Además de crear ficciones
memorables, el Nobel de Literatura se ha batido incansable por la defensa de la
sociedad libre. Con su nuevo ensayo, ‘La llamada de la tribu’, quiere
reivindicar el pensamiento liberal y rendir homenaje a siete autores que lo marcaron.
Con él hablamos del liberalismo, de la ceguera de los intelectuales con los
totalitarismos y de los peligros que acechan hoy a la democracia.
MARIO VARGAS LLOSA está en
plena forma. Combativo, desbordante, de carcajada fácil, el premio Nobel
(Arequipa, Perú, 1936) se multiplica en viajes y en frentes intelectuales,
urdiendo ficciones y escudriñando realidades. Esta semana publica su ensayo La
llamada de la tribu (Alfaguara), un alegato a favor del pensamiento liberal a
través de siete autores que le influyeron y a los que rinde homenaje: Adam
Smith, José Ortega y Gasset, Friedrich von Hayek, Karl Popper, Raymond Aron,
Isaiah Berlin y Jean-François Revel. Voces de una corriente que reivindica al
individuo como ser soberano y responsable, y a la libertad como valor supremo;
que defiende la democracia y la separación de poderes como el sistema que mejor
concilia los valores contradictorios de la sociedad. Una doctrina que reacciona
frente al “espíritu tribal” que han alimentado históricamente el fascismo, el
comunismo, el nacionalismo o el fanatismo religioso. Y que quizás por eso, dice
el escritor, ha sido “el blanco político más vilipendiado y calumniado a lo
largo de la historia”. La llamada de la tribu es también una suerte de
autobiografía intelectual del propio Vargas Llosa, de su evolución desde el
marxismo y el existencialismo a la revalorización de la democracia y el
descubrimiento del liberalismo.
“El nacionalismo entraña una
forma de racismo y conduce a la violencia. El desvanecimiento de las fronteras
es lo más progresista de nuestro tiempo”
¿Por qué el pensamiento
liberal es la diana de tantos ataques? Ha sido el blanco de las ideologías
enemigas de la libertad, que con mucha justicia ven en el liberalismo a su
adversario más tenaz. Y eso lo he querido explicar en el libro. El fascismo, el
comunismo han atacado tremendamente al liberalismo, sobre todo
caricaturizándolo y asociándolo a los conservadores. En sus primeras épocas el
liberalismo fue asediado sobre todo por la derecha. Ahí están las encíclicas
papales, los ataques desde todos los púlpitos a una doctrina que se consideraba
enemiga de la religión, enemiga de los valores morales. Creo que estos
adversarios definen muy bien la estrecha relación que existe entre el
liberalismo y la democracia. La democracia ha avanzado y los derechos humanos
han sido reconocidos fundamentalmente gracias a los pensadores liberales.
Los autores que analiza
tienen rasgos comunes, entre otros, que nadaron contra corriente. Incluso dos
libros de Hayek y Ortega estuvieron prohibidos. ¿Un liberal está condenado a
ser un corredor de fondo solitario? El liberalismo no solo admite, sino que
estimula la divergencia. Reconoce que una sociedad está compuesta por seres
humanos muy distintos y que es importante preservarla así. Es la única doctrina
que acepta la posibilidad de error. Por eso insisto mucho: no es una ideología;
una ideología es una religión laica. El liberalismo defiende algunas ideas
básicas: la libertad, el individualismo, el rechazo del colectivismo, del nacionalismo;
es decir, de todas las ideologías o doctrinas que limitan o cancelan la
libertad en la vida social.
Hablando de nacionalismo,
últimamente habrá pensado más de una vez en Ortega y Gasset y en sus
advertencias premonitorias sobre los peligros del nacionalismo en Cataluña y
País Vasco. ¿Por qué los liberales rechazan el nacionalismo? Porque es
incompatible con la libertad. El nacionalismo entraña, cuando uno escarba un
poco en la superficie, una forma de racismo. Si crees que pertenecer a un determinado
país o nación, o a una raza, o a una religión es un privilegio, un valor en sí
mismo, crees que eres superior a los demás. Y el racismo inevitablemente
conduce a la violencia y a la supresión de las libertades. Por eso el
liberalismo desde la época de Adam Smith ha visto en el nacionalismo esa forma
de colectivismo, de renuncia a la razón por un acto de fe.
Populismo, resurgimiento de
los nacionalismos, el Brexit…, ¿está renaciendo el espíritu de la tribu? Hay
una tendencia que se opone a lo que yo creo que es lo más progresista de
nuestro tiempo, que es la formación de grandes conjuntos que están lentamente
desvaneciendo las fronteras e integrando a diferentes lenguas, costumbres,
creencias. Es el caso de Europa. Esto provoca mucha inseguridad y mucha incertidumbre
y una tentación muy grande de regresar a esa tribu, a esa sociedad pequeña,
homogénea que nunca existió en la realidad, donde todos son iguales, donde
todos tienen las mismas creencias, la misma lengua… Ese es un mito que da mucha
seguridad, y eso explica brotes como el Brexit, como el nacionalismo catalán, o
los nacionalismos que hacen estragos en democracias como Polonia, Hungría,
incluso Holanda. El nacionalismo está ahí, pero mi impresión es que, como ha
ocurrido en Cataluña, es minoritario, y la fuerza de las instituciones
democráticas va a ir socavándolo poco a poco hasta derrotarlo. Soy más bien
optimista.
“Los intelectuales, con una
ceguera enorme, han visto siempre la democracia como un sistema mediocre, que
no tenía la belleza de las grandes ideologías”
¿Cómo se puede luchar
intelectual y políticamente contra esas corrientes? Hay que combatirlas sin
complejos de inferioridad. Y decir que el nacionalismo es una tendencia
retrógrada, arcaica, enemiga de la democracia y de la libertad, y que está
sustentada en ficciones históricas, en grandes mentiras, en eso que ahora se
llaman posverdades históricas. El caso de Cataluña es flagrante.
Su evolución desde el
marxismo al liberalismo no es infrecuente. De hecho, es la misma que siguieron
algunos de los autores que glosa, como Popper, Aron, Revel. ¿Conocer desde
dentro el mecanismo totalitario actúa como revulsivo? Mi generación en América
Latina despierta a la razón en un continente de desigualdades monstruosas y
dictaduras militares apoyadas por Estados Unidos. Para un joven latinoamericano
que tenía cierta inquietud era muy difícil no rechazar esa especie de
caricatura de democracia, con la excepción de Chile, Uruguay y Costa Rica. Yo
quise ser comunista, me parecía que el comunismo representaba la antípoda de la
dictadura militar, de la corrupción y sobre todo de las desigualdades. Entonces
entré en San Marcos, una universidad nacional y popular, con la idea de que ahí
debía de haber comunistas con los que vincularme. Y efectivamente, me vinculé.
Ahora bien, en ese tiempo el comunismo en América Latina era el estalinismo
puro y duro, con partidos subyugados a la Komintern, a Moscú. A mí me
defendieron del sectarismo Sartre y el existencialismo. Yo tenía todo el tiempo
discusiones en mi célula, y solo milité un año. Pero seguí siendo socialista de
una manera vaga, y eso lo fortaleció la revolución cubana, que al principio
parecía un socialismo distinto, no dogmático. Me entusiasmó. En los sesenta
viajé a Cuba cinco veces. Y poquito a poco vino el desencanto, sobre todo a
partir de la creación de las UMAP [Unidades Militares de Ayuda a la
Producción]. Hubo redadas contra jóvenes que yo conocía, fue un trauma. Y me
acuerdo de haber escrito una carta privada a Fidel diciéndole que estaba
desconcertado, que cómo Cuba, que parecía un socialismo abierto y tolerante,
podía meter en campos de concentración a “gusanos” y homosexuales con
criminales comunes. Fidel me invitó a mí y a una docena de intelectuales a
conversar con él. Estuvimos toda una noche, 12 horas, de las ocho de la tarde a
las ocho de la mañana, oyéndolo hablar, básicamente. Fue muy impresionante,
pero no muy convincente. Desde entonces empecé a tener una actitud un poco
recelosa. La ruptura definitiva vino con el caso Padilla [el proceso contra el
escritor Heberto Padilla, encarcelado en 1971 y obligado a una terrible
autocrítica pública, que marcó el fin del idilio de importantes intelectuales
con el régimen cubano]. Tuve un proceso difícil, más bien largo, de
reivindicación de la democracia, y poco a poco de acercamiento a la doctrina
liberal, a base de lecturas. Y tuve la suerte de vivir en Inglaterra los años
de Margaret Thatcher.
El retrato que hace de
Thatcher, como una mujer culta, valiente, de hondas convicciones liberales,
contrasta con la imagen que se ha difundido de ella. Es una caricatura
absolutamente injusta. Cuando yo llegué, Inglaterra era un país en plena
decadencia. Un país con libertades, pero sin nervio, que se apagaba poco a poco
dentro de ese avance del nacionalismo económico de los laboristas. La
revolución de Margaret Thatcher despertó a Gran Bretaña. Fueron tiempos
difíciles: acabar con las sinecuras sindicales, crear una sociedad de mercado
libre, de competencia, y defender la democracia con la convicción con la que ella
lo hizo, sin complejos, frente al socialismo, frente a China y la URSS, las
dictaduras más crueles de la historia. Para mí fueron años definitivos porque
empecé a leer a Hayek, a Popper, que eran autores a los que Thatcher citaba.
Ella decía que La sociedad abierta y sus enemigos era un libro fundamental en
el siglo XX. La contribución de Thatcher y de Ronald Reagan a la cultura de la
libertad, a acabar con la Unión Soviética, que era el mayor desafío que había
tenido la cultura democrática, es una realidad que está desgraciadamente muy
mediatizada por la campaña de una izquierda cuyos logros son muy pobres.
¿Y cuál es hoy el principal
desafío para la democracia occidental? El mayor enemigo hoy es el populismo. No
hay nadie medianamente cuerdo que quiera para su país un modelo como el de
Corea del Norte o el de Cuba, o el de Venezuela; el marxismo es ya marginal en
la vida política, pero no así el populismo, que corrompe las democracias desde
dentro, es mucho más sinuoso que una ideología, es una práctica a la que por
desgracia son muy propensas las democracias débiles, las democracias
primerizas.
La crisis bancaria de 2008,
el aumento de la desigualdad han reavivado las críticas a la doctrina liberal,
que de unos años a esta parte ha sido rebautizada como “neoliberalismo”. Yo no
sé qué cosa es el neoliberalismo. Es una forma de caricaturizar el liberalismo,
presentarlo como un capitalismo despiadado. El liberalismo no es dogmático, no
tiene respuestas para todo; se ha ido transformando desde Adam Smith hasta
nuestros días porque la sociedad es mucho más compleja. Hoy día hay
injusticias, como la discriminación de la mujer, que ni siquiera aparecían en
el pasado.
Dentro de las diferentes
tendencias en el liberalismo, entiendo que la principal divergencia se deriva
del mayor o menor peso que se otorga al Estado. Sí. Los liberales quieren un
Estado eficaz pero no invasivo, que garantice la libertad, la igualdad de
oportunidades, sobre todo en la educación, y el respeto a la ley. Pero junto a
ese consenso básico hay divergencias. Isaiah Berlin dice que la libertad
económica no puede ser irrestricta, porque siéndolo en el siglo XIX llenó las
minas de niños. Hayek, en cambio, tenía una confianza tan extraordinaria en el
mercado que pensaba que podía solucionar todos los problemas si se lo dejaba
funcionar. Berlin era mucho más realista, él pensaba que, en efecto, el mercado
es lo que traía el progreso económico, pero que si el progreso significaba
crear desigualdades tan gigantescas, la esencia misma de la democracia quedaba
perjudicada, ya no funcionaba la libertad de la misma manera para todos.
También Adam Smith, al que se considera el padre del liberalismo, era muy
flexible. Hombre, claro, hay deformaciones del liberalismo, yo cito el caso de
economistas completamente cerrados, convencidos de que solo las reformas en el
campo económico traen como consecuencia inevitablemente la libertad. Yo no
estoy de acuerdo, yo creo que las ideas son más importantes que las reformas
económicas. Volviendo a las caricaturas, o las trampas del lenguaje, es muy
significativo el uso de la etiqueta “progresista” que en España, por ejemplo,
se colocan fuerzas que defienden las dictaduras de Cuba y Venezuela. Yo creo
que desgraciadamente es una contribución de los intelectuales a la deformación
del lenguaje. Ellos han impregnado de prestigio el marxismo, el comunismo, como
antes lo hicieron con el nazismo o el fascismo, a los que rodearon de una
aureola que seduce a cierta gente joven. Los intelectuales, con una ceguera
enorme, han visto siempre la democracia como un sistema mediocre, que no tenía
la belleza, la perfección, la coherencia de las grandes ideologías. Fíjate que
esa ceguera no es incompatible con una gran inteligencia. Heidegger, por
ejemplo, quizá el filósofo más grande de la modernidad, ¿cómo pudo ser nazi? Lo
mismo ocurrió con el comunismo. Atrajo a escritores y poetas de altísimo nivel
que aplaudieron el Gulag. Sartre, el filósofo francés más inteligente del siglo
XX, apoyó la Revolución Cultural china…
Con Sartre quiero
hacer un aparte. Su obra ha envejecido mal, justificó genocidios, apoyó
tiranías y convivió con los nazis mientras otros, como Albert Camus o André
Malraux, se jugaban la vida en la Resistencia. ¡Y luego se dedicó a dar
lecciones! ¿Por qué se le sigue venerando? Bueno, sabes que para mí fue
fundamental en mi adolescencia.
Por eso le pregunto. Lo
define como un gran intelectual. Era un hombre…, digamos que sus posiciones
políticas estuvieron siempre equivocadas. Creo que hay una explicación
probablemente muy personal y quizás demasiado psicologista, pero él no fue un
resistente de verdad…, incluso aceptó reemplazar a un profesor que había sido
expulsado de la enseñanza por ser judío, y aunque perteneció a un grupo
resistente en el que prácticamente no hizo gran cosa, creo que nunca se liberó
de ese complejo y estuvo el resto de su vida haciendo esfuerzos, algunos
grotescos, para merecer el nombre de progresista y revolucionario. Una
necesidad que fue muy generalizada en su época: los intelectuales querían dar
prueba de progresismo porque era lo que se esperaba de ellos. Entonces se
equivocaron monstruosamente y contribuyeron muchísimo a dar esa especie de aura
al comunismo, como antes al nazismo. Del Tercer Mundo, ya ni hablamos. Si tú en
América Latina en los años sesenta no eras un intelectual de izquierdas,
simplemente no eras un intelectual. Se te cerraban todas las puertas. Había un
control de la cultura por parte de una izquierda muy sectaria, muy dogmática,
que deformaba profundamente la vida cultural. Creo que eso ha cambiado
considerablemente.
“Si comienzas a juzgar la
literatura en función de la ética, no solo quedaría muy diezmada, es que
desaparecería. La literatura y la moral están reñidas”
También ha ocurrido en
Europa. Sí, claro. Aunque en Inglaterra, cuando yo vivía allí, había
intelectuales que daban la batalla, que salían a enfrentarse, que no tenían
complejos de inferioridad, y aquello me ayudó muchísimo a ser más honesto
conmigo mismo.
Es que en muchos casos es un
problema de honestidad intelectual. Élites que defienden modelos que jamás
soportarían... Así lo creo. Bertrand Russell, por ejemplo, defendió causas muy
nobles, y fue una persona admirable en muchas cosas, y al mismo tiempo defendió
cosas horrendas, y se dejó manipular por una izquierda que no tenía ningún
respeto por sus obras, por sus ideas, que ni siquiera lo había leído. ¿Cómo te
explicas esa contradicción? Por desgracia, la inteligencia no es una garantía
de honestidad intelectual. Isaiah Berlin, sin embargo, creía que era imposible
disociar la grandeza intelectual o artística de la rectitud ética. Que talento
y virtud van unidos. No, no es verdad. Si fuera así, no se darían esas
contradicciones tan flagrantes que hemos visto alrededor nuestro… Heidegger no
hubiera muerto con su carné del partido nazi, Sartre no hubiera defendido la
Revolución Cultural china, ni declarado, como hizo, en 1946, a su regreso de
Moscú: “La libertad de crítica es absoluta en la URSS”… Pero ese no es el caso
de ninguno de los intelectuales que yo menciono en el libro. Ellos creen que la
moral es inseparable de la política. Y que hay que estar dispuesto a corregir y
a aprender de los errores. En eso insiste mucho Popper.
Este debate ha cobrado
actualidad. Estamos viendo en el cine, por ejemplo, cómo se condena al
ostracismo la obra de creadores acusados de actos deplorables (con o sin
pruebas): Polanski, Woody Allen... Y en literatura, Gallimard ha decidido no
publicar los panfletos antisemitas de Céline. Estas prohibiciones son estúpidas.
¿Debe respetarse la obra de
un canalla? No solo debe respetarse. Debe publicarse. Si tú comienzas a juzgar
la literatura en función de la moral y de la ética, la literatura no solo
quedaría muy diezmada, es que desaparecería… No tendría razón de ser. La literatura
expresa aquello que la realidad se empeña en ocultar por distintas razones.
Nada estimula tanto el espíritu crítico en una sociedad como la buena
literatura, además de la belleza que significa el placer que te produce. Pero
la literatura y la moral están reñidas, son enemigas, y hay que respetar la
literatura si tú crees en la libertad. Que haya escritores demoniacos, desde
luego, hay muchísimos, que no son para imitarlos, pero sí para aprender de
ellos. El marqués de Sade está lleno de horrores, escribió las cosas más
atroces y al mismo tiempo pocos escritores se han adentrado con tanta
profundidad en las complejidades de la mente humana, del mundo de los deseos y
los instintos. Y Céline fue un miserable por apoyar a los nazis y por su
racismo, sin duda, y al mismo tiempo fue uno de los más grandes escritores
modernos. Yo no creo que haya en la Francia moderna, después de Proust, ningún
escritor tan original ni tan grande como Céline. Yo he leído sus dos grandes
novelas dos o tres veces, y son obras maestras absolutas. Dentro de su
pequeñez, de su visión tan mediocre del ser humano, expresó una realidad no
solamente de la sociedad francesa, sino de todas las sociedades sin excepción.
¿La corrección política
puede amenazar la libertad? La corrección política es enemiga de la libertad
porque rechaza la honestidad, es decir, la autenticidad. Hay que combatirla
como una desnaturalización de la verdad.
Recientemente hemos
descubierto las fake news como si fuera algo nuevo. Pero en El conocimiento
inútil, Jean-François Revel describe cómo, en los años ochenta, la URSS dio la
gran batalla de la desinformación en Occidente, en la que participaron
intelectuales, por supuesto, y medios de comunicación, con coberturas sesgadas
y campañas contra dirigentes conservadores. Ahí nacieron los grandes bulos…
Palabras nuevas para realidades muy antiguas. En el caso de la desinformación,
de la manipulación, el comunismo tuvo una habilidad diabólica para
desnaturalizar las cosas, para desprestigiar a figuras honestas, para encubrir
las mentiras con falsas verdades que al final prendían y sustituían a la
realidad.
La URSS cayó, pero ahora
llega desde Moscú una nueva forma de injerencia cibernética en las elecciones
de EE UU, en Cataluña, en las campañas electorales de México y Colombia... Lo
que hay es una revolución tecnológica que está sirviendo para pervertir la
democracia más que para fortalecerla. Es una tecnología que puede ser utilizada
para fines muy diversos, pero de la que están sacando provecho los enemigos de
la democracia y de la libertad. Es una realidad a la que hay que enfrentarse,
pero desgraciadamente yo creo que todavía la respuesta es muy limitada. Estamos
como desbordados por una tecnología que se ha puesto al servicio de la mentira,
de la posverdad, y que puede llegar a ser, si no atajamos ese fenómeno,
profundamente destructor y corruptor de la civilización, del progreso, de la
verdadera democracia.
25 de febrero de 2018
El País
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