El
venezolano, como el neurótico, está detenido en su historia, en su pasado…Curar
a un neurótico es ponerlo en paz con su pasado. (Francisco
Herrera Luque)
Comenzando el año, mientras, para variar, estrenaba cola en una carnicería
recién abierta, recibí una llamada de un amigo, el doctor Gustavo Méndez
Andrade, para pedirme, si estaba a mi memoria, le indicara de dónde provenía la
interrogativa frase “¿En qué momento se jodió el Perú?”. Entre el asombroso
precio de morcillas, chorizos y chinchurrias, la impaciencia de la cajera y la
atención que reclama el punto de venta, atiné con el autor sin precisar el
libro. En casa, recordé el nombre, Conversación
en La Catedral, cuyo inicio, pude comprobar, es con sobrada razón
tenido entre los mejores de la narrativa hispanoamericana y probablemente por
ello Mario Vargas Llosa haya aseverado que sería el único que salvaría de una
quema de sus obras. Digamos, en consecuencia, que debemos estas líneas a la
curiosidad del doctor Méndez y, por supuesto, a la pluma del Nobel peruano
español.
Santiago Zavala, Zavalita, protagonista de la novela de marras,
“era como el Perú […] se había jodido en algún momento”. ¿En cuál?, Sí; ¿en qué
momento se había jodido el Perú, es la interrogante que desde el comienzo mismo
de la novela atormenta al álter ego del autor de La ciudad y los perros,
y, de sus páginas, devino en cuestión genérica a objeto de indagar cuándo
comenzaron las desgracias y tribulaciones en cada una de las naciones de la
región.
En el caso venezolano habría más bien que preguntar cuándo fue que
terminamos de jodernos, porque, en honor a la verdad, la nuestra pareciera ser
una República estropeada desde su gestación.
Hay quienes piensan que la semilla de los males que nos aquejan es
el petróleo que no aprendimos a sembrar como aconsejaba Úslar Pietri en
reaccionaria metáfora, buena para la divulgación didáctica, aunque no sé si
para la economía. Otros, quizá bajo el influjo de pareceres racistas barnizados
con matices cientificistas, achacan nuestra deficiente proactividad a la pereza
caribe, a ancestrales carencias proteínicas y al pobre material genético de los
colonizadores. Para el comandante “hasta siempre”, la malformación nacional,
que pretendía enmendar con improvisadas lecciones de historia no documentada e
inventada a capricho, se originó apenas Colón holló con sus insolentes plantas
de almirante de la Mar Océano la costa de lo que denominó Tierra de Gracia.
Esta delirante e hispanófoba hipótesis propició el derrumbe de las
estatuas del descubridor y su anatematización en los textos escolares. No fue
esta la única tesis manejada por el perpetuo que yace en el cuartel de la
montaña. A menudo, culpaba a la Nueva Granada de “todas nuestras angustias y
quebrantos” e imputaba a Santander y a otros prohombres del vecino país
conjuras para asesinar, veneno mediante, al inspirador (¿?) de su ideario. Por
eso hizo exhumar los restos del “divino e inmarcesible Libertador”, profano
proceder con visos de necrofilia que los supersticiosos reputan castigado con
la enfermedad que lo llevó a la tumba, vía santeros y curanderos antillanos. En
otras ocasiones, el general José Antonio Páez se convertía en el chivo
expiatorio de turno, y le acusaba de traicionar a Bolívar y propiciar la
ruptura de la utopía gran colombiana; sin embargo, la más de las veces, eran
los 40 años de convivencia civil y democrática –despectivamente despachados con
el mote de IV república– su pagapeos predilecto. A los gobiernos anteriores al
advenimiento rojo achacaba el fracaso de su administración. Pero, como era
inevitable, el suyo terminó siendo, fatalmente, gobierno anterior y la
oposición pasó a ser causante absoluta de sus errores y omisiones.
Así, pues, la historia oficial, la de los vencedores, ¡por ahora!,
amañó un póker de opciones para decidir dónde, cómo y cuándo fue que la cagamos
y el país se volvió lo que es hoy. Mas, a pesar de los recursos dilapidados en
publicidad y propaganda de inspiración goebbeliana, orientadas al lavado
colectivo de cerebros –“Miente, miente que algo quedará, cuanto más grande sea
una mentira más gente la creerá”–, el régimen no puede ocultar que, a finales
del siglo pasado, el elector, sin ver queso en su tostada, se hundió hasta el
cuello en las arenas movedizas de la antipolítica y se dejó seducir por los
cantos de sirena de un encachuchado encantador de serpientes. Entonces sí que
la pusimos. ¡Y de oro! Buscando pan para hoy, renunciamos al mañana e iniciamos
un viaje sin retorno al pasado. Y aquí estamos, veinte años después, marchando
en azaroso retroceso, rumbo a la prehistoria y malviviendo, bajo la batuta del
más incompetente de los gobernantes que registren los anales republicanos, de
las “teticas”, que sin ellas no hay paraíso, del trueque y el tírame algo,
gracias a la irresponsable prédica de un chafarote que dictó cátedra de
formación moral y cívica cuando, citemos a BBC Mundo, “en una famosa alocución
pública en su primer año de gobierno, preguntó de manera retórica a la entonces
presidente de la Corte Suprema de Justicia, Cecilia Sosa, sí ella no robaría en
caso de que sus hijos tuviesen hambre”.
Retórica o no, esa intervención sentó jurisprudencia para
justificar la impunidad, de modo que, hoy día, quien no roba por necesidad lo
hace por diversión u obligación; o, simplemente, porque no hay motivo alguno
para no hacerlo. No se equivocaba el director del Foro Penal Venezolano,
Alfredo Romero, al declarar al servicio británico de noticias que “la doctrina
del ‘si yo fuera pobre, yo robaría’ glorificó el ataque a la propiedad del
otro”. Súmele el lector a esa velada legitimación del delito, la
institucionalización de la mendicidad a través de las misiones, monstruoso
mecanismo de degradación y dependencia ideado por los cubanos –hay confesión de
parte y, por tanto, relevo de pruebas– que, con auxilio de la mano peluda del
CNE, salvó al pajarito de la revocación, y tendrá una idea clara de cuándo
perdió la gracia esta tierra que el audaz navegante genovés, repudiado por la
leyenda negra chavista, imaginó paraíso perdido.
No, al país no lo jodieron ni
Colón, ni Páez, ni los colombianos; al país lo jodió Chávez y lo está
terminando de joder la dictadura militar que enmascaró su proa con Nicolás
Maduro, y ha sinvergüenceado o sinvergonzado –los participios y verbo del cual
derivan, seguramente inexistente, son atroces– a una clientela dependiente de
la limosna pública y presume resignada a la sumisión, a la que, en algún
momento, habrá que gritarle, cual Carmela al negro Encarnación (así lo cantaba
el gran Tito Rodríguez), “¡se te acabó el jamón, tienes que trabajar!”.
14 DE ENERO DE 2018 12:10 AM
rfuentesx@gmail.com
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