La historiadora especializada
en cultura Celeste Olalquiaga ha reconstruido la historia de El Helicoide,
edificio representativo de las grandes obras de infraestructura que
caracterizaron a la Caracas de los años cincuenta. El texto original fue publicado en
la revista Cabinet, de Nueva York. A pesar de que este trabajo ha
logrado estar incluido en listas de los artículos más leidos de varias
publicaciones especializadas, en Venezuela ha sido poco difundido. La autora ha
cedido gentilmente a Prodavinci la presente traducción hecha por Juan Pizzani y
revisada por ella misma. Esta publicación coincide con la exposición Helicoides fallidos: proyectos, ocupaciones y usos de El
Helicoide de la Roca Tarpeya (1955-2014) que se puede visitar en el Museo
Nacional de Arquitectura.
La Torre de Babel existe, no allá en
Babilonia sino aquí en Sur América, en un país de infinitas plataformas
petrolíferas y un record mundial de siete ganadoras del Miss Universo, felices
clientas de la cirugía plástica. Venezuela, o la Pequeña Venecia, como llamaron
los conquistadores a esta tierra donde los palafitos de los aborígenes, alzados
sobre estacas de madera, les recordara a la famosa ciudad italiana rodeada por
una laguna. La etimología arquitectónica de Venezuela pareciera haber
anticipado su exuberante urbanidad, cuyo dinamismo es notable incluso en un
continente donde la arquitectura excepcional no escasea.
Crucero encallado, platillo volador
caído o ruina futurista, El Helicoide de Roca Tarpeya yace entre las barriadas
de San Agustín, en la zona centro-sur de Caracas, produciendo una visión
distinta según el ángulo desde donde se le vea. Asimismo, esta construcción
cambia de acuerdo al sinfín de historias que la rodean, todas tan retorcidas
como su magnífica estructura en doble espiral. Ambicioso proyecto
prematuramente suspendido, El Helicoide fue fiel a su inspiración babilónica,
si bien en su caso la construcción no se detuvo por interferencia divina, sino
por mundanas cuestiones de la política. Al igual que su famoso antecesor, la
construcción de este edificio — erigido en 1960 como centro comercial
automovilístico único en su modalidad, pues las personas hubiesen podido
conducir sus carros a lo largo de sus curvas, estacionándose frente al comercio
de su elección— fue detenida poco antes de concluir. El edificio fue entonces
abandonado a su suerte, la cual incluyó deterioro y olvido, múltiples proyectos
gubernamentales fallidos, ocupaciones por invasores y actividades de
inteligencia policial. Escenario de episodios de drogas, prostitución y
tortura, El Helicoide es una fuente de incontables leyendas, cada una más
fascinante —o aterradora— que la anterior.
En la década de los años 50, la
combinación de treinta años de ingresos petroleros y de un dictador — el
General Marcos Pérez Jimenez, quien se dedicó a modernizar Caracas — hizo de
Venezuela un paraíso para arquitectos provenientes del extranjero. Algunos,
como Graziano Gasparini o Federico Beckhoff, adoptaron la ciudad capital como
residencia permanente. Otros, incluyendo a Gio Ponti y Oscar Niemeyer,
visitaron brevemente la ciudad atraídos por su orientación modernista. El
primero contribuyó la famosa “Villa Planchart”, la cual se mantiene intacta
como ícono de los años 50 hasta el presente; el segundo propuso un enorme
triangulo invertido como Museo de Arte Moderno para la ciudad, proyecto que
nunca se ejecutó. Unos pocos colaboraron con colegas locales en el diseño de
edificios únicos. Tal fue el caso de Marcel Breuer y Herbert Berckhard, quienes
se asociaron con Ernesto Fuenmayor y Manuel Sayago en “El Recreo”, un complejo
comercial que nunca se llevó a cabo; fue el caso también de Dirk Bornhorst y
Pedro Neuberger, dos jóvenes arquitectos venezolanos nacidos en Alemania,
quienes fueron contratados para ayudar a construir la Caracas moderna por Jorge
“Yoyo” Romero Gutierrez. “Hay tanto por hacer”, decía Romero Gutiérrez, “todo
es posible”.
Así, se pusieron a la tarea junto a
arquitectos de la talla de Carlos Villanueva, cuya Universidad Central de
Venezuela – la cual ostenta un campus modernista de fluidas líneas y obras de
arte de Léger, Arp, Vasarely y Calder, entre otros — fue declarada Patrimonio
Cultural de la Humanidad por la UNESCO en el año 2000; o del osado Fruto Vivas,
cuya espléndida concha acústica, la cual recubre el Club Táchira, es una
importante muestra de arquitectura orgánica; o de Tomás José Sanabria, quien
diseñara un hotel cilíndrico sobre el Avila, El Humboldt, cuyo nombre conmemora
al explorador alemán que presenció una lluvia de meteoritos en Venezuela
durante su visita de 1799.
La colina llamada Roca Tarpeya fue
esculpida para albergar a El Helicoide. En la ladera norte se instalaron cuatro
ascensores con tecnología de punta para la época. Foto de Estudio Jacky.
Cortesía de: Archivo Bornhorst.
En 1955 Arquitectura y Urbanismo, la
firma de Romero Gutiérrez, consiguió un importante contrato. El dueño de La
Roca Tarpeya, un cerro de 30.472 metros cuadrados, quería construir una serie
de pequeños edificios residenciales accesibles a través de una calle empinada.
Romero Gutiérrez y sus socios concibieron un plan alternativo, cambiando la
idea original de un proyecto residencial por otra, mucho más lucrativa, de uno
comercial. Este constaría de una calle ascendiendo en espiral sobre la
superficie abovedada del terreno, la cual serviría así como plataforma para los
carriles superiores, forma económica y eficiente de aprovechar el espacio
disponible. La vía se convertiría eventualmente en una ruta de aproximadamente
4 kilómetros, con niveles ascendentes y descendientes constituidos por dos
espirales enroscadas, algo semejante a la doble hélice del código genético.
Habría mil puestos de estacionamiento, dos por cada comercio de este complejo,
alineados por el camino.
“El Helicoide: Centro Comercial y
Exposición de Industrias” fue diseñado como un moderno centro comercial que
albergararía enormes galerías para exhibir los adelantos de las florecientes
industrias nacionales (petróleo, gas, hierro, aluminio y agricultura). Hubiera
incluido asimismo una sala de exposiciones automovilísticas; un gimnasio y una
piscina; restaurantes; guarderías; discotecas; un cine gigante; un hotel de
primera con oficinas para todas las principales líneas aéreas; un helipuerto
para transportar pasajeros desde y hasta el aeropuerto; y un sistema completo
de acceso interno con ascensores diagonales y escaleras mecánicas. En su cima,
bajo un domo diseñado por Buckminster Fuller, los visitantes podrían comprar
souvenirs. El paisajismo iba a estar a cargo de Roberto Burle Marx. El
Helicoide era arquitectura de punta, aún para los estándares de los Estados
Unidos.
“La construcción…”, al decir de
Bornhorst, el único de sus arquitectos que aún hoy vive, en su libro El
Helicoide, “…fue concebida como una escultura urbana, una pièce de résistance
arquitectónica, suavemente adaptada al ritmo de los cerros adyacentes, formando
en sí misma otro relieve dentro de la topografía urbana…” en el valle de
Caracas, cuyos cerros hacían soñar a los arquitectos con una Acrópolis tropical.
El presupuesto para este desarrollo de 40.506 metros cuadrados de concreto
armado fue calculado en diez millones de dólares. Al momento de ser abandonado,
el monto había ascendido a veinticuatro millones.
La maqueta fue inaugurada en la
oficina central de los arquitectos, el Centro Profesional del Este, en
septiembre de 1955, con la presencia de Pérez Jímenez, alianza cuestionable
cuyo alcance aún está por determinarse, pero la cual eventualmente le costaría
la vida al proyecto. Poco después comenzó el colosal esfuerzo para alzar la
torre enroscada, con un plan tan extremo como su forma: La Roca Tarpeya fue
esculpida, centímetro a centímetro, para ajustarle El Helicoide como un guante.
Esta estrategia limitó dramáticamente al edificio, pues quedó literalmente
emparedado entre el cerro y su vialidad en espiral, contando con una
profundidad máxima de 7 a 15 metros.
El Helicoide fue un hit instantáneo:
su forma y escala atrajo la atención de los arquitectos de todo el mundo. Fotos
de su maqueta aparecieron en la portada de periódicos del extranjero y ocuparon
un lugar prominente en la exposición Roads del MoMA en 1961. (Se prevé la
aparición de El Helicoide en la retrospectiva sobre arquitectura
Latinoamericana de dicho museo para el 2015). En Venezuela una campaña
publicitaria de preventa de los diferentes locales comerciales que el edificio
albergaría (forma innovadora de recaudación de fondos para la época) produjo
vasos, calcomanías y llaveros. Con la esperanza de que El Helicoide sería un
catalizador del desarrollo urbano al sur de Caracas, se planificó un boulevard
que conectaría al edificio con el Jardín Botánico, adjunto a la recién
inaugurada Universidad Central de Venezuela. El poeta chileno Pablo Neruda
escribió que El Helicoide era “uno de las creaciones más exquisitas que jamás
nacieran de la mente de un arquitecto”. Salvador Dalí se ofreció a decorarlo.
Entonces ocurrió lo impensable: el
proyecto comenzó a paralizarse en un lento y gradual congelamiento que tomó a
todo el mundo por sorpresa y del cual El Helicoide nunca se recuperó. En enero
de 1958 Pérez Jiménez fue destituido. Al contrario de lo que se cree, El
Helicoide aún no estaba en construcción, pues sólo se había tallado la Roca
Tarpeya entre 1955 y 1957. La construcción como tal comenzó a fines de octubre
de 1958, durante el gobierno militar provisional de Wolfgang Larrazábal, el
cual efectuaría una transición a la democracia y permitió al edificio seguir
adelante con tal de que sus empresarios contrataran a una serie de trabajadores
desempleados como parte de un plan nacional de emergencia. Esto se hizo y El
Helicoide avanzó a pasos agigantados, con 1.500 trabajadores alternándose en
tres turnos consecutivos las veinticuatro horas del día durante el siguiente
año y medio.
En 1975, Dirk Bornhorst, uno de los
tres arquitectos del proyecto, celebró su boda con una torta con la forma de El
Helicoide. Cortesía: Archivo Bornhorst
Fue la democracia la que propinó a El
Helicoide el golpe de gracia. Aún no está claro cómo esto ocurrió. Algunos culpan
al recién instaurado gobierno de Rómulo Betancourt, quien, poco dispuesto a
continuar y legitimar la masiva renovación de Caracas llevada a cabo durante la
dictadura, puso condiciones a una línea de crédito que le había sido otorgada
previamente a El Helicoide. La compañía, Helicoide C.A., se detuvo,
involucrándose en una larga disputa legal que terminaría en 1976 cuando el
edificio vacío fue declarado propiedad del Estado. Otros, incluyendo a Pedro
Neuberger, el tercero de sus arquitectos, afirmaron que luego de la destitución
de Pérez Jiménez los principales accionistas de El Helicoide (incluyendo a la
compañía IVECA, propiedad de Roberto Capriles) se fueron del país, dejando al
edificio en una deriva financiera. En cualquier caso, los contratistas no
recibieron su pago, y los comerciantes que habían comprado locales demandaron a
la constructora, la cual cayó en bancarrota. Fin de la historia del Centro
Comercial El Helicoide.
Durante los veinte años siguientes,
esta construcción venezolana que logró obtener titulares a nivel mundial quedó
sumida en un silencio casi absoluto. Sus arquitectos, desesperados por el
fracaso de esta fantástica aventura, se dedicaron a otros proyectos. Caracas,
fiel a su temperamento moderno que mira siempre hacia adelante y nunca hacia
atrás, continuó su camino, olvidando a esa magnífica espiral que había buscado
llegar al cielo del consumo. A decir verdad, los distintos gobiernos nacionales
y locales posteriores intentaron salvar al gigante congelado. Una tras otra,
cada administración propuso diferentes planes comerciales, culturales o
combinaciones de ambos, llegando a proponer veintisiete proyectos en total:
centro automovilístico, centro de artes escénicas, museo de arte, centro de
turismo, cementerio moderno, estación de radio y televisión, multi-cine,
biblioteca nacional, museo de antropología y centro ambiental son algunos de
los más resaltantes.
De entre estas propuestas sólo dos
llegaron a ser comenzadas, otorgando algo de vida a los pasillos vacíos del
edificio. Eso es, si no contamos las invasiones masivas que tuvieron lugar
entre 1979 y 1982. En 1979, tras la reubicación oficial en El Helicoide de
quinientos damnificados por los deslizamientos de tierras, pequeños grupos
comenzaron a instalarse gradualmente en el edificio. Para 1982 la estructura
inacabada albergaba doce mil invasores, todos viviendo sin servicios básicos en
un área deprimida de la ciudad. El edificio se volvió una zona roja de tráfico
de drogas y prostitución, con altos índices de criminalidad entre sus
residentes.
Esta situación fue literalmente
limpiada con fuerza hidráulica en 1982 para abrirle paso al Museo de
Antropología. Con este proyecto se logró finalmente colocar sobre el edificio
el domo de Buckminster Fuller, el cual había estado almacenado en un depósito
por más de treinta años. Aun así, este plan no prosperó, a pesar de haber
contado con la colaboración de Romero Gutiérrez, el arquitecto principal de El
Helicoide, quien se negó a poner pie en el edificio pero brindó su asesoría a
distancia. Por su parte, los ascensores austríacos Wertheim de alta tecnología,
que habían sido construidos especialmente para este edificio, no corrieron con
la misma suerte del domo. Con capacidad de carga para noventa y seis personas y
diseñados para deslizarse diagonalmente sobre una inclinación de treinta grados
a una velocidad de 2 metros por segundo, languidecieron en La Guaira, adonde
habían llegado con gran fanfarria dos décadas antes. Para 1982, muy poca gente
sabía siquiera qué eran aquellas enormes máquinas cuyas piezas eran dignas de
ser exhibidas en un museo.
Mirando al oeste de El Helicoide de la
Roca Tarpeya en Caracas, Venezuela. Foto de Nelson Garrido.
Poco después que los planes del Museo
de Antropología fueron abandonados apareció otro tipo de ocupante. En 1984 los
servicios de inteligencia de la policía venezolana (antes DISIP, ahora SEBIN)
comenzaron poco a poco a ubicar sus oficinas en El Helicoide, un panopticon
perfecto con vista panorámica de Caracas en 360 grados. Una nueva oscuridad se
cernió sobre el edificio, esta vez al ser transformado en un centro de
reclusión. Se instaló equipo de vigilancia de alta tecnología y los oficiales
se deleitaban con la posibilidad de conducir sus vehículos hasta la puerta de
sus oficinas al estilo James Bond. Desde entonces El Helicoide alberga presos
políticos, tortura, y equipos SWAT que interceptan a cualquiera que ose
fotografiar el edificio desde las autopistas circundantes.
Algunos creen que el lugar está
maldito. El cerro, después de todo, recibe su nombre de la Roca Tarpeya de
Roma, desde donde la hija de Tarpeyo, general de esa ciudad, fuera lanzada
hacia su muerte por haber traicionado a Roma con los sabinos. En 1992, Julio
Coll y Jorge Castillo, arquitectos de uno de los proyectos más progresistas
elaborados para El Helicoide — El Centro Ambiental de Venezuela, diseñado para
el Ministerio del Ambiente, respuesta admirablemente temprana en la región a un
problema global — intentaron dispersar la energía negativa que parecía bloquear
el desarrollo del edificio. Convencido de que parte del problema era el
supuesto yacimiento de un cementerio aborigen en La Roca Tarpeya, el equipo
tomó varias medidas para alinear las energías del lugar e incluso llevó a cabo
una meditación silenciosa bajo el domo de Fuller. El proyecto logró ser
completado en 1993: una magnífica sede que contaba con una biblioteca con
nichos de mármol en el nivel superior del edificio. En vano, ya que el Centro
Ambiental nunca se inauguró y a los pocos meses un nuevo gobierno se apropió de
la despampanante sede para los altos mandos de la DISIP. La Roca Tarpeya había
asestado otro golpe mortal.
Una década después, la DISIP comenzó
a ser acompañada por escuelas de entrenamiento policial y militar, a saber, por
la Universidad Nacional Experimental de la Seguridad (UNES) y la Universidad
Nacional Experimental de las Fuerzas Armadas (UNEFA). Orgullosa de El
Helicoide, la DISIP incluyó imágenes del edificio en la edición filatélica que
conmemoraba su aniversario en el 2007. La institución policial fue reprendida
pocos años más tarde, en junio de 2012, por la Corte Inter-americana de
Derechos Humanos, la cual determinó que como centro de detención El Helicoide
violaba convenciones internacionales de higiene para las prisiones. Un serio
brote bacteriológico condujo finalmente a la transferencia de los presos a
otras instalaciones, pero todavía hoy se realizan detenciones a cortos plazos
en su sede. La ironía es asombrosa: un lugar que iba a ser el autopista al
paraíso de los consumidores se convirtió en un tobogán al infierno, como si la
espiral, en lugar de ascender, hubiera descendido. Giro particular del
referente sacro de El Helicoide, el zigurat, pues el zigurat no sólo nos
conecta con el cielo, sino también con la tierra bajo nuestros pies. El
Helicoide, un zigurat tropical a la deriva.
La cúpula geodésica del edificio de
Buckminster Fuller fue instalado finalmente en 1982 luego de estar veinte años
almacenado. Foto cortesía del archivo de Carsten Todtmann
Hay rumores de que El Helicoide tiene
túneles subterráneos que llegan a diferentes partes de la ciudad. Cual una
hélice risomática cuyas volutas esparcen desperdicio y desilusión, las
barriadas alrededor del edificio se han multiplicado, así como el cuerpo de
seguridad instalado en sus entrañas. Los barrios envuelven tan de cerca al
edificio que se fusionan topográficamente con sus curvas, mientras que éste
sirve de plataforma para operaciones policiales. El Helicoide, una extraña y
surreal plataforma, tan inusitada, impredecible y singular como la fisionomía
siempre cambiante de Caracas.
Para la mayoría de los caraqueños, El
Helicoide es simplemente parte del paisaje, uno de muchos edificios inacabados
o abandonados de los años 50 y 60, cuando Caracas atravesó su boom moderno y se
expandió en todos los sentidos. Fue un tiempo utópico que algunos recuerdan con
profunda nostalgia, ya sea por el régimen dictatorial que dio a la ciudad su
infraestructura moderna, ya por la democracia floreciente que advino
inmediatamente después de décadas de dictaduras casi consecutivas, cada una
estampando su carácter distintivo al fértil valle que otrora albergara
haciendas de café y tabaco.
En las cuatro décadas que siguieron
al descubrimiento del petróleo en 1918, Caracas pasó de un pueblo tranquilo y
semi-rural de 140.000 habitantes, a una capital efervescente de América con una
población de más de 1.2 millones de personas, repleta de autopistas,
rascacielos y escuelas para las familias de las compañías petroleras
extranjeras (Shell, Mobil, Exxon) que se afanaban en bombear petróleo
venezolano. Al igual que ese petróleo, la recién nacida democracia surgió llena
de proyectos, ávida de asir una modernidad para la que Venezuela parecía
finalmente madura, lista para ponerse al día con un mundo que por mucho tiempo
había admirado. Sin embargo, al igual que muchas otras naciones, esta
democracia se construyó a costa de una vasta mayoría a la que rara vez se
visibilizaba y mucho menos reconocía. La “fiesta fabulosa”, como los
venezolanos llamaron al período de las décadas de los 40 a los 70, llegó a su
fin en 1999 con el auge de la Revolución Bolivariana liderizada por Hugo
Chávez. Pero la fiesta había terminado mucho antes. El Helicoide es testimonio
de esos extremos que han llevado a Venezuela del entusiasmo a la desesperación
una y otra vez.
Una vista del futurístico El Helicoide
desde abajo. Foto: Paolo Gasparini.
La modernidad es una condición
truculenta, especialmente en un país como Venezuela, con un boom petrolero que
irrumpió en medio de una economía semi-feudal. Ponerse al corriente de las
tendencias mundiales no es igual a progresar o independizarse como nación y sin
embargo, en Venezuela, ponerse al día significó convertirse, si no en igual, al
menos en un jugador comparable a su complicado vecino del norte, los Estados
Unidos. Se trató entonces de emular el modelo de América del Norte, entendido
como modelo del futuro, de un progreso basado en los paradigmas de la inversión
capital y la eficiencia mecánica. Ponerse al día significó, en forma
típicamente venezolana, ganarle a los “gringos” en su propio juego: por
ejemplo, construyendo un centro comercial que los dejara boquiabiertos.
Y así sucedió. En el catálogo para la
exposición Roads de 1961 en el MoMA, Bernard Rudofsky y Arthur Drexler
comentaban admirados que El Helicoide era “un emprendimiento osado realizado en
Latinoamerica y no en los Estados Unidos, donde tanto las autopistas como los
centros comerciales han contado entre nuestros esfuerzos más ambiciosos”. Esto
era tan cierto que Nelson Rockefeller intentó comprar El Helicoide, pero no
pudo superar el complejo litigio legal que paralizó a la construcción. El
Helicoide fue una hazaña de la imaginación y la tecnología en un contexto donde
estas cosas son secundarias, donde la continuidad no existe y el mantenimiento
es considerado una pérdida de tiempo. Un contexto en el cual las motivaciones
son presa de políticas de apropiación que subordinan al país a sus líderes en
una perversa filiación.
El Helicoide representa lo contrario
de aquello para lo cual fue construido. En lugar de un dinámico centro de
intercambio comercial que pudo haber revitalizado la zona y sus alrededores, el
edificio creció melancólicamente hacia adentro, condenado, como un pensamiento
obsesivo, a repetirse una y otra vez. En lugar de resultar expansivo, se
convirtió en una fortaleza amenazadora de “la ley y el orden” en un país que
los ignora sistemáticamente. La torre que pudo haberse vuelto un símbolo del
empuje progresista de la modernidad se convirtió en un emblema de sus fracasos,
del precio que se paga por desear cambiar todo a cualquier costo, por imponer
una visión unilateral, por soñar por los demás lo que quizá ellos no deseen
soñar para nada. Muchos piensan que, en su condición de ruina, El Helicoide
ofrece el retrato distópico más apropiado de Caracas.
Durante los últimos treinta años, El
Helicoide ha actuado como un sol negro, irradiando control estatal, detenciones
y violencia. Para algunos, este destino es mejor que el abandono total, pero
está muy lejos de sus grandiosas aspiraciones iniciales. Y más lejos aún de la
sagrada geometría que subyace las pirámides y los templos, la danza espiral al
origen de toda vida presente en estas estructuras. Tallado literalmente en la
piedra, El Helicoide durará cientos de años, al igual que aquellas
construcciones ancestrales, sobreviviendo incluso explosiones nucleares.
Permanecerá como ícono de un futuro que nunca llegó al presente.
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