Si bien podemos
sentirnos optimistas o pesimistas, no solemos caracterizar el optimismo y el
pesimismo como sentimientos. En este texto, quisiera volver sobre la cuestión
de la esperanza para reconsiderar la temporalidad de los sentimientos: esto es,
de qué manera los sentimientos se direccionan hacia los objetos del presente,
de qué manera mantienen vivo el pasado y de qué manera implican formas de
expectativa o anticipación de lo que habrá de ocurrir (el futuro es siempre
«eso» que habrá de ocurrir pero nunca llega, eso que siempre o únicamente habrá
de ocurrir mañana, aun cuando hayamos dejado atrás futuros pasados). He
planteado que la promesa de la felicidad es aquello que hace que las cosas sean
promisorias; la promesa siempre «se adelanta» a sí misma.
Se trata de una
anticipación afectiva entendida como una orientación hacia el futuro, como
aquello que nos aguarda más adelante, como aquello que está por venir.En
términos clásicos, también la esperanza se describe como una emoción orientada
al futuro. John Locke, por ejemplo, describe la esperanza como una emoción que
percibe como bueno algo que aún no está presente, y a partir de ello imagina un
futuro placer: «La esperanza es ese placer de la mente que todos experimentan
en sí mismos con motivo del pensamiento del probable gozo futuro de una cosa
que sea capaz de deleitar.
La esperanza es un sentimiento presente (un placer en la
mente) pero direccionado hacia un objeto que no está aún presente. Desde luego,
esta decisión de depositar nuestras esperanzas en determinada cosa puede estar
sujeta a experiencias anteriores, por las que estimamos que algo podrá o habrá
de causarnos placer. He señalado que la felicidad, aunque la experimentemos en
el presente, se orienta siempre hacia el futuro. Se nos promete la felicidad
por medio de la proximidad a determinados objetos, lo que convierte la
felicidad en algo «expectante».
Podríamos incluso describir la felicidad como
una «tecnología de la esperanza», por tomar la expresión acuñada por Sarah
Franklin: cuando anhelamos esto o aquello, le atribuimos a esto o
aquello ser causa de felicidad, es decir, ser una felicidad que podría llegar
en un momento del futuro. O, según la descripción de Zygmunt Bauman, podríamos tener
felicidad mientras tuviéramos esperanza: «somos felices mientras no perdamos la
esperanza de llegar a ser felices».
Si esperamos la felicidad, podemos ser felices en la medida
en que retengamos esta esperanza (con una felicidad que, paradójicamente, nos
permite ser felices con la infelicidad).
La esperanza anticipa
una felicidad por venir. Ernst Bloch describe la esperanza como una «conciencia
anticipatoria»: somos conscientes del «todavía no» en el despliegue del
presente. A su juicio, la esperanza es un «acto orientado de naturaleza
cognitiva».
La esperanza, podríamos decir, es un modo atento de
orientarnos hacia el futuro, o un modo de crear la idea misma de futuro como
algo que nos lleva hacia algún lugar. El hecho de que al anhelar esto o aquello
lo que en realidad anhelemos sea la felicidad no implica que creamos que de
salir las cosas del modo que aguardamos seremos felices, sino
que podríamos serlo.
Tenemos cierta confianza en el resultado,
fundada en la posibilidad de que el resultado sea exactamente ese. En
la medida en que el futuro es lo que no existe, aquello que está siempre
adelante, en el rumor del «un poco más adelante», la esperanza también implica
imaginación, un deseo que nos ilumina acerca de aquello por lo que luchamos en
el presente. La esperanza es el deseo y la expectativa de que una posibilidad
deseada «se haga real».
Es por ello que, para
Émile Durkheim, la lógica anticipatoria de la esperanza la convierte en una
forma de orientación del pasado o que tiene que ver con el pasado. En otra
parte hice referencia a la crítica que el sociólogo francés plantea al
optimismo del discurso utilitarista. Pero Durkheim también se mostraba crítico del pesimismo. En
su célebre estudio acerca del proceso de división del trabajo, sostiene que los
pesimistas explican la esperanza como una ilusión que sostiene la decisión de
«seguir adelante».
En sus propias palabras, «según ellos [los pesimistas], si,
a pesar de las decepciones de la experiencia, aún queremos a la vida, es que
esperamos, sin razón, que el porvenir rescatará al pasado».
Durkheim se niega a creer que el optimismo implique este
engaño de la creencia o por la creencia. Sostiene que nuestras esperanzas se
fundan en el pasado, a partir de un cálculo acerca de lo que llama el término
medio de la existencia: «es preciso que, en el término medio de las
existencias, la felicidad haya superado a la desgracia. Si la relación se
invierte no se comprendería ni de dónde podría provenir el apego de los hombres
por la vida, ni, sobre todo, cómo se habría podido mantener maltratado a cada
instante por los hechos». En otras palabras, para él la existencia de la
esperanza constituye evidencia suficiente de lo que describe como una
recompensa relativa
. Pero todos sabemos que las personas que tienen esperanzas
pueden ser más o menos afortunadas. Durkheim plantea que la sola idea de que
alguien pueda ser más o menos afortunado solo tiene sentido si hemos
experimentado «momentos de fortuna», como así también «los golpes del
infortunio».
No necesitamos señalarle
a Durkheim que en realidad la historia nos enseña acerca de la relatividad de
la buena fortuna para aprender de su obra. Lo que nos demuestra es que nuestra historia, nuestra
llegada, implica distintos momentos de fortuna e infortunio, y que la esperanza
es una orientación hacia estos momentos del pasado, entendidos como el carácter
relativo de la fortuna.
Tenemos esperanzas –podemos sentirnos afortunados–
porque hemos experimentado momentos de fortuna, aun cuando no seamos
afortunados en nuestra actual situación de vida. La esperanza en la
persistencia de la vida tal vez implique la tendencia a valorar afectivamente
dichos momentos de fortuna como momentos afortunados.
Ya he explicado mi
interés por las formas distópicas a partir del argumento de Fredric Jameson
según el cual necesitamos desarrollar cierta inquietud por el futuro. Podríamos
suponer que las personas sienten más inquietud que esperanza. Tener esperanzas
como una orientación hacia momentos pasados podría ser un modo de evitar la
inquietud o ansiedad sobre la pérdida del futuro. Pero quisiera plantear que
entre inquietud y esperanza existe cierta intimidad. Tener esperanzas nos inquieta,
nos angustia, porque la esperanza implica querer algo que podría o no ocurrir.
La esperanza está relacionada con el deseo del «podría», que solo es un
«podría» si mantiene abierta la esperanza del «podría no»
Me gustaría pensar que
películas distópicas como Niños del hombre [Children of Men, Alfonso
Cuarón, Estados Unidos, 2006] constituyen lecciones objetivas de inquietud
esperanzada y su traducción en una esperanza inquieta. Niños del hombre parte
de la idea de que la posibilidad de perder el futuro no nos inquieta lo
suficiente; no solo nos muestra que podemos perder un futuro (el mundo «está en
ruinas»), sino que también nos da a entender que habremos de perder el futuro
si no pensamos el futuro como algo que podemos perder.
La pérdida de la capacidad
reproductiva se convierte en un síntoma de la pérdida de la capacidad de
producir un futuro. No habrá más humanos que recuerden el pasado, lo que
significa que el pasado no tendrá futuro. Theo, el protagonista, le pregunta a
su primo por qué se molesta en preservar los tesoros del mundo: «Dentro de 100
años no habrá nadie que pueda ver ninguna de estas cosas. ¿Qué hace que sigas
haciéndolo?». A lo que su primo le contesta: «Ya sabes cómo es, Theo. No pienso
en eso». Cuando no hay idea de futuro, la preservación del pasado se vuelve
irreflexiva. Es lo que nos permite «seguir adelante».
Dado que todos, en
cuanto seres finitos, nos enfrentamos a la ausencia de futuro, podríamos
considerar que la idea del futuro es la idea de lo humano, o la idea de lo que
Karl Marx llama «ser genérico». Si no hubiera un género, una especie, el ser
individual carecería de sentido, de manera tal que «no pensaríamos en eso» al
hacer lo que hacemos. Desde luego, podríamos cuestionar esta lógica humanística
que tiene por único propósito la siguiente generación, lo que nos devolvería a
la cuestión del «futurismo reproductivo» descripto por Lee Edelman.
O bien
podríamos considerar hasta qué punto lo que está en juego aquí es la
interrupción de lógicas de postergación bastante corrientes. Tenemos la
tendencia a soportar nuestras luchas en el presente postergando nuestra
esperanza de felicidad en algún punto futuro. Por consiguiente, «ningún niño»
no significa sencillamente «ningún futuro», sino también la pérdida de una
fantasía del futuro como aquello que puede compensarme por mis sufrimientos; lo
que está bajo amenaza es la fantasía misma de que haya algo o alguien por quien
sufrir. Si, según esta lógica de supervivencia por medio de la postergación, lo
que existe es para lo que viene después, la pérdida del «después» es
experimentada como la pérdida del «para».
La ausencia de niños es
un significante de la ausencia de alguien en quien pueda postergar mi
esperanza, en cuyo nombre pueda justificar mi actual sufrimiento. Los niños, en
otras palabras, cargan con el peso de esta fantasía. Esto no quiere decir que
no debamos desafiar la idea de que las vidas sin hijos carecen de propósito:
muchas de nosotras, que vivimos nuestras vidas sin «hijos propios», estamos
cansadas no solo de que se nos diga que nuestras vidas carecen de propósito
sino también de tener que plantear que la vida no necesita involucrar hijos
para tener sus propios propósitos.
Pero, sin importar en qué términos leamos
esta idea de que una existencia sin hijos carece de sentido, la inquietud que
se expresa detrás de ella es la inquietud ante la pérdida del futuro como idea
y la necesidad de inquietarnos por dicha pérdida para así recuperar la idea de
tener un futuro.
¿De qué manera se
produce en la película esta conversión desde la desesperación hacia la
inquietud de la esperanza? ¿Cuáles son los puntos de conversión? Acaso el
personaje de Kee nos brinde la clave. Como ya sabemos, Kee está embarazada, y
el proyecto de la película –que se convierte en el proyecto de Theo– es hacer
que ella llegue a un barco llamado Mañana. Más adelante volveré sobre la
significación del barco; de momento, quisiera señalar que en Niños del
hombre «llegar al barco» significa hacer posible el futuro o hacer posible
que haya un futuro.
Esto nos permite
entender en qué sentido el proyecto de Theo, ese quedar «atrapado» por las
cosas que pasan, implica cierta idea de esperanza. Esto no quiere decir que el
propio Theo se vuelva un hombre esperanzado. En el mejor de los casos, actúa
sin esperanzas. Como señala Jean-Paul Sartre cuando, recurriendo a lo que llama
una «vieja fórmula», defiende al existencialismo de la acusación de promover un
quietismo, «no es necesario tener esperanzas para actuar».
Al actuar sin esperanzas, dejamos que se actúe por y sobre
nosotros. Recordemos que el Proyecto Humano se comunica por medio de espejos: los mensajes se
transmiten entre cuerpos próximos, pero para que continúe la transmisión de
algo es necesario que todas estas proximidades se distancien un poco, en la
medida en que el distanciamiento de una proximidad es condición de posibilidad
de la creación de otra. Tal vez haya esperanza en la distancia de la
transmisión. Los rumores que transmiten las palabras crean líneas entre una
persona y otra.
Una línea de esperanza es la esperanza de una línea. Se
extiende una línea que pasa entre cuerpos sin saber por dónde pasa, sin saber
qué transmite e incluso sin saber si tiene o no un final. De hecho, el fin de
la línea no es su propósito: no es ningún accidente que otro modo de decir que
hemos perdido toda esperanza sea decir que hemos llegado «al final de la
línea». Puede haber esperanza meramente en transmitir algo, en una situación en
que el proyecto o la tarea sea mantener la transmisión. La película nos muestra
que tener un proyecto –algo que hacer por o junto con otros, algo que nos saque
de las rutinas cotidianas de nuestra vida– puede energizarnos, y que esa
energía puede adquirir su propia fuerza: si carecemos de un proyecto, de un sentido
de propósito, nuestro propósito puede ser encontrar uno. Pero tener un proyecto
puede dar visibilidad a algunas cosas restándosela a otras.
En su comentario,
Slavoj Žižek sostiene que la potencia de la película radica en el hecho de que
el sufrimiento ocurre en el fondo: es demasiado intenso para mirarlo de frente,
por lo que solo se nos permite verlo de manera oblicua, detrás de la acción.
Podríamos afirmar que en realidad esta es una limitación de la película, en la
medida en que es el propio avance del relato, el «volverse activo» de Theo que
es también el volverse real de lo posible, lo que mantiene al sufrimiento
relegado en el fondo. Ocupado en su lucha por llevar a Kee hasta el Mañana,
Theo no ve ese sufrimiento; de hecho, si adoptamos su mirada, «volvernos
activos» es algo que también nos permitiría no ver el sufrimiento, en la medida
en que al concentrarnos en algo podríamos dejar de prestar atención al
sufrimiento. Por otra parte, dejar de prestar atención al sufrimiento no
significa que no esté allí, o que no pueda estar incluso detrás de nuestra
acción, en el sentido de darnos un objetivo, dirección o propósito.
Llegado
este punto, cabe preguntarnos si dedicar toda nuestra atención al sufrimiento
es siempre lo que nos permite hacer algo por el sufrimiento. Acaso la acción
dependa de la capacidad de manejar en qué lugares ponemos la atención. Pero si
en efecto relajar un poco la atención hace posible concentrar dicha atención en
el nivel de la tarea, podríamos preguntarnos qué significa en realidad hacer
algo.
En esta película, la
tarea –ese «algo que hacer»– adquiere una forma bastante convencional en
términos de raza y género. El ciudadano varón blanco debe salvar a la mujer
refugiada negra, quien lleva la carga de dar a luz no solo a una nueva vida
sino también a la humanidad como ser genérico. En una escena, Kee llama a Theo
al granero (con claras resonancias bíblicas) y le revela su cuerpo embarazado.
Primero él se queda sin habla, pero luego dice «está embarazada». Y repite el
enunciado como si las palabras fueran necesarias para confirmar la verdad.
De
esta forma, la mujer negra se convierte en un medio a través del cual a él le
son dadas palabras, como señal de la esperanza, como un tipo de motivo para
hacer algo, donde la esperanza implica un proyecto encarnado. En otras
palabras, a través de ella, él adquiere un sentido de propósito. Si bien es un
héroe involuntario, Theo la ayuda, la salva, la guía y la lleva hasta el final
del camino, que resulta feliz en la medida en que ella se sube al barco, lo que
nos da la posibilidad de un mañana. Ella es el objeto de nuestra esperanza:
esperamos que tenga al niño. Su esperanza es tener al niño. Nuestra esperanza
en su esperanza depende del hombre blanco, quien debe llevarla hasta el
barco Mañana.
Leo la película como si
tratara acerca de la conversión de Theo. Este personaje no es el punto de
conversión, aquel que promete convertir los malos sentimientos en buenos
sentimientos. Antes bien, él es el convertido, y se lo convierte de la
desesperación a la esperanza, del no-sentimiento (el entumecimiento que podemos
experimentar como parte de una irritabilidad cotidiana, «es demasiado tarde, el
mundo es una mierda») a una intensificación del sentimiento. Se trata de una
conversión de la indiferencia –la aparente falta de sinceridad del «lo que
sea»– al cuidado, entendido como cuidar de alguien, tener a alguien a quien
cuidar y de esta forma preocuparse por lo que pasa, preocuparse porque haya o
no un futuro. Esta preocupación no se limita a una preocupación por la
felicidad, que imprime en el cuidado ciertas formas y quiere que el receptor
del cuidado sea de determinada manera.
Antes que un cuidado de felicidad,
podríamos describirlo como un cuidado de fortuna, en el que cuidar de alguien
es preocuparse por lo que le pase. Un cuidado de fortuna no buscaría eliminar
del cuidado toda forma de inquietud, incluso podríamos describirlo como un
cuidado para la fortuna. No hay nada más vulnerable que cuidar de alguien; nos
obliga no solo a concentrar todas nuestras energías en algo que no somos
nosotros, sino también a cuidarlo de todo aquello que está más allá o fuera de
nuestro control.
Cuidar produce inquietud: estar a cargo, ser cuidadosos, es
cuidar de las cosas inquietándonos por su futuro, un futuro que está encarnado
en la fragilidad del objeto cuya persistencia importa. Preocuparnos como una
forma de cuidado no tiene que ver con ser una persona buena o agradable:
aquellas personas para las que «preocuparse» forma parte de su yo ideal actúan
a menudo de maneras bastante poco cuidadosas con los demás con el propósito de
cuidar de esa buena imagen que se hacen de sí. Cuidar no es soltar un objeto
sino aferrarlo dejándose ir, entregándonos a algo que no nos pertenece.
Si entendemos que Niños
del hombre trata acerca de la conversión de Theo, resulta más
perturbadora, en la medida en que esto nos permite leerla como una película
acerca de la paternidad (cosa que no debería sorprendernos, dado su título,
pero es fácil no dejarse sorprender por el título). El hijo perdido de Theo es
aquello que se evoca como la verdadera causa de su pesimismo. El primer
encuentro que tenemos con este hijo perdido se produce merced a las fotografías
colgadas en la pared de la casa de Jasper, entre las que puede verse una
fotografía de Theo junto a una mujer y un niño, como así también otras imágenes
felices de su activismo pasado.
No se nombra a la mujer y al niño, pero se hace
sentir la tristeza en torno de esa imagen feliz, en la que se reduce la
felicidad a la imagen de algo que ya no está, que se ha perdido. No se habla
aquí del duelo, pero todo implica una relación con la pérdida de la posibilidad
de esa felicidad contenida en la imagen. La pérdida de la familia se convierte
en la causa de la infelicidad, que luego es redireccionada hacia la
indiferencia o la apatía: mejor no dejarse afectar por nada que ser infeliz.
La primera que habla de
esta pérdida es Julian, quien le dice: «Me cuesta mirarte. Él tenía tus ojos».
Sus ojos y su tristeza. La paternidad es evocada aquí como la tristeza de una
herencia: el niño hereda los ojos del padre, de manera tal que ver al padre es
presenciar la pérdida del hijo. Podríamos considerar que la película trata
acerca del modo en que Theo consigue sobreponerse a su tristeza convirtiéndose
en padre. Así, en el momento en que ha conseguido subir a Kee al barco, ella se
vuelve y le dice: «Dylan. Llamaré a mi bebé Dylan. Es un nombre de niña,
también». La película recompensa a Theo con la paternidad, y estas son las
últimas palabras que oye antes de morir.
De manera que el relato
convierte a Theo de la indiferencia al cuidado, y lo recompensa con el regalo
de la paternidad. No hay demasiada diferencia, salvo que esta vez tiene una
niña, pero esta lleva el mismo nombre que su hijo. Como momento utópico, está lejos
de ser ambicioso. Si prestamos atención a la conversión de Theo, advertimos
hasta qué punto las convenciones de la esperanza se fundan en que el hombre
blanco sea padre, siendo el «padre» no solo de un nuevo ser sino de un nuevo
ser genérico. Es la conversión de Theo la que nos da una nueva oportunidad de
ser humanos.
Aunque él muere, la niña se convierte en su hija, y reemplaza al
niño muerto en función del nombre que se le da. Si bien la película da a
entender que es mejor preocuparse que no preocuparse, en la medida en que esto
permite que nuestra inquietud por el futuro mantenga las alternativas como algo
posible, también nos plantea la cuestión de que el cuidado, aun si cuidamos
solo o justamente de lo que pasa, puede direccionarnos hacia las formas
sociales en las que ya se han depositado las esperanzas de la felicidad.
Podríamos considerar que esta incapacidad de ofrecer una verdadera alternativa
para la reescritura del relato de la buena vida resulta reveladora, no solo
porque nos da a entender que no debemos creer en las alternativas, sino porque
nos muestra que las alternativas no pueden trascender como por arte de magia lo
que ha aparecido o ha recibido una forma dada. Esta incapacidad de
trascenderlas constituye la necesidad de la lucha política.
Quisiera cerrar esta
sección comparando Niños del hombre con otra película
distópica, La Isla (The Island, Michael Bay, eeuu, 2005). La
pesadilla de esta historia se basa una vez más en la falta de futuro. Está
contada desde el punto de vista de los clones, que no saben que son clones sino
que han sido «llevados a creer» que son los únicos seres humanos que han
logrado sobrevivir a una catástrofe ambiental.
Esta es la verdad en la que
deben creer; su creencia se convierte en la verdad y esto les permite persistir
en el mundo en el que viven. En realidad, los clones han sido creados como
repuestos: donantes de órganos para seres humanos que desean comprar su
longevidad y úteros para mujeres que desean asegurar su futuro reproductivo.
La pesadilla de La
Isla no tiene tanto que ver con la clonación o los avances en materia de
genética, sino con la transformación de los seres humanos en instrumentos, o
incluso la instrumentalización del ser genérico como tal. En este contexto, la
clonación es relevante como un síntoma antes que como causa de la
instrumentalización de la vida. Los clones encarnan a los trabajadores
alienados y a los esclavos, los otros que deben ser liberados, que deben
volverse conscientes de su alienación para rebelarse. Las condiciones de vida
de los clones no son muy distintas de las condiciones de vida de muchas
personas bajo el capitalismo global: trabajan pero no saben qué es lo que están
creando o para quién lo crean. Resulta que su trabajo es lo que sostiene su
alienación: los líquidos que hacen circular por las cañerías son necesarios
para la producción de nuevos clones. A los clones se los llama «productos»: son
hechos para ser comprados y vendidos. Son, para usar el fuerte término de Marx,
«capital vivo».
Sus vidas son tecnologizadas, observadas y monitoreadas por el
gran Otro, al que encuentran en el rostro del médico como así también en las
múltiples pantallas que moldean lo que pueden ver y hacer. Los clones, tal vez,
seamos nosotros. O acaso sean los otros, los que sufren y trabajan para que
podamos tener «una buena vida». Su falta de esperanza se convierte en nuestra
esperanza de futuro. «La única razón para que ustedes existan es que todos
quieren vivir eternamente. Es el nuevo sueño americano». Nos encontramos aquí
ante una economía política de la esperanza, por retomar el término de Ghassan
Hage en la que este bien, la esperanza, está desigualmente
distribuido, y en la que algunas personas no solo tienen más esperanza que
otras, sino que consiguen esa esperanza excedente arrebatándoles a otras la
suya, y esto se expresa, al mismo tiempo, en el hecho de que los otros «sean»
solo para que algunos puedan «tener» aquello en lo que depositan sus
esperanzas.
Es importante señalar
que los clones no sufren: la injusticia funciona aquí sin sufrimiento o incluso
haciendo que no haya sufrimiento. De hecho, la película nos muestra cómo el
optimismo, la esperanza y la felicidad pueden funcionar como tecnologías de
control. Es verdad que a los clones se los mantiene en su lugar por medio del
miedo, que funciona como una falsa memoria. Como asegura el doctor Merrick, el
psicólogo a cargo de los clones, «los controlamos con el recuerdo de un evento
común, la contaminación global, que los mantiene temerosos de todo lo que
ocurra afuera». Pero el otro mecanismo de control es la esperanza: «La Isla es
lo único que les da esperanza, que les da un motivo para vivir». La Isla es
aquello que anhelan, aquello que se anticipa como la causa de la felicidad
futura.
La Isla es presentada como un mundo utópico situado en el exterior, un
mundo que solo los «elegidos» por una lotería diaria tendrán posibilidad de
habitar. En realidad, aquellos que resultan elegidos han sido seleccionados
para la muerte: en vez de ir a la Isla, se les quitan los órganos y se los
reduce a ser partes sin un todo. El objeto de la esperanza participa del
sufrimiento y la muerte: los clones no solo anhelan aquello que les causa
sufrimiento y muerte (su boleto a la Isla), sino que la esperanza disfraza todo
ese sufrimiento y muerte de felicidad (la felicidad de la Isla es el horror de
la camilla del quirófano).
De hecho, la esperanza
hace felices a los clones, su entorno crea felicidad. «Nuestro trabajo es
hacerlos felices», le dice el doctor Merrick al héroe de la película, Lincoln
Six Echo, de manera tal que «para ustedes todo esté bien». La película nos
ofrece una lección objetiva acerca del modo en que la promesa de la felicidad
mantiene las cosas en su lugar: los sujetos felices y esperanzados están bien
adaptados porque se adaptan a una demanda que no saben que se les ha hecho. La
esperanza suele ser considerada una emoción transformadora, fundamental para
cualquier proyecto que procure hacer del mundo un lugar mejor donde vivir.
En
cierta literatura psicoanalítica, por el contrario, se la describe como una
emoción conservadora: Anna Potamianou, por ejemplo, considera que la esperanza
«resulta extremadamente tozuda» y funciona como un escudo defensivo contra la vida y
sus cambios, pérdidas e incertidumbres. De hecho, es posible describir la
esperanza como un apego obstinado a un objeto perdido, que impide que el sujeto
«siga adelante»
. La esperanza puede funcionar incluso como una forma de
melancolía, como un intento de retener algo que ya se ha ido, por más que la
esperanza parezca constituir una forma de relación bastante distinta con ese
algo. ¿Cómo saber si nos estamos aferrando a algo que ya se ha ido o soltando
algo que aún está presente? En cierto sentido, todos los objetos de la emoción
son fantasías de aquello que los objetos podrían proporcionarnos. La esperanza
es una fantasía positiva respecto de lo que el objeto habrá de darnos. La Isla
es justamente ese tipo de objeto: anhelamos algo que no está presente, que es
lo que hace que el objeto esté presente en cuanto deseo. Pero la película trata
también acerca de una rebelión; casi podríamos decir que el guion está
construido como el relato de una revolución de los clones.
Quien lidera la
revolución, el héroe, es un clon: Six Echo. Six Echo es un extranjero al
afecto: lo que lo aliena es su incapacidad de ser feliz. No está bien adaptado
y se rehúsa a adaptarse al mundo. «¿Qué te preocupa?», le pregunta el doctor
Merrick, a lo que él contesta: «La noche del martes es noche de tofu. Y yo me
pregunto, ¿quién decidió que a todos nos gusta el tofu? ¿Y qué es el tofu? ¿Por
qué no puedo comer tocino? Me gusta el tocino. Y no se me permite comer tocino
en el desayuno. Y hablemos del blanco. ¿Por qué tenemos que vestirnos todo el
tiempo de blanco? Es imposible mantenerlo limpio. Nunca consigo ningún color.
Quiero saber las respuestas y quiero más… más que solo esperar para ir a la
Isla».
La rebelión comienza cuando advertimos que lo que está presente no es
suficiente, cuando sentimos inquietud acerca del modo en que se da lo dado y
cuando queremos algo más de lo que se da. Cuestionar las cosas significa
convertirse en un extranjero en términos afectivos. La inquietud de Six Echo es
pegajosa: siente angustia por cualquier cosa y por todo, con la enérgica fuerza
de la pregunta «¿pero por qué?», que viene a perturbar la cálida cobija del
buen sentimiento. El doctor Merrick dice de él: «Fue el primero en cuestionar
su entorno, toda su existencia aquí», y luego dice: «Hemos fundado todo nuestro
sistema en la predictibilidad…
Six Echo ha mostrado el único rasgo que la
socava, la curiosidad humana». Solemos considerar que la curiosidad y el querer
saber son emociones positivas. En esta película, si bien se las presenta como
algo bueno (la condición de posibilidad para la libertad), aparecen ligadas a
un mal sentimiento. Es el sujeto que se siente mal aquel en el que se despierta
la curiosidad, el que quiere saber.
Six Echo adquiere
conocimiento de lo que existe fuera del horizonte de la esperanza, entendida
como propósito de la existencia colectiva de los clones. Quedar fuera de ella
no lo convierte automáticamente en un revolucionario, ni le da la voluntad
política de salvar a los demás clones de su felicidad. Por el contrario, busca
al humano del que ha sido clonado, dando por supuesto que a su humano habrá de
importarle lo que pase con él, solo para descubrir que lo único que al humano
le interesa es cuidar su inversión, lo que significa evitarse una confrontación
con su clon que lo ponga ante la evidencia de que el clon tiene sentimientos.
Al enfrentarse a sí mismo como humano, Six Echo advierte la injusticia de todo
aquello en lo que se funda su existencia, o incluso la injusticia de su propia
existencia. Adquiere así la decisión de rebelarse enfrentando su propia
participación corporal en la injusticia.
Y es también por medio
del amor como Six Echo adquiere este sentido de propósito. Cuando su amada
Jordan Two Delta gana un lugar en la Isla, él sabe que está yendo a una muerte
segura. Escapa con ella, pero para darle esperanzas debe mostrarle que la Isla
es una promesa vacía. El contraste entre las dos películas analizadas resulta
muy interesante en este punto. Ambas tratan de un hombre que salva a una mujer,
pero en La Isla esta trama se organiza en función del romance de una
pareja heterosexual. En Niños del hombre, en cambio, Theo adquiere su
propósito al perder a Julian; de hecho, toma su lugar y continúa el proyecto de
ella de llevar a Kee hasta el barco Mañana. En La Isla, lo que hace
que Six Echo pase a la acción es el amor que siente por Two Delta: la
liberación comienza con el deseo de salvar a su amada. Su amor es caracterizado
como una rebelión desde el inicio, dado que entre los clones está prohibida
toda intimidad; que desarrollen sentimientos unos por otros está «fuera de
programa».
Es habitual que los integrantes de la pareja heterosexual que se
enfrenta al hecho de que su amor es prohibido se conviertan en los agentes de
la transformación social. La heterosexualidad se convierte así en el fundamento
de los relatos de reconciliación, como si pudiera sanar todas las heridas del pasado. Luego de que tienen sexo, Two Delta susurra: «La Isla es
real: somos nosotros».
Six Echo y Two Delta
llegan a encarnar una esperanza alternativa. Escapan y regresan para liberar a
los demás clones. Esto no quiere decir que la película adopte una perspectiva
desesperanzada; en todo caso, se funda en una conversión que consigue sostener
un afecto. En otras palabras, consigue sostener el afecto cambiando de objeto:
la falsa esperanza (la Isla) se convierte en una esperanza verdadera (amor,
liberación). Y es el hombre blanco, clon o no, el que funge de punto de
conversión, el que da a los clones la esperanza verdadera que les permite
librarse de las falsas esperanzas que les asegura su felicidad. En determinado
momento, Albert Laurent, un hombre negro que ha sido contratado para matar a
los clones fugitivos, se voltea y se suma a Six Echo y Two Delta como
liberador. Esto sucede porque se conmueve al ver cómo Jordan se toca su marca y
le ruedan lágrimas por las mejillas. En esa lucha de los clones por la
libertad, Albert reconoce su propia historia
: «A mi hermano y a mí nos marcaron
para que supiéramos que éramos menos que humanos». La marca es un signo
pegajoso: hace que la lucha de los clones se pegue a las luchas de liberación
de las personas negras y de todos aquellos otros a los que se ha considerado
menos que humanos marcándoles la piel. Pero yo diría que, lejos de hacer del
cuerpo negro otro punto de conversión, esta película, al igual que Niños
del hombre, muestra al cuerpo negro como receptor del don. La revolución se
convierte en un regalo del hombre blanco.
Por todo ello, podríamos
decir que tanto Niños del hombre como La Isla contribuyen a
contener la revolución que podrían plantear, en la medida en que la esperanza
revolucionaria continúa en ellas ligada al hecho de ser padre o de resultar
funcionales al hombre blanco. Y aun así, bajo la forma distópica, advertimos en
ellas el potencial de que pasen otras cosas que los relatos no logran contener.
Advertimos, por ejemplo, la aparición de una solidaridad ante lo que pasa, un sentido
de lo que puede llegar a pasar cuando la gente se reúne para revertir una
situación.
¿Qué pasa cuando se
suspenden las reglas normales de la contienda? ¿Qué hacemos con esos momentos
anteriores al comienzo de un nuevo mundo en los que el viejo orden se revela
como violencia? Estos momentos de suspensión no son momentos de trascendencia,
y aun así podemos posponer estos momentos. El momento de suspensión crea lo que
Žižek llama «un cortocircuito entre el presente y el futuro» en el que podemos actuar como si el «no todavía» ya
estuviera aquí, en vez de ser solo la promesa de algo por venir. En Niños
del hombre, el campo de refugiados de Bexhill-on-Sea, donde pocos se atreven a
ir, donde residen los más desdichados, es el lugar más peligroso y promisorio
del mundo: es allí donde el alzamiento o rebelión ya está ocurriendo. Žižek lo
describe como «una especie de territorio virgen al margen de la omnipresente y
sofocante opresión»
En estos lugares se suspenden las reglas que gobiernan la
vida social, lo que significa que, al menos de momento, no se ha decidido de
antemano qué significa habitar determinadas formas. Ya no estaríamos seguros de
qué estamos diciendo al decir «una familia es esto», «un amigo hace esto», «un
amante significa esto» o «una vida tiene esto». Ni siquiera estaríamos seguros
de qué significa admitir que somos seres humanos o que estamos vivos. Cuando no
sabemos qué significa ser o tener esto, ello nos obliga a esforzarnos para
producir y elaborar su significado.
Una revolución no solo exige la rebelión de
los sujetos, sino también una revolución de los predicados, de aquello que va
adherido a los sujetos de las oraciones. Los sujetos serían plurales, en la
medida en que no solo se convoca al «nosotros» a tomar una decisión acerca
de esto, sino que se lo crea como efecto de esta decisión. Las
comunidades de fortuna se organizan en dichos momentos de suspensión, en los
que todos los que se han visto excluidos o confinados en un mismo lugar se
reúnen en un «nosotros», que adquiere un sentido de propósito al poner en
cuestión todos los significados de esto.
Nota: este artículo es
un fragmento del capítulo «Esperanza e inquietud» del libro La promesa de
la felicidad. Una crítica cultural al imperativo de la alegría (Caja
Negra, Buenos Aires, 2019). Traducción del inglés de Hugo Salas.
Relacionados
1.
J. Locke: Ensayo
sobre el entendimiento humano, FCE, Ciudad de México, 1999, p. 212.
2.
S. Franklin: Embodied
Progress: A Cultural Account of Assisted Conception, Routledge, Londres, 1997,
p. 203.
3.
Sin embargo, no
sostendría como Kant que «todo esperar se dirige a la felicidad»; Immanuel
Kant: Crítica de la razón pura, Colihue, Buenos Aires, 2007, p. 821. Creo que
es posible esperar otro tipo de cosas. La esperanza no hace que las cosas sean
buenas –en la medida en que esperar algo es querer que esa cosa llegue–, aunque
desde luego obtener lo que se esperó no necesariamente preserva el bien de la
cosa. Conseguir lo que tanto se esperó puede incluso significar la pérdida de
la esperanza.
4.
Z. Bauman: El arte
de la vida. De la vida como obra de arte, Paidós, Barcelona, 2012, p. 26
(énfasis del original).
5.
E. Bloch: El
principio esperanza vol. 1, Trotta, Madrid, 2004, p. 35.
6.
V. la introducción
a La promesa de la felicidad.
7.
É. Durkheim: La
división del trabajo social, Akal, Madrid, 1995, p. 285.
8.
Para un excelente
trabajo acerca del papel del optimismo, el pesimismo y la esperanza en la
sociología de Durkheim, v. Carlos M. Neves: «Optimism, Pessimism and Hope in
Durkheim» en Journal of Happiness Studies vol. 4 Nº 2, 2002.
9.
J.-P. Sartre: El
existencialismo es un humanismo, Edhasa, Barcelona, 2009, p. 55.
10.
En la película, refugio
organizado por científicos y artistas que aún tienen esperanzas en la humanidad
[n. del e.].
11.
Acaso cueste separar la
figura del revolucionario del deseo del hombre blanco de ser un héroe. Por
ejemplo, en mayo de 2009 se celebró en el Birkbeck College un congreso sobre
comunismo: todos los oradores eran blancos y casi todos los oradores, salvo
una, eran varones. Las feministas de color deberán seguir siendo las aguafiestas
de la izquierda: por momentos, cuesta separar el cuerpo del (autoproclamado)
revolucionario del cuerpo del privilegio.
12.
G. Hage: Against
Paranoid Nationalism: Searching for Hope in a Shrinking Society, Pluto
Press, Annandale, 2003.
13.
A. Potamianou: Hope:
A Shield in the Economy of Borderline States, Routledge, Londres, 1997, p. 4.
14.
V. el capítulo IV
de La promesa de la felicidad.
15.
S. Žižek: «From
Revolutionary to Catastrophic Utopia» en Jörn Rüsen, Michael Fehr y Thomas W.
Rieger (eds.): Thinking Utopia: Steps into Other Worlds, Berghahn, Nueva
York, 2005, p. 247.
16.
S. Žižek: Sobre la
violencia. Seis reflexiones marginales, Paidós, Barcelona, 2009.
Nuso. org
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