Preguntado en una entrevista acerca de las razones que llevaron al
gobierno de Honduras a reconocer a Jerusalén como capital de Israel -ya había
ocurrido con Guatemala y pronto será con Brasil- mi respuesta espontánea fue
que los gobernantes de los nombrados países habían adoptado en materia internacional,
la línea Trump. Razón para que me preguntara, después de la entrevista, si es
verdad que existe una línea Trump o si mi respuesta había sido un simple
recurso retórico. Al fin, y después de mucho cavilar, he llegado a suscribir la
primera posibilidad. Efectivamente, existe una línea Trump y con ella, los que
no estamos de acuerdo, tenemos que confrontarnos. Afirmación que contradice la
imagen de un presidente disparatado que cambia de opinión tuitera todos los
días para corregirse a sí mismo al día siguiente.
Trump sigue efectivamente una línea. Una línea, no una ideología. La
diferencia es pertinente: mientras una ideología es un conjunto de ideas
petrificadas al interior de un sistema ideológico (valga la tautología) una
línea es una guía de acción basada en una serie de principios regulativos.
Podríamos también hablar de una línea que mantiene cierta coherencia a través
del tiempo.
La doctrina, o la línea Trump, contiene presupuestos muy simples. El
primero de ellos es un slogan, America first. Pero ese slogan es más que un
slogan. En la práctica quiere decir, EEUU está dispuesto a contraer acuerdos
(acuerdos, no alianzas) con los más diversos gobiernos de la tierra,
independientemente a las ideologías que profesen, siempre que ellos reporten
ganancias inmediatas a los EE UU. Ganancias, dicho en el más estricto sentido
del término: Ganancias económicas, materiales, contables, sonantes.
En segundo lugar, los acuerdos contraídos, al no estar sustentados en
ninguna concepción ideológica, en ninguna visión de mundo y en ningún catálogo
moral, solo pueden ser circunstanciales y por lo tanto sometidos a los
criterios puntuales que se deducen de sus términos. Así se explica por qué un
día Trump alarga la mano a Erdogan o a Putin y al día siguiente disputa con
ellos rudamente sobre otras materias. Todo depende entonces de la materia sobre
la cual versa un acuerdo.
En tercer lugar los acuerdos han de ser predominantemente bilaterales,
vale decir, sin inclusión de terceros y mucho menos de grandes instituciones internacionales.
Visto así, Trump no es un enemigo de supra-organizaciones como la UE, la OEA o
la ONU. Simplemente no le interesan. Enemigas solo pueden ser tales
organizaciones cuando obstaculizan sus alianzas bilaterales y, por supuesto,
sus proyectos ganancistas. Para Trump, la política internacional debe ser como
en el amor, siempre de a dos.
En cuarto lugar, en los acuerdos y tratados serán privilegiados los
estados más poderosos, independientemente del sistema político que representen.
En ningún caso EE UU exigirá condiciones políticas. Por esas razones, materias
como libertades democráticas, derechos humanos, serán excluidos radicalmente en
los acuerdos. Si un gobierno como el de Arabia Saudita asesina a un opositor en
su embajada en Turquía, ese es un problema de Erdogan con el príncipe Bin
Salman, y Trump seguirá manteniendo las mejores relaciones posibles con los
saudis. Si Erdogan a cambio de algunas concesiones a los EE UU quiere eliminar
a los kurdos, esa licencia la obtendrá siempre que no obstaculice alguna
inversión norteamericana en la región. Si Rusia quiere quedarse en y con Siria,
que lo haga, siempre que no amenace los intereses económicos de los EE UU. Y si
Europa se siente desprotegida frente a regímenes como los de Erdogan y Putin, ese
es y será un problema de Europa, no de los EE UU. ¿Y China? Por ahora, un
problema de aranceles. Al fin y al cabo para Trump todo puede ser negociado,
todo. Para los chinos también.
Para Trump, a diferencia de Reagan y los Bush, no existen “estados
canallas”. Solo existen estados fuertes y estados débiles. Los criterios que
aplica en las relaciones internacionales no se diferencian en ese sentido de
los acuerdos entre las grandes empresas. Para Bush los EE UU constituyen la
empresa más poderosa del planeta y como tal deberá actuar. Si esa actitud
supone el derrumbe político, económico y ecológico de algunas naciones débiles,
ese no es un problema para Trump.
Si aceptamos por lo menos parte de estas evidencias, hemos de concluir
entonces que con su política internacional Trump ha logrado dividir al espacio
político occidental en dos bloques. A un lado los estados que se suman a las
condiciones impuestas por Trump (cada vez son más) Al otro los que intentan
seguir rigiéndose por las líneas propuestas por el binomio Merkel-Macron.
Las líneas trazadas por los gobiernos alemán y francés son radicalmente
contrarias a las que representa Trump. Alemania y Francia favorecen las
alianzas plurinacionales en lugar de los acuerdos circunstanciales. Para ambos
la UE es un proyecto histórico de largo alcance y sus objetivos no son solo
económicos sino también políticos y culturales. Para ambos la solidaridad
internacional con los países pobres es una condición para el aseguramiento de
la paz mundial. Para ambos los derechos humanos no se encuentran a
disposición ni pueden ser negociados. Para ambos, la Ilustración no fue un
episodio europeo aislado, sino una marca histórica y un legado a la vez. Y no
por último, para ambos la preservación del medio ambiente no solo es una misión
humanitaria destinada a salvar vidas, sino la única posibilidad para mantener
esa casa-tierra que nos pertenece a todos por el solo hecho de habitarla.
¿Cuál bloque logrará imponerse sobre el otro? Por el momento solo cabe
inferir que la línea Trump se encuentra en plena ofensiva y la línea
Merkel-Macron en una tenaz defensiva. Más no podemos decir. Nadie puede dar el
futuro por sentado.
5 de enero de 2019
POLIS: Política y Cultura
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