El lujo en el gobierno revolucionario ha crecido exponencialmente, y se
ha vuelto una ostentación grosera e inhumana.
El lujo forma parte de una conciencia que ha hecho suyo el deleite de
manera absoluta; de una tradición y de una cultura exquisita a la que no todos
tienen acceso. Sólo aquellos que poseen fortuna y heredad nobiliaria, cultivan
el lujo con la convicción de que éste forma parte de la virtud fraguada junto a
los modales y la elegancia. Aunque el lujo no garantiza el buen vivir, sin el
peso que trae consigo la propiedad del exceso, muy distinto a la presencia de
vivir en conformidad, así sea con poco.
El goce de vivir sin nada no es lo mismo que el goce por tener en
demasía. Ciertamente, hay un abismo entre los que tienen mucho y los que tienen
poco. Porque no siempre se es feliz en la riqueza, con la perturbada ambición
que gusta acumular tantas cosas materiales que abruman los libros de
inventarios y estadísticas. La pobreza alcanza, por otros senderos, a aquellos
que tienen mucho, y llegan al punto de no saber qué hacer con tanto. Estos han
perdido el sentido del goce natural que la abundancia material encarcela. Los
pobres pierden su goce cuando los alcanza o les es impuesta la miseria.
Los poderosos del lujo no se exponen a la fama, como las celebridades de
la farándula. Prefieren vivir encerrados en la fantasía que crea el lujo mismo
y no en la realidad que está fuera de sus castillos. Esta elección es también
su vulnerabilidad y el riesgo al que está expuesta su fortuna y su propia vida.
Sin embargo, hoy en día, el lujo puede alquilarse, comprarse o robarse, pero no
puede tenerse por mucho tiempo. Siempre está la amenaza o el riesgo de perderlo
o arruinarlo, porque el lujo no le pertenece al nuevo propietario de forma
exclusiva y permanente, en ninguno de los sentidos. Así éste sea notariado o
asegurado por una empresa fantasma. Mucho más si el lujo ha sido tomado o
robado desde la carencia, la envidia o la ambición. Inclusive, existe la
posibilidad que después de tener el lujo ajeno, algunos lo arrojen o se
deshagan de él, porque no saben cómo llevarlo y hacerlo parte de su existencia.
Es entonces cuando se advierte que el verdadero lujo es más que la
representación de un objeto que se posee. Sea una joya, un auto o una mansión.
Los narcotraficantes tienen tanto dinero que no hayan dónde gastarlo. El
universo de sus placeres es reducido, mundano y clandestino.
No es como el lujo de la moda que imponen las marcas en el mercado. Son
tan vertiginosos los cambios de modelos y estilos, que los vanidosos son presa
de la ansiedad y el sufrimiento, al sucumbir al tormento de no poder adquirir
el objeto de última moda. A algunos les causa vergüenza ponerse aquello que
pasó de moda porque no luce igual como la primera vez, les asusta una mirada
indiscreta, que les asalte en el momento menos esperado, para someterlo a la
burla de los demás. Sobre todo, algunas mujeres son acosadas por ese inmerecido
pudor que atropella su orgullo femenino; ir a una fiesta donde otra tenga el
mismo vestido, puede convertirse en una experiencia catastrófica que la lleve a
huir de la fiesta o a encerrarse en el baño, para ahogarse de rabia o llanto.
El desquite de aquellos que no tienen como
comprar la última marca, es recurrir a la imitación de la original. Un mercado
paralelo que es tan expansivo y demandado como el de la mercancía que apuesta a
no tener rival. En cambio, para las monarquías, las prendas del lujo no solo
forman parte del estilo de sus vidas, es su pertenencia otorgada per se, por una voluntad divina: Dios. Llevan el lujo
sin esfuerzo, porque el lujo es parte de aquello que sustenta su ser y su
poder. Sus cuerpos se han acostumbrado a vestir el lujo con una refinada y
acicalada educación, la cual vela por ellos, hasta en la propia intimidad. Es
su otra piel. No obstante, tanto lujo que inunda a la cotidianidad de los
poderosos aristocráticos, puede aburrirlos y un día plantearse la idea de cómo
reinventarlo. Pero la desventura comienza cuando no tienen imaginación. Y la
imaginación es lo único que no se puede prestar, alquilar o comprar.
Así cada gesto, registro de voz y elección que parece arbitraria,
corresponde al lujo conductual de los protagonistas de la monarquía. En las
aristocracias de la antigüedad, el lujo sólo podían encarnarlo ellas mismas.
Ninguna clase social tenía derecho ni el poder de heredarlo. No sólo sus
palacios, vestimentas y joyas representaban el lujo singular, sino la ceremonia
que lo acompañaba. Los príncipes y princesas se educaban en la rigurosa
conciencia de no renunciar jamás al lujo. Nunca repetían ponerse el mismo
traje, ni la misma joya. Los cocineros de los palacios se esmeraban porque la
comida de los banquetes no fuera el mismo menú que repugnara a los comensales
de las cortes, así éstos no tuvieran dientes para masticar. Al final, estar
ante lo novedoso que deslumbraba a la mirada, era lo más importante porque le
daba continuidad al éxtasis donde se vivía.
Los artistas bajo el protectorado de los reyes,
eran presionados en producir una obra inédita, bien sea musical, pictórica o
escultórica, que complaciera las exigencias del buen gusto de sus mecenas. El
Papa se sumaba a esa dinastía filantrópica. El recinto del Vaticano es prueba
de ello. La aristocracia no perdía el glamour ni
cuando salía de caza, y muchos menos, cuando una revolución se disponía a
cortarles la cabeza. Cuando la burguesía quiso tomar el poder, en un ascenso
sistemático y pugnaz, en las postrimerías de la Revolución Francesa, mucho
antes el dramaturgo Jean Baptiste Poquelin Moliere, en sus piezas teatrales,
haría un retrato trágico y burlesco de esa nueva clase que copiaba el lujo que
habitaba en los palacios de la aristocracia reinante. Después de ese periodo,
donde brilló la hoja ensangrentada de la guillotina decapitando la cabeza de
los reyes, el novelista Honorato de Balzac, exploraría el carácter y la
conducta del burgués en el compendio de sus novelas, que llamaría la comedia humana, y que no pudo terminar por tamaño
reto y exuberancia.
En una revolución socialista el lujo es muy
distinto al de una sociedad aristocrática o burguesa. La mercancía del lujo no
se sociabiliza entre las masas, esa cosa
impersonal como la que ahora se llama alpueblo,
porque el lujo es exclusivamente para los líderes máximos de la revolución. El lujo es para la casta superior que
gobierna y para nadie más, porque aunado a ello, la sociedad de clases ha
comenzado a desaparecer. Sólo la cúpula del poder revolucionario, y sus
familiares, tienen acceso al lujo. No es de extrañar que en Cuba, el centro del
poder se llame el Palacio de la Revolución. Allí el comandante en jefe
vive como un rey o emperador. Los que han tenido la oportunidad de entrar a ese
palacio, se quedan pasmados ante tanto lujo. Lo máximo son las fiestas de
celebración o bienvenida al selecto grupo de inventados extranjeros. Por lo
general, en las mesas donde se sirve el banquete se encuentran exquisiteces
gastronómicas que no podría hallarse en ningún modesto hogar cubano. En el
palacio de la revolución el comensal puede disfrutar de la exótica receta de
langosta con chocolate negro, según dice la leyenda, inventada por el
comandante en jefe, o del ron de embriagador bouquet
que sólo se fabrica para consumir dentro del palacio de la
revolución. Las fiestas siempre terminan cuando el comandante en jefe, se hace
traer en la madrugada la mujer más bella y apetecible que lo había deslumbrado,
coquetamente, en los predios de su palacio.
La tradición de revivir el pasado destruido se preservó en la conducta
de los conductores de la revolución. Joseph Stalin vivió y gobernó como el zar
que más admiró, por coincidir, inconscientemente con su patología perversa:
Iván el terrible. También Mao Tse Tung, no como el último emperador de China
—que fue el pusilánime Puyi— sino como uno de aquellos emperadores sanguinarios
de la dinastía Ming. Es paradójico, todos los conductores de las revoluciones
marxistas tienen una fascinación por la divinidad mesiánica y sobrenatural, por
el esplendor de aquellos gloriosos imperios del pasado.
En la revolución del siglo XXI, ese adefesio que no le calza ni siquiera
la palabra revolución, instalada en Venezuela, la casta del poder ha hecho
también suyo el lujo como una manera de reafirmar el poder y la exclusión de
las clases más acomodadas que han derrumbado, pero a su vez de las más pobres,
empobreciéndolas más. Los protagonistas de la revolución bolivariana no solo
han ido tras el lujo expropiando bienes ajenos, saqueando, traficando con el
narcotráfico y tomando como suyo el erario público, sino que su cúpula también
se ha planteado apoderarse de la belleza física que no tienen, porque la
naturaleza no los favoreció. Ni a hombre ni mujeres. No obstante se obstinan en
vencer el infortunio en que los colocó la naturaleza cuando aborta. Pero el
léxico o la procacidad con que hablan derriban los logros del cirujano
plástico. Sus riquezas y mansiones son resguardadas por testaferros, en medio
de una paradoja que parece absurda, en los mismos bancos y territorio de su
enemigo estelar: los Estados Unidos de Norteamérica. En el fondo, el Alto Mando
de la revolución quiere gobernar en Venezuela y vivir en Norteamérica. En medio
de la escasez de alimentos y medicinas, en medio de la crisis humanitaria que
abate a los venezolanos, el lujo en el gobierno revolucionario ha crecido
exponencialmente, y se ha vuelto una ostentación grosera e inhumana, cuando
cada jerarca del poder luce sus prendas, vehículos, mansiones, vestimentas,
sobre la agonía y los cadáveres de un pueblo que sucumbe en el escenario de la
más terrible tragedia que le ha tocado vivir.
@edilio_p
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