La frase del ex presidente de Costa Rica, Oscar Arias, ya es
famosa. “En democracia no hay presos políticos”. De todas maneras vale la pena
preguntarse: ¿por qué en democracia no hay presos políticos?
En democracia suele no haber presos
políticos aunque ha habido excepciones. Una hizo historia. Fue la prisión de
los anarquistas italianos Sacco y Vanzetti en los EE UU (1927). Ambos, sin
haber sido agotados los procedimientos legales, fueron encarcelados y después
ajusticiados por razones políticas. Sin embargo, el hecho de que haya sido un
escándalo, de que hasta hoy la novela Sacco y Vanzetti de Howard Fast sea leída, de que
la canción cantada por Joan Báez continúe siendo escuchada, demuestra que ese
caso fue una excepción extrema. En cambio, lo que fue una terrible anormalidad
en los EE UU era, durante ese mismo tiempo, la cosa más normal del mundo en la
URSS.
Digamos mejor: en un orden democrático suele no haber presos
políticos. La razón es la siguiente: una democracia comienza a existir cuando
la vida social y política se encuentra reglada por la Constitución. En
consecuencia, los que en democracia alegan haber sido condenados por razones
políticas (los terroristas del ETA, por ejemplo) no han sido llevados a prisión
por razones políticas sino por haber faltado a la Constitución de la misma
manera que si un millonario va a la cárcel por evasión de impuestos, no es un
preso económico; es simplemente un preso legal.
En democracia no existen tribunales políticos. Luego, no puede
haber presos políticos. ¿Cuándo es político un tribunal? La respuesta es obvia:
cuando el poder judicial al perder su independencia ha sido convertido en
apéndice del poder político. Sin independencia judicial un tribunal no actúa en
nombre de una constitución sino en el de determinadas personas. En las palabras
de Michel Foucault, en nombre de cuerpos biológicos.
Foucault fue el pensador que más
insistió en la tesis de que todo poder ejercido es corporal. Para el filósofo
francés el poder era un bío-poder. En su conocido libro Vigilar
y Castigar intentó incluso construir una arqueología de la
opresión la que siempre, de una manera u otra, termina siendo biológica o
corporal.
Pero como Foucault no era un filósofo político, nunca logró
establecer la diferencia entre un poder constitucionalmente mediatizado y un
poder directamente personal. Diferencia importante. Mientras en una democracia
el cuerpo del ciudadano en vías de convertirse en un prisionero ha desobedecido
a la Constitución, en una dictadura ha desobedecido a los cuerpos de las
personas que detentan el poder.
Cuando el poder no es constitucional es personal. Por lo mismo,
el dictador, al haber suprimido al poder judicial, ha impuesto a quienes no
acatan su justicia un dilema personal. O el cuerpo del perseguido se
somete al del dictador o será castigado. En ese dilema reside el germen
totalitario de toda dictadura.
No toda dictadura es por cierto
totalitaria. El totalitarismo es la radicalización hasta sus últimas
consecuencias de una dictadura. Comienza, según Hannah Arendt, cuando ha
desaparecido la línea que separa al mundo de la intimidad con el del espacio
público. El dictador totalitario –así también lo entendió Orwell en su
estremecedor 1984 – no solo exige obediencia. Su objetivo es
obtener la rendición corporal y por lo mismo, la espiritual de los ciudadanos.
Por eso, agregaba Arendt, toda dictadura totalitaria conduce al reino del
terror.
Un magnífico film alemán, ya un
clásico, La Vida de los Otros (Su director es Florian
Henckel), tuvo el mérito de llevar a la pantalla la lógica del
totalitarismo. En ese film vemos como los espías se enteran del último
resquicio de la intimidad: el de los orgasmos de la pareja de amantes espiados.
El jerarca comunista que en ese mismo film exige poseer el cuerpo de la mujer
espiada solo llevó la lógica totalitaria hasta sus últimas consecuencias.
Eso fue lo que no entendió Foucault. En una democracia, si bien
el poder es ejercido por personas, es despersonalizado por el poder de la
Constitución. En una democracia nos enfrentamos a la ley. En una dictadura la
lucha es cuerpo a cuerpo.
Bajo una dictadura prima la corporeidad en su más directa
expresión. En muchas de ellas, sobre todo cuando ha sido alcanzado la fase
totalitaria, la propia libertad de movimiento es socavada. Los ciudadanos son
divididos entre los que pueden viajar al exterior y los que deben ser recluidos
dentro del país. O a la inversa, entre quienes deben irse y quienes pueden
vivir en territorio nacional. Y, por supuesto, entre los que pueden caminar por
la calle y los que deben ser declarado presos de acuerdo a los dispositivos del
poder.
Las cámaras de tortura, propias a cada dictadura, son lugares en
donde son ejercitados los pasos que llevan a la expropiación del cuerpo
opositor. Así se explica por qué la mayoría de las personas que han sido
torturadas coinciden en señalar que, pese a que los torturadores saben que el
torturado no puede decir más de lo que sabe, lo continúan torturando. ¿Sadismo?
Claro que sí. Pero se trata de un sadismo funcional.
La función del torturador es comunicar al torturado que él ya no
ejerce soberanía sobre su propio cuerpo. Hay relatos que de modo aterrador lo
confirman. Hace muchos años, mi amiga X, recién llegada al exilio después de
haber pasado por las siniestras cámaras de tortura en la calle Londres, en
Santiago de Chile, me confesó en voz muy baja. “Durante las noches los
torturadores entraban a mi celda y me violaban. Una vez, dos de ellos, después
de haberse saciado conmigo, mearon sobre mi cuerpo. Nunca me lo voy a poder
explicar. ¿Por qué tenían que hacerme eso?”
El falo en su doble función, eyaculatoria y urinaria, era usado,
en el relato de mi amiga X, como arma de guerra. Cumplía órdenes que provenían
del estado mayor, órdenes destinadas a hacer saber a los prisioneros que ellos,
al no obedecer a la dictadura, no eran dignos de habitar su cuerpo. A muchos
los mataron. A otros –fue el caso de mi amiga X- le quitaron para siempre el
deseo de vivir.
Experiencias similares pueden ser
conocidas en los informes de Amnesty International sobre los sucesos en Kosovo.
Hay, además, testimonios literarios y cinematográficos. La novela El
Pintor de Batallas de Arturo Pérez Reverte relata solo una
parte de los horrores que el escritor vio en su condición de corresponsal de
guerra. El film de Isabel Coixet, la vida secreta de las palabras, nos muestra, de modo
desgarrador, como las heridas no cicatrizan después de haber pasado por el
infierno de las cárceles de Milosevic. Allí las víctimas solo tenían dos
opciones: o morir en muerte o morir en vida.
A propósito de muerte: escuché recién las noticias en la radio:
Erdogan, hasta hace poco presidente de una Turquía democrática, convertido hoy
en implacable dictador, ha vuelto a insistir en su proyecto de reimplantar la
pena de muerte. ¿Por qué quiere matar Erdogan?
Si lo pensamos bien, lo que interesa a Erdogan no es
matar. En su proyecto político la pena de muerte cumple otra función: la
de hacer saber a los ciudadanos turcos que él, Erdogan, puede decidir cuales de
“sus” presos políticos merecen vivir y cuales deben morir en su país. Otra
“bío-dictadura” más.
Matar no es el objetivo primero de las dictaduras. El objetivo
primero es ejercer vigilancia sobre cada cuerpo, practicar la dominación
corporal hasta tocar los puntos más íntimos de cada ser. ¿Y hay algo más íntimo
que la sexualidad? Ese al menos fue el gran descubrimiento de la Santa Iglesia
en sus tiempos teocráticos. Controlando la intimidad sexual controlan todo el
cuerpo social.
La lección de la Iglesia pre-moderna ha sido aprendida muy bien
por dictaduras y autocracias del siglo XXl. Solo así se explica la homofobia
que hacen gala algunos dictadores. Putin, por ejemplo, ha desatado una feroz
campaña en contra de la homosexualidad. Cada homosexual es, o ha llegado a ser
en Rusia, un potencial preso político.
Por supuesto, homosexuales y lesbianas no constituyen ningún
peligro para la seguridad interior del Estado. Eso lo sabe Putin. Pero también
sabe que al dictar normas acerca de como y donde se debe amar, puede ejercer
control sobre los espacios más íntimos de la sociedad: los cuerpos humanos.
Frente al poder de Putin, todos los ciudadanos están desnudos.
En Venezuela también obligan a Lilian Tintori a desnudarse antes
de visitar a su esposo Leopoldo, en las mazmorras de Ramo Verde. El desnudo de
Lilian, al igual que en Rusia o Turquía, cumple para el régimen una función política:
dar a conocer que el poder es dueño y señor de la intimidad de cada opositor.
La misma suerte corren seguramente las esposas de los cientos de presos
políticos de Venezuela. Sobre Leopoldo al menos están puestos los ojos de la
opinión pública internacional. Con los otros presos políticos el régimen puede
actuar con toda impunidad. Hay que imaginar lo peor.
Maduro, al igual que Erdogan y Putin, intenta presentarse como
amo de los destinos de los cuerpos ciudadanos. Así se explica por qué usa a los
presos políticos como rehenes. Como si el Estado fuera una selva y él un jefe
guerrillero de las FARC, libera de vez en cuando a algunos presos políticos a
cambio de concesiones destinadas a asegurar la continuidad de su mandato. Para
Maduro, los presos políticos -y por ende, sus familiares- son simples objetos
de canje.
Durante Chávez –quién dictaba sentencias judiciales por
televisión- un ministro dijo: “aquí no hay presos políticos; aquí solo hay
políticos presos”. Quería decir que los políticos presos estaban detrás de las
rejas por razones no políticas. Pero ingenioso no fue el ministro. Para cada
dictadura, los presos políticos solo son políticos presos.
Tuvo entonces razón Foucault al dejar
claramente establecido que el poder no es una noción abstracta.
Los derechos humanos son, efectivamente, derechos del cuerpo humano.
No tuvo razón al no haber sentado la diferencia entre un régimen dictatorial y
uno democrático. En este último, si bien las leyes son dictadas por cuerpos
humanos, después de haber sido inscritas en un libro se convierten en una valla
destinada a protegernos de los deseos de poder de los gobernantes. En palabras
de Aristóteles: “La ley es la inteligencia sin las ciegas pasiones” (La
Política)
Bajo el dictado de la Constitución no
somos ni mejores ni peores. Pero al menos ajustamos nuestros deseos de poder
dentro de un marco que nos evita regresar a una condición natural donde reinan
los seres más brutales, aquellos que al ponerse a sí mismos por sobre la ley,
terminan situados fuera de ella. No sin razón algunos juristas denominan a la
Constitución como el cuerpo legal.
“En una democracia no puede haber presos políticos”. La
sentencia de Oscar Arias continúa siendo inapelable. En una democracia solo
pueden ir a prisión quienes han violado a la Constitución.
Por Fernando Mires | 10 de noviembre, 2016, tomado de Prodavinci
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Fotografía de Roberto Mata
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