebrajó los cimientos de la universidad del siglo XIX y sentó las bases para el surgimiento en la región de la universidad moderna y librepensadora.
Ese grito hizo muy pronto eco en el resto de América Latina. Cien años después, las paredes universitarias reproducen las consignas que surgieron en Córdoba. El de “La universidad está en crisis y hay que cambiarla”, quizás sea la más reproducida. Hoy intentaré reflexionar sobre esta consigna porque considero que su abusivo uso le ha quitado la fuerza que se le imprimió hace exactamente 100 años allá en tierras australes.
Ese grito hizo muy pronto eco en el resto de América Latina. Cien años después, las paredes universitarias reproducen las consignas que surgieron en Córdoba. El de “La universidad está en crisis y hay que cambiarla”, quizás sea la más reproducida. Hoy intentaré reflexionar sobre esta consigna porque considero que su abusivo uso le ha quitado la fuerza que se le imprimió hace exactamente 100 años allá en tierras australes.
Cuando se discute sobre la dinámica universitaria, es muy común que se utilice como primer elemento de diagnostico, la expresión “crisis”. Si damos una vista panorámica a las universidades de nuestro continente, deberíamos concluir que la crisis en estas casas de estudio, sobre todo las de corte pública, se ha mantenido desde casi el comienzo de los tiempos.
La mayoría de las veces se utiliza la palabra CRISIS para caracterizar cualquier situación administrativamente irregular, organizacionalmente anómala o simplemente ineficiencias puntuales que, con algunos recursos extras o con mayor eficiencia en la gestión, se podrían fácilmente subsanar.
Si bien es cierto que no todo problema supone una crisis, aunque es de perogrullo que toda crisis supone un problema, no es menos cierto que se ha anclado el término en el discurso de los universitarios de América Latina. Cuando se ha tratado de calificar cualquier situación disruptiva que altera la cotidianidad de la universidad, se ha recurrido al término CRISIS asociándolo siempre a la necesidad de cambios profundos en la universidad.
Así, se ha utilizado y se sigue utilizando este término como bandera para plantearse la necesidad de realizar cambios tendientes a estremecer los cimientos que han soportado durante cientos de años la arquitectura de estas casas de estudio.
Ahora bien este discurso apocalíptico por lo general termina apuntando hacia aspectos mucho más trascendentes que las causas que generan la “supuesta crisis”. Así una situación de descontento derivada por un cierre temporal del comedor universitario debido a la falta de presupuesto, puede derivar en movimientos que exigen la inmediata renovación de las estructuras académicas de la universidad. Al final, se impone un discurso que coloca en la discusión aspectos sustantivos de la vida académica, pero generado por asuntos reivindicativos puntuales.
Esto no quiere decir que esas situaciones que cada cierto tiempo estremecen la tranquilidad de la universidad, no deba ameritar la atención de la comunidad universitaria, por el contrario estos aspectos que obstaculizan el buen funcionamiento de la institución, deberían estar de manera permanente en la mesa de discusión. Pero ese no es el asunto que nos convoca a este escenario de reflexión. Nuestra preocupación gira en torno al punto de partida, no al punto de llegada, es decir, en torno al contexto que ha servido con mucha frecuencia de detonante para debatir sobre la universidad, su naturaleza, misión y necesidad de reacomodo a los tiempos de la globalización, la sociedad del conocimiento, la superación de las disciplinas y las nuevas maneras de acceder a sus aulas desde cualquier parte del globo terráqueo a través de las nuevas tecnologías.
Cuando aludimos al punto de partida, apuntamos hacia aquéllas situaciones problemáticas que son muy comunes en las universidades autónomas como organizaciones complejas. Nos referimos a universidades cuyas autoridades son electas por el Claustro y no impuestas por el gobierno de turno, con estructuras de gobierno y cogobierno con importante participación estudiantil, que dependen del presupuesto público y con esquemas tradicionales o casi medievales de organización académica.
En las instituciones con estas características es muy común la existencia de un permanente ambiente de beligerancia, de discusión interna y de pensamiento crítico que se ha traducido, en casi todos los países, a lo externo, en relaciones de permanente tensión con las autoridades nacionales; y, a lo interno, en una continuada confrontación de ideas que buscan enriquecer currículos académicos cuyos contenidos generalmente se encuentran desfasados de los conocimientos punta en cada una de las disciplinas. Este es, palabras más palabras menos, el panorama de las grandes universidades públicas y autónomas en América Latina.
En estos ambientes donde fecundan las ideas transformadoras y de permanente crítica al establishmentexterno e interno, es muy proclive que se tienda a ver una “crisis de existencia de la universidad”, allí donde solo hay problemas de deficiente gestión, de erráticas políticas institucionales, de inercia curricular o de insuficiencias presupuestarias. Como apuntábamos más arriba, muchas de estas dificultades académico-administrativas suelen derivar en cuestionamientos a las bases mismas de la institución, que luego se disipan en el tiempo, una vez superados los problemas coyunturales de funcionamiento que sirvieron para levantar las banderas del “necesario repensamiento de la universidad”.
Así entonces, resuelto el punto de partida de la supuesta crisis, se aleja y difumina lo que se pretendió como punto de llegada, es decir la transformación profunda de la universidad.
La historia ha enseñado que para reiniciar otro ciclo de discusiones trascendentales sobre el futuro de una institución, habrá que esperar a que se presenten nuevas situaciones como el cierre del comedor para los estudiantes, los retardos en el envío de la correspondencia, el colapso de los estacionamientos, de los o la impuntualidad en el pago de la Beca. Siguiendo el guión aquí expuesto, la universidad vivirá una nueva crisis existencial en la medida en que afloren los problemas cotidianos que aquejan a toda institución en cualquier parte del mundo.
Lo anterior puede sonar algo cínico o exagerado, pero consideramos necesario llamar la atención sobre esto. Es perentorio diferenciar a las crisis coyunturales que devienen cada cierto tiempo en todas las instituciones, con independencia de la actividad que desarrollen, de las crisis estructurales que si ponen en entredicho la naturaleza y razón de ser de las mismas.
Las crisis coyunturales tienden a ser temporales, no ponen en peligro la sobrevivencia de la institución y mucho menos su naturaleza, y tienden a superarse una vez que se superen total o parcialmente las causas que las provocan.
Las crisis estructurales, por el contrario, son sistémicas, es decir, hacen metástasis silenciosa en el entramado institucional y producen la pérdida de eficacia de la institución o la desnaturalización de su razón de existir. En estos casos, la institución termina perdiendo el rumbo que se trazó como misión.
Ahora bien, es cierto que los problemas que entorpecen el buen funcionamiento de la universidad pueden generar crisis coyunturales que se superarán una vez superados o minimizadas las causas que los ocasionan. Es muy común que en nuestras más altas casas de estudio se organicen protestas, huelgas de brazos caídos y hasta paros indefinidos por el agravamiento de los problemas o por la negligencia de las autoridades en proceder a su solución definitiva o parcial. Pero estas situaciones, por muy prolongadas o críticas que sean, no pueden ser el justificativo para alertar sobre “una profunda crisis de la universidad que amerita una transformación de sus bases y fundamentos”. Son consignas estridentes y exageradas que en el mayor de los casos, buscan crear ambientes de resistencia contra los grupos de poder que transitoriamente están al frente de la universidad. Son estrategias válidas de la lucha política universitaria, pero que no llegan a tocar las grietas y fisuras que desdibujan o desdibujarían, la estructura de la universidad librepensadora y autónoma.
Según Morín (1976) las crisis sistémicas o estructurales son aquéllas que suponen la desregulación de los elementos definitorios y sustantivos del sistema. Vale decir, aquellos que ponen en peligro su existencia, bien destruyéndolo o bien convirtiéndolo en algo totalmente diferente a su naturaleza originaria.
Es cierto que pueden coexistir en nuestras universidades problemas puntuales, o conjunto de problemas que generen situaciones de crisis coyunturales con situaciones generadoras de crisis estructurales. Estas últimas, no suelen ser tan evidentes como las primeras, pero son mucho más peligrosas.
En esa misma lógica, puede haber universidades con crisis coyunturales periódicas sin que presenten síntomas que revelen alguna crisis de carácter estructural. Y esto es posible porque si bien en determinados momentos algún elemento del sistema sufre alteraciones, el resto de los elementos permanecen inalterables e inclusive pueden regular el elemento anómalo hasta ajustarlo de manera armónica a la totalidad del sistema. Un ejemplo de esto último se presenta cuando en una situación de elevada tensión por el alto índice de repitientes en una asignatura, la cátedra interviene para evaluar lo que está pasando y hacer los correctivos necesarios; o cuando se presentan situaciones conflictivas por el cierre de algún servicio estudiantil debido a la falta de presupuesto, las autoridades intervienen aportando los recursos necesarios o diligenciándolos como créditos adicionales ante los organismos competentes.
Evidentemente que hay que atender a ambos tipos de crisis, pero con la conciencia de que tienen efectos diferentes. Por supuesto,es pertinente advertir que las crisis coyunturales cuando se convierten en permanentes, pueden socavar a la institución al entrabarle el cabal cumplimiento de sus objetivos. Es por ello que hay que evitar que se anclen y se asimilen como elementos naturales de la dinámica institucional. Nos referimos a aquellas anomalías que por efectos del tiempo comienzan a asumirse como parte de la cotidianidad institucional. Asomaremos varios ejemplos de prácticas que se implementaron en un momento dado debido a una coyuntura particular y transitoria y que luego se asumieron como “prácticas institucionalizadas” o “derechos adquiridos”: es el caso de la sustitución de las prácticas de campo por la explicación de las clases a través de láminas debido a la falta de transporte; o los reiterados índices de inasistencias por parte de los profesores; o la reducción del horario nocturno por la inseguridad de la zona; o que no se exija a los profesores las investigaciones y los grados académicos para ascender en el escalafón universitario; o la disminución de los programas de bienestar estudiantil por los recortes presupuestarios. Si estas irregularidades se “anclan” como prácticas reiteradas aún cuando se resuelvan las situaciones que las provocan, irá disminuyendo la calidad del servicio educativo que se presta, por lo que a su vez disminuiría la vocación por el cuido de la calidad académica, cuestión consustancial al ethos de las universidades. Estas situaciones podrían devenir con el tiempo en una crisis estructural.
Pero pongamos énfasis en aquellas situaciones que podrían definirse como la evidencia de una crisis estructural o sistémica en las universidades.
Referíamos, parafraseando a Edgar Morín, que este tipo de crisis se presenta cuando se advierten situaciones que distorsionan el funcionamiento de algunos de los elementos que conforman el sistema, obstaculizando el funcionamiento armónico del todo. En estos casos no operan los mecanismos de autorregulación porque el elemento anómalo adquirió una identidad diferente y contraria a la asignada originalmente desvirtuando la función que se le asignó en su creación.
Veamos un ejemplo: Una universidad autónoma fundamenta su práctica académica en la libertad de cátedra, razón por la cual tiene potestad para diseñar sus programas de estudio, sus mecanismos de evaluación, sus procedimientos para la contratación de profesores, los mecanismos para seleccionar a los estudiantes entre otras atribuciones. Si por el intervencionismo de las autoridades educativas gubernamentales estas funciones comienzan a ser llevadas a cabo o dirigidas o con pautas elaboradas por entes extraños a la universidad, indudablemente que queda en entredicho la autonomía, pero peor aún si la comunidad universitaria asume esta interferencia sin protesto y como algo natural “a lo que no tiene sentido oponerse”. En este caso la universidad delega de hecho a entes extraños a la institución, lo que por autonomía le corresponde hacer.
Si esta delegación permanece en el tiempo sin resistencias o con claro colaboracionismo interno, se resentiría uno de los elementos fúndanles del sistema. Se asumiría como natural este intervencionismo, distorsionando buena parte de las funciones que debe cumplir una universidad, haciéndose ilusorio el reconocimiento legal de su carácter autónomo.
Pero no solo en lo estrictamente académico puede alterarse el principio autonómico de estas casas de estudio. En lo financiero, una cada vez mayor restricción para decidir cómo distribuir su presupuesto, porque tal distribución ya viene determinada por el ente financiador, es otra de las circunstancias que hacen letra muerta la autonomía financiera.
Hasta ahora hemos colocado el acento en el intervencionismo de gobiernos irrespetuosos de la autonomía conferida por Ley o por norma constitucional a las universidades. Pero el peligro de la desnaturalización de las universidades no deviene solamente de estas políticas antiautonómicas. También la propia comunidad universitaria puede contribuir a crear estas distorsiones.
Cuando una universidad pierde su impulso en áreas como la investigación, no precisamente debido a un escaso presupuesto, lo cual sería comprensible, sino por la instauración de la cultura del menor esfuerzo debido a la ausencia de evaluaciones o sanciones, se pasará a mediano plazo de ser una universidad que cumple las funciones propias de una institución de esa naturaleza a una institución fundamentalmente dadora de clases, que se preocupa solo por echar profesionales a la calle. Dejan de ser universidades para convertirse en fábricas de titulados. Indudablemente que este destino es producto de una crisis estructural que los propios agentes internos consolidaron en el tiempo.
La gran conclusión es que los conflictos generados por crisis coyunturales solucionables con relativa facilidad, si bien deben ser atendidos oportunamente, no deben distraer la atención sobre aquéllos problemas que conducirían a la generación a corto o mediano plazo de crisis estructurales que con el tiempo podrían poner en peligro la existencia misma de la universidad.
No tanto nos referimos a la posibilidad de desaparecerla como institución, sino a la posibilidad de desnaturalizarla en sus funciones esenciales, hasta convertirla en solo un remedo de lo que era originalmente.
Lo lamentable es que en no pocas oportunidades los culpables de estas crisis no son factores externos a las universidades, sino los mismos universitarios por su pasividad e indiferencia. Cuando esto sucede los enemigos de la universidad autónoma se ponen de plácemes porque alguien adentro les ahorra el trabajo.
A 100 años de Córdoba la universidad debe continuar defendiéndose de los factores externos e internos que la quieren retrotraer al más absoluto y absolutista obscurantismo
Muchas gracias!!!!
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