martes, 22 de enero de 2019

Dos líneas cruzan el occidente político - Fernando Mires


Preguntado en una entrevista acerca de las razones que llevaron al gobierno de Honduras a reconocer a Jerusalén como capital de Israel -ya había ocurrido con Guatemala y pronto será con Brasil- mi respuesta espontánea fue que los gobernantes de los nombrados países habían adoptado en materia internacional, la línea Trump. Razón para que me preguntara, después de la entrevista, si es verdad que existe una línea Trump o si mi respuesta había sido un simple recurso retórico. Al fin, y después de mucho cavilar, he llegado a suscribir la primera posibilidad. Efectivamente, existe una línea Trump y con ella, los que no estamos de acuerdo, tenemos que confrontarnos. Afirmación que contradice la imagen de un presidente disparatado que cambia de opinión tuitera todos los días para corregirse a sí mismo al día siguiente.

Trump sigue efectivamente una línea. Una línea, no una ideología. La diferencia es pertinente: mientras una ideología es un conjunto de ideas petrificadas al interior de un sistema ideológico (valga la tautología) una línea es una guía de acción basada en una serie de principios regulativos. Podríamos también hablar de una línea que mantiene cierta coherencia a través del tiempo.
La doctrina, o la línea Trump, contiene presupuestos muy simples. El primero de ellos es un slogan, America first. Pero ese slogan es más que un slogan. En la práctica quiere decir, EEUU está dispuesto a contraer acuerdos (acuerdos, no alianzas) con los más diversos gobiernos de la tierra, independientemente a las ideologías que profesen, siempre que ellos reporten ganancias inmediatas a los EE UU. Ganancias, dicho en el más estricto sentido del término: Ganancias económicas, materiales, contables, sonantes.
En segundo lugar, los acuerdos contraídos, al no estar sustentados en ninguna concepción ideológica, en ninguna visión de mundo y en ningún catálogo moral, solo pueden ser circunstanciales y por lo tanto sometidos a los criterios puntuales que se deducen de sus términos. Así se explica por qué un día Trump alarga la mano a Erdogan o a Putin y al día siguiente disputa con ellos rudamente sobre otras materias. Todo depende entonces de la materia sobre la cual versa un acuerdo.
En tercer lugar los acuerdos han de ser predominantemente bilaterales, vale decir, sin inclusión de terceros y mucho menos de grandes instituciones internacionales. Visto así, Trump no es un enemigo de supra-organizaciones como la UE, la OEA o la ONU. Simplemente no le interesan. Enemigas solo pueden ser tales organizaciones cuando obstaculizan sus alianzas bilaterales y, por supuesto, sus proyectos ganancistas. Para Trump, la política internacional debe ser como en el amor, siempre de a dos.
En cuarto lugar, en los acuerdos y tratados serán privilegiados los estados más poderosos, independientemente del sistema político que representen. En ningún caso EE UU exigirá condiciones políticas. Por esas razones, materias como libertades democráticas, derechos humanos, serán excluidos radicalmente en los acuerdos. Si un gobierno como el de Arabia Saudita asesina a un opositor en su embajada en Turquía, ese es un problema de Erdogan con el príncipe Bin Salman, y Trump seguirá manteniendo las mejores relaciones posibles con los saudis. Si Erdogan a cambio de algunas concesiones a los EE UU quiere eliminar a los kurdos, esa licencia la obtendrá siempre que no obstaculice alguna inversión norteamericana en la región. Si Rusia quiere quedarse en y con Siria, que lo haga, siempre que no amenace los intereses económicos de los EE UU. Y si Europa se siente desprotegida frente a regímenes como los de Erdogan y Putin, ese es y será un problema de Europa, no de los EE UU. ¿Y China? Por ahora, un problema de aranceles. Al fin y al cabo para Trump todo puede ser negociado, todo. Para los chinos también.
Para Trump, a diferencia de Reagan y los Bush, no existen “estados canallas”. Solo existen estados fuertes y estados débiles. Los criterios que aplica en las relaciones internacionales no se diferencian en ese sentido de los acuerdos entre las grandes empresas. Para Bush los EE UU constituyen la empresa más poderosa del planeta y como tal deberá actuar. Si esa actitud supone el derrumbe político, económico y ecológico de algunas naciones débiles, ese no es un problema para Trump.
Si aceptamos por lo menos parte de estas evidencias, hemos de concluir entonces que con su política internacional Trump ha logrado dividir al espacio político occidental en dos bloques. A un lado los estados que se suman a las condiciones impuestas por Trump (cada vez son más) Al otro los que intentan seguir rigiéndose por las líneas propuestas por el binomio Merkel-Macron.
Las líneas trazadas por los gobiernos alemán y francés son radicalmente contrarias a las que representa Trump. Alemania y Francia favorecen las alianzas plurinacionales en lugar de los acuerdos circunstanciales. Para ambos la UE es un proyecto histórico de largo alcance y sus objetivos no son solo económicos sino también políticos y culturales. Para ambos la solidaridad internacional con los países pobres es una condición para el aseguramiento de la paz mundial.  Para ambos los derechos humanos no se encuentran a disposición ni pueden ser negociados. Para ambos, la Ilustración no fue un episodio europeo aislado, sino una marca histórica y un legado a la vez. Y no por último, para ambos la preservación del medio ambiente no solo es una misión humanitaria destinada a salvar vidas, sino la única posibilidad para mantener esa casa-tierra que nos pertenece a todos por el solo hecho de habitarla.
¿Cuál bloque logrará imponerse sobre el otro? Por el momento solo cabe inferir que la línea Trump se encuentra en plena ofensiva y la línea Merkel-Macron en una tenaz defensiva. Más no podemos decir. Nadie puede dar el futuro por sentado.
5 de enero de 2019
POLIS: Política y Cultura

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