Ni el edificio devastado, ni los heridos, ni los muertos,
son simbólicos. Pero sí lo es el asalto al Capitolio perpetrado por las turbas
enardecidas de un presidente electoralmente derrotado quien intenta ahora
ocupar otro sitial: el del máximo caudillo populista de la nación.
Sería un error interpretar el asalto como el aullido
postrero de un presidente enloquecido por el poder. Menos errado es verlo como
parte de una estrategia que ha tomado formas en diversas partes del mundo y que
ahora ha hecho acto de presencia en los propios EE UU. Estamos hablando del
avance del populismo-nacional cuyo objetivo claro y preciso es demoler los
fundamentos sobre los cuales reposa la democracia liberal.
El asalto al Capitolio tiene, repetimos, un enorme poder
simbólico. Sobre todo si se toma en cuenta que la diferencia de la democracia
liberal con otras formas de gobierno reside en la existencia de un parlamento
que actúa como representación delegada y no directa del pueblo. En ese
contexto, Trump, visto desde una perspectiva mundial, es un líder del
populismo-nacional, uno más de una larga galería que a veces en nombre de la
derecha, otras veces en nombre de la izquierda, levantan, como objetivo
estratégico; la transformación de la democracia liberal en una democracia personalista
y autoritaria.
Trump no es un fenómeno aislado. Por el contratrio, él es
miembro de una familia política formada por autócratas como Putin, Lukazensko,
Kazynski, Orban, Erdogan, Bolsonaro, Bukele, Ortega, Maduro y otros. Casi
ninguno de esos autócratas puede ser catalogado como un dictador tradicional
pero sí, todos, como exponentes de un tipo de post-democracia que incorpora
elementos dictatoriales (¿"democraturas”?) entre ellos, la renuncia a la
representación delegativa y su sustitución por lo que ellos llaman democracia
directa.
Como ya ocurrió en el periodo fascista del siglo pasado,
los trumpistas intentan imponer una relación sin mediaciones entre el
mandatario y el pueblo que sigue al mandatario. Ese punto es el que conecta al
populismo-nacionalista del siglo XXl con el fascismo del siglo XX.
Baste recordar que el jurista Carl Schmitt, quien fuera
por un breve periodo co-autor de una constitución nunca aprobada por el
nazismo, no se pronunció en contra del orden democrático sino a favor de una
democracia directa que en nombre del Führerprizip (principio del caudillo)
estableciera la comunicación sin dilaciones entre el pueblo representado por un
líder y el Estado. Vladimir Ilich Lenin por su cuenta - no por casualidad
admirado por Schmitt - imaginaba representar un nuevo tipo de formación
democrática cuyo organismo no era el parlamento sino los consejos del pueblo,
los Soviets. Comunistas y fascistas no imaginaban que defendían a una dictadura
sino, como acostumbraban a repetirlo, “una forma superior de democracia”: el
directo gobierno del pueblo representado en el líder colectivo (partido) o en
un líder personal.
La marca de fábrica del populismo-nacional del siglo XXl,
es el antiparlamentarismo. No hay dictadura moderna que no haya sido
anti-parlamentaria. Por eso, el asalto trumpista al Capitolio no lo vemos como
un hecho aislado. No es necesario remontarse muy lejos en la historia para
comprobarlo.
Hace pocos meses, el 31.08 del 2020, turbas alemanas, tan
enardecidas como los trumpistas norteamericanos del Capitolio, asaltaron el
Reichstag, dirigidos por neofascistas articulados al populismo nacionalista de
AfD. El pretexto fue la lucha en contra de las restricciones impuestas por el
gobierno en contra del Covid-19. Y al igual que las turbas trumpistas, lo hicieron
en nombre de un “poder popular” anti-elites, anti-partido y por supuesto,
anti-parlamentario.
Como sus recientes antecesoras alemanas, las turbas
trumpistas entraton gritando al Capitolio, “el Parlamento es nuestro”.
Efectivamente, es de ellos, siempre y cuando sus partidos los representen en su
interior. El parlamentarismo directo no existe.
¿Por qué el Parlamento?: Primero, porque es el lugar de
la representación popular por medio de sus partidos organizados. Segundo,
porque es el lugar donde después de debatidas, son promulgadas las leyes.
Tercero, porque es el lugar donde la nación debate consigo a través de sus
representantes. En virtud de esa triada, puede afirmarse que el Parlamento, en
sus más diversas formas y estructuras, es el organismo que una nación se da
para pensarse a sí misma. El Parlamento es el corazón de la democracia moderna.
Hay autores que afirman – entre ellos, uno de los más
lúcidos politólogos actuales, Jascha Mounk - que una de las contradicciones
históricas contemporáneas es la que se da entre las democracias liberales y las
democracias i-liberales (o autocracias). Conclusión que, si la aceptamos
completamente, nos llevaría a un callejón sin salida pues una democracia, para
ser liberal, debe otorgar a sus enemigos la misma libertad que a sus seguidores
y, por lo mismo, autoprivarse de los medios necesarios para defenderse a sí
misma. Para salir de ese callejón sin salida parece ser necesario entonces
llevar esa contradicción a un plano más político que ideológico. La contradicción
de nuestro tiempo – digámoslo así - sería la que se da entre los que defienden
a una democracia con parlamento y los que defienden una democracia sin
parlamento o, lo que es casi igual: con un parlamento convertido por el
ejecutivo en una caricatura de sí mismo.
El asalto al Capitolio fue una declaración de guerra del
trumpismo a la razón parlamentaria, ahí no hay como perderse. No es la primera,
ni será la última. Ha llegado por lo tanto la hora en la que los verdaderos
demócratas, aún a riesgo de abandonar algunos principios liberales, acepten el
desafío y libren, de modo decidido, e incluso militante, la lucha por la
defensa del parlamento.
El populismo- nacional - escuchando las arengas de Trump
queda muy claro - es el fascismo de nuestro tiempo.
Sobre ese tema continuaremos insistiendo en próximos artículos. Este es solo un enunciado.
https://twitter.com/GenPenaloza/status/1347530338407428097
12 de Enero del 2021
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