sábado, 9 de julio de 2016

Para la casta superior que gobierna. El lujo y la obstentación - Edilio Peña

El lujo en el gobierno revolucionario ha crecido exponencialmente, y se ha vuelto una ostentación grosera e inhumana.

El lujo forma parte de una conciencia que ha hecho suyo el deleite de manera absoluta; de una tradición y de una cultura exquisita a la que no todos tienen acceso. Sólo aquellos que poseen fortuna y heredad nobiliaria, cultivan el lujo con la convicción de que éste forma parte de la virtud fraguada junto a los modales y la elegancia. Aunque el lujo no garantiza el buen vivir, sin el peso que trae consigo la propiedad del exceso, muy distinto a la presencia de vivir en conformidad, así sea con poco.

El goce de vivir sin nada no es lo mismo que el goce por tener en demasía. Ciertamente, hay un abismo entre los que tienen mucho y los que tienen poco. Porque no siempre se es feliz en la riqueza, con la perturbada ambición que gusta acumular tantas cosas materiales que abruman los libros de inventarios y estadísticas. La pobreza alcanza, por otros senderos, a aquellos que tienen mucho, y llegan al punto de no saber qué hacer con tanto. Estos han perdido el sentido del goce natural que la abundancia material encarcela. Los pobres pierden su goce cuando los alcanza o les es impuesta la miseria.
Los poderosos del lujo no se exponen a la fama, como las celebridades de la farándula. Prefieren vivir encerrados en la fantasía que crea el lujo mismo y no en la realidad que está fuera de sus castillos. Esta elección es también su vulnerabilidad y el riesgo al que está expuesta su fortuna y su propia vida. Sin embargo, hoy en día, el lujo puede alquilarse, comprarse o robarse, pero no puede tenerse por mucho tiempo. Siempre está la amenaza o el riesgo de perderlo o arruinarlo, porque el lujo no le pertenece al nuevo propietario de forma exclusiva y permanente, en ninguno de los sentidos. Así éste sea notariado o asegurado por una empresa fantasma. Mucho más si el lujo ha sido tomado o robado desde la carencia, la envidia o la ambición. Inclusive, existe la posibilidad que después de tener el lujo ajeno, algunos lo arrojen o se deshagan de él, porque no saben cómo llevarlo y hacerlo parte de su existencia. Es entonces cuando se advierte que el verdadero lujo es más que la representación de un objeto que se posee. Sea una joya, un auto o una mansión. Los narcotraficantes tienen tanto dinero que no hayan dónde gastarlo. El universo de sus placeres es reducido, mundano y clandestino.
No es como el lujo de la moda que imponen las marcas en el mercado. Son tan vertiginosos los cambios de modelos y estilos, que los vanidosos son presa de la ansiedad y el sufrimiento, al sucumbir al tormento de no poder adquirir el objeto de última moda. A algunos les causa vergüenza ponerse aquello que pasó de moda porque no luce igual como la primera vez, les asusta una mirada indiscreta, que les asalte en el momento menos esperado, para someterlo a la burla de los demás. Sobre todo, algunas mujeres son acosadas por ese inmerecido pudor que atropella su orgullo femenino; ir a una fiesta donde otra tenga el mismo vestido, puede convertirse en una experiencia catastrófica que la lleve a huir de la fiesta o a encerrarse en el baño, para ahogarse de rabia o llanto.
 El desquite de aquellos que no tienen como comprar la última marca, es recurrir a la imitación de la original. Un mercado paralelo que es tan expansivo y demandado como el de la mercancía que apuesta a no tener rival. En cambio, para las monarquías, las prendas del lujo no solo forman parte del estilo de sus vidas, es su pertenencia otorgada per se, por una voluntad divina: Dios. Llevan el lujo sin esfuerzo, porque el lujo es parte de aquello que sustenta su ser y su poder. Sus cuerpos se han acostumbrado a vestir el lujo con una refinada y acicalada educación, la cual vela por ellos, hasta en la propia intimidad. Es su otra piel. No obstante, tanto lujo que inunda a la cotidianidad de los poderosos aristocráticos, puede aburrirlos y un día plantearse la idea de cómo reinventarlo. Pero la desventura comienza cuando no tienen imaginación. Y la imaginación es lo único que no se puede prestar, alquilar o comprar.

Así cada gesto, registro de voz y elección que parece arbitraria, corresponde al lujo conductual de los protagonistas de la monarquía. En las aristocracias de la antigüedad, el lujo sólo podían encarnarlo ellas mismas. Ninguna clase social tenía derecho ni el poder de heredarlo. No sólo sus palacios, vestimentas y joyas representaban el lujo singular, sino la ceremonia que lo acompañaba. Los príncipes y princesas se educaban en la rigurosa conciencia de no renunciar jamás al lujo. Nunca repetían ponerse el mismo traje, ni la misma joya. Los cocineros de los palacios se esmeraban porque la comida de los banquetes no fuera el mismo menú que repugnara a los comensales de las cortes, así éstos no tuvieran dientes para masticar. Al final, estar ante lo novedoso que deslumbraba a la mirada, era lo más importante porque le daba continuidad al éxtasis donde se vivía.
Los artistas bajo el protectorado de los reyes, eran presionados en producir una obra inédita, bien sea musical, pictórica o escultórica, que complaciera las exigencias del buen gusto de sus mecenas. El Papa se sumaba a esa dinastía filantrópica. El recinto del Vaticano es prueba de ello. La aristocracia no perdía el glamour ni cuando salía de caza, y muchos menos, cuando una revolución se disponía a cortarles la cabeza. Cuando la burguesía quiso tomar el poder, en un ascenso sistemático y pugnaz, en las postrimerías de la Revolución Francesa, mucho antes el dramaturgo Jean Baptiste Poquelin Moliere, en sus piezas teatrales, haría un retrato trágico y burlesco de esa nueva clase que copiaba el lujo que habitaba en los palacios de la aristocracia reinante. Después de ese periodo, donde brilló la hoja ensangrentada de la guillotina decapitando la cabeza de los reyes, el novelista Honorato de Balzac, exploraría el carácter y la conducta del burgués en el compendio de sus novelas, que llamaría la comedia humana, y que no pudo terminar por tamaño reto y exuberancia.

En una revolución socialista el lujo es muy distinto al de una sociedad aristocrática o burguesa. La mercancía del lujo no se sociabiliza entre las masas, esa cosa impersonal como la que ahora se llama alpueblo, porque el lujo es exclusivamente para los líderes  máximos de la revolución. El lujo es para la casta superior que gobierna y para nadie más, porque aunado a ello, la sociedad de clases ha comenzado a desaparecer. Sólo la cúpula del poder revolucionario, y sus familiares, tienen acceso al lujo. No es de extrañar que en Cuba, el centro del poder se llame el Palacio de la Revolución. Allí el comandante en jefe vive como un rey o emperador. Los que han tenido la oportunidad de entrar a ese palacio, se quedan pasmados ante tanto lujo. Lo máximo son las fiestas de celebración o bienvenida al selecto grupo de inventados extranjeros. Por lo general, en las mesas donde se sirve el banquete se encuentran exquisiteces gastronómicas que no podría hallarse en ningún modesto hogar cubano. En el palacio de la revolución el comensal puede disfrutar de la exótica receta de langosta con chocolate negro, según dice la leyenda, inventada por el comandante en jefe, o del ron de embriagador bouquet que sólo se fabrica para consumir dentro del palacio de la revolución. Las fiestas siempre terminan cuando el comandante en jefe, se hace traer en la madrugada la mujer más bella y apetecible que lo había deslumbrado, coquetamente, en los predios de su palacio.

La tradición de revivir el pasado destruido se preservó en la conducta de los conductores de la revolución. Joseph Stalin vivió y gobernó como el zar que más admiró, por coincidir, inconscientemente con su patología perversa: Iván el terrible. También Mao Tse Tung, no como el último emperador de China —que fue el pusilánime Puyi— sino como uno de aquellos emperadores sanguinarios de la dinastía Ming. Es paradójico, todos los conductores de las revoluciones marxistas tienen una fascinación por la divinidad mesiánica y sobrenatural, por el esplendor de aquellos gloriosos imperios del pasado.
En la revolución del siglo XXI, ese adefesio que no le calza ni siquiera la palabra revolución, instalada en Venezuela, la casta del poder ha hecho también suyo el lujo como una manera de reafirmar el poder y la exclusión de las clases más acomodadas que han derrumbado, pero a su vez de las más pobres, empobreciéndolas más. Los protagonistas de la revolución bolivariana no solo han ido tras el lujo expropiando bienes ajenos, saqueando, traficando con el narcotráfico y tomando como suyo el erario público, sino que su cúpula también se ha planteado apoderarse de la belleza física que no tienen, porque la naturaleza no los favoreció. Ni a hombre ni mujeres. No obstante se obstinan en vencer el infortunio en que los colocó la naturaleza cuando aborta. Pero el léxico o la procacidad con que hablan derriban los logros del cirujano plástico. Sus riquezas y mansiones son resguardadas por testaferros, en medio de una paradoja que parece absurda, en los mismos bancos y territorio de su enemigo estelar: los Estados Unidos de Norteamérica. En el fondo, el Alto Mando de la revolución quiere gobernar en Venezuela y vivir en Norteamérica. En medio de la escasez de alimentos y medicinas, en medio de la crisis humanitaria que abate a los venezolanos, el lujo en el gobierno revolucionario ha crecido exponencialmente, y se ha vuelto una ostentación grosera e inhumana, cuando cada jerarca del poder luce sus prendas, vehículos, mansiones, vestimentas, sobre la agonía y los cadáveres de un pueblo que sucumbe en el escenario de la más terrible tragedia que le ha tocado vivir.

@edilio_p

No hay comentarios:

Publicar un comentario