Todos los pueblos, escribió Alexis de Tocqueville, cargan con un pecado
original. Y ese pecado original les pesará por los siglos de los siglos. El
nuestro fue el de renegar de los doctores y enaltecer a los guerreros.
Despreciar la pluma y adorar las lanzas. Repudiar la cátedra y admirar los
cuarteles. Ansiar la vida y provocar la muerte. Asómese a la ventana: verá los resultados.
“Divino es solo aquel que sabe vencerse a sí mismo. La mayoría ve la
ruina ante sus propios ojos, pero se precipita en ella”. Leopoldo von Ranke
(Alemania, 1795-1886)
En 1920, el gran pintor suizo Paul Klee dibujó una acuarela con tiza y
tinta china sobre papel que llamó Angelus Novus. Nada más verlo, el
joven pensador judío berlinés Walter Benjamin –tenía entonces 28 años– cayó
extasiado. Lo adquirió, lo llevó consigo tanto como pudo hasta que finalmente,
en su desesperada huida del nacionalsocialismo, se lo dio a guardar a uno de
sus amigos judíos de la Escuela de Frankfurt. Veía en él, maravillosamente
expresada, la tragedia del horror que se cernía sobre Europa como una avalancha
de maldad y crueldad infinita. Su interpretación quedó consignada en unos
apuntes que retratan su visión de la historia: “Hay un cuadro de Klee (1920)
que se titula Angelus Novus. Se ve en él a un ángel al parecer en
el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava su mirada. Tiene los ojos
desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe
tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo que para nosotros
aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que
acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. El ángel
quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero
una tormenta desciende del Paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte
que el ángel no puede plegarlas… Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente
hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas mientras el cúmulo de ruinas sube
ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso”.
Apostrofando esa interpretación, ese ángel de la historia, imaginado en
Venezuela y arrastrado hacia el futuro por la fuerza cósmica e inevitable de la
naturaleza más que por la fuerza racional, espiritual, consciente de la
historia, miraría hacia un pasado de barbarie y dictaduras que llega hasta el
cielo. Con una brutal diferencia respecto del Angelus Novus de
Klee interpretado por Benjamin: la tempestad que le ata las alas no es el
progreso: es la regresión bolivariana, es el caudillismo militarista, es la
ignorancia y el salvajismo de una sociedad que repudió desde su nacimiento la
posibilidad de entregarse a la civilidad. Que urgida por los caprichos y el
voluntarismo mesiánico de sus aristocracias prefirió la guerra a la paz, la
violencia al entendimiento, la muerte a la vida. Para, al cabo de la proeza y
consumida por el apuro, reconocer el monstruoso error cometido: “Quién podrá
negar que éramos felices y disfrutábamos de la paz colonial. Mientras que
ahora, sacrificados todos esos bienes por tenerlos mejores, nos consume el
horror de la guerra y el caos”. Lo dijo, palabras más palabras menos, al borde
de la muerte, el máximo responsable de su propia tragedia, que por siglos sería
la de todos, Simón Bolívar.
Doscientos años venerando al máximo responsable de esa monstruosa
acumulación de ruinas negándose a citar su atribulado testamento, pues de
hacerlo, el esperpéntico edificio de sus delirios, la república construida
sobre ese desafuero, dejaría los graves defectos de su obra al desnudo. Solo la
frágil civilidad construida a pesar de la médula militarista, autocrática,
violenta y bárbara que la determina, esa sangre, ese sudor y esas lágrimas
derramadas por los vencidos sobre el filo de los machetes, las lanzas y las
espadas, los fantasmas de la muerte travestidos de Angelus Novus que
deambulan por los campos de batalla de nuestras incontables y miserables gestas
de la nada, ha permitido que asomemos la cabeza por sobre el pantanal africano
de nuestras determinaciones ancestrales.
Los demócratas de hoy no somos herederos de Bolívar. Ni de los lanceros
y macheteros que volvieron caras. Somos los dolientes, así lo ignoremos, de las
decenas y decenas de miles de cadáveres provocados por la Guerra a Muerte. Si
mal se cuenta, medio millón de seres humanos de uno y otro bando si sumamos las
víctimas de la llamada Guerra de Independencia con las provocadas por la
llamada Guerra Federal y aderezadas por la peste, los descalabros telúricos,
los infortunios de la naturaleza. Pero, por lo visto a posteriori, tal cantidad
de cadáveres no fue suficiente como para saciar la voracidad de la barbarie.
Guardamos el triste privilegio, ese sí merecedor de un premio Guinness, de ser
doscientos años después el país más violento del mundo, aquel en que la cifra
de homicidios se ha unido a la de la inflación y el desabastecimiento para
convertirnos en la sociedad más miserable de la tierra.
¿A quién le importaron esas abrumadoras, inmensas mayorías exterminadas
que no tenían el más mínimo interés en embarcarse en el delirante capricho de
la República, un sortilegio, una mesiánica aventura y una ilusión tornasolada
de la que no se tenía la menor idea? Cuyos protagonistas no se embarcarían en
la guerra en razón de algún ideal patriótico sino a cambio de las mismas
recompensas a las que aspiraban cuando le caían a saco a los sectores pudientes
de la pobre sociedad criolla. Exactamente como ahora: mi voto por una gallina.
Entonces el intercambio de favores y compromisos era más grave: asesinar
realistas a cambio de poder y tierras.
¿Quiénes habían leído a Voltaire y a Montesquieu en Valle de la Pascua y
en Caicara del Orinoco? ¿Quiénes habían oído hablar de Maximilien François
Marie Isidore de Robespierre, o de Georges-Jacques Danton o de Jean-Paul Marat?
¿Quiénes tenían la más remota idea de lo que era Napoleón al mando de un citoyen en
San Fernando de Atabapo o en las Queseras del Medio, esas arenas ensangrentadas
de nuestra caribeña Guerra de Troya? El joven Simón José Antonio de la
Santísima Trinidad Bolívar Ponte Palacios y Blanco. Y tras suyo un par de
docenas de aristócratas ilustrados y dos o tres venezolanos cultos y educados,
únicos en ese valle de la ignorancia, de los cuales el más conspicuo, Andrés
Bello. Que prefirió el destierro al regreso. Junto a Francisco de Miranda,
quizá la única conciencia que fue capaz de medir en su monstruosa y sangrienta
exactitud el horror que se nos venía encima. Y salió huyendo para no volver
nunca jamás. ¿De qué y para qué vivir en un país cuya principal ocupación era,
y continúa siendo hasta el día de hoy, el bochinche?
Todos los
pueblos, escribió Alexis de Tocqueville, cargan con un pecado original. Y ese
pecado original les pesará por los siglos de los siglos. El nuestro fue el de
renegar de los doctores y enaltecer a los guerreros. Despreciar la pluma y
adorar las lanzas. Repudiar la cátedra y admirar los cuarteles. Ansiar la vida
y provocar la muerte. Asómese a la ventana: verá los resultados.
ANTONIO SÁNCHEZ GARCÍA / @SANGARCCS3 DE MAYO 2016 - 11:01 PM
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