Juan Liscano
El 8 de noviembre de 1962 la legación de Venezuela en la
hoy desaparecida Yugoslavia organiza un banquete para agasajar a Juan Liscano.
El embajador Simón Alberto Consalvi lee, ante más de setenta personas, las
apretadas cuartillas que ha escrito para condensar la trayectoria del poeta:
“En la historia de la literatura venezolana de los últimos quince o veinte años
el nombre de Juan Liscano se destaca con valores auténticos, tanto por su
originalidad como por el vigor de su poesía”. Consalvi hace el oficioso balance
y deja claro que, hasta ese momento, la proyección intelectual del bardo
alcanza un timbre tan nítido que su estro merecía ser también conocido en
tierras del este europeo.
Por aquellas fechas Liscano ya ha publicado uno de sus
títulos mayores: Nuevo Mundo Orinoco (1959), libro donde cristaliza
su pasión americana. Ese extenso poema deviene hito en una de las vertientes de
sus preocupaciones estético-ideológicas: el entendimiento de que América Latina
es un crisol de realidades autóctonas mezcladas en el inconsciente colectivo
con asunciones culturales originalmente impuestas por los conquistadores.
Un
hallazgo poético y de reflexión en clave lírica que luego tendrá feliz término
en buena parte de la llamada narrativa del boomlatinoamericano y en
iluminadores estudios semiológicos (como el de Tzvetan Todorov La
conquista de América. El problema del otro—1987). Meses antes, la Universidad Central
de Venezuela incorporaba a su fondo editor Rómulo Gallegos y su tiempo (1961),
enjundioso trabajo en el que el rapsoda desdoblado en analista examina las
varias piezas del autor de uno de los conjuntos novelescos más importantes del
país.
De modo pues que el homenaje en Belgrado corrobora la
perseverancia de una faena literaria que desde fines de los años treinta fue
dando muestras de una profunda necesidad artística y ética: la de revelar las
trazas simbólicas de un turbulento conglomerado nacional al que el poeta arriba
en principio como mero y acaso distante espectador, pero al que descubre en sus
verdaderas trazas de humana comunidad apenas entra en contacto con las fuerzas
ctónicas que lo sostienen.
El pasaje iniciático es legendario: el joven Liscano
–educado en París, Lausanne, Normandía– decide abandonar la carrera de derecho
en la universidad de Caracas y se recluye en la Colonia Tovar. Anda tras la
cifra de su sino, en busca de asideros espirituales que constelen su ánima. En
aquella pintoresca aldea compone los versos que integran su primer compendio –Ocho
poemas (1939)– y encuentra el sendero que guiará su vida: la vocación
estética como rito para interpretar el paso por “el reino de este mundo”, como
gustaba decir Alejo Carpentier, de una sociedad que lo atenaza por cuanto se
sabe irremediablemente encadenado a ella.
Juan Liscano con grupo de escritores de la extinta
Yugoslavia (1962). Fotografía de Archivo Fotografía Urbana | Curaduría de Vasco
Szinetar
Expresar la subjetividad individual significa también
asumirse voz de muchos, sobre todo de quienes no tienen medios para hacerlo.
Por eso en 1948 –el episodio es célebre– Liscano promueve, entre las
actividades vinculadas con la toma de posesión de Rómulo Gallegos, “La fiesta
de la tradición. Cantos y danzas de Venezuela”. Anota Rafael Arráiz Lucca:
“nunca antes habían coincidido grupos musicales y de baile de todas las
regiones del país. Fue una suerte de descubrimiento de Venezuela por parte de
los venezolanos” (en Juan Liscano, p. 31). Aquel espectáculo, “previsto
para un día, el 17 de febrero, pero ante las filas enormes de gente que se
quedaban sin entradas, tuvo que ofrecerse durante los días 18, 19, 20 y 21 de
febrero” (Arráiz Lucca), resultó quizá uno de los mayores logros del Servicio
de Investigaciones Folklóricas, organismo diseñado y puesto en funcionamiento
en 1946 por el propio Liscano a solicitud del gobierno provisorio de Rómulo
Betancourt, gracias a los trabajos de campo que el escritor venía desarrollando
desde, al menos, 1943 en un área por entonces desconocida.
El respaldo a cualquier tipo de labor artística respondía
en Liscano no solo al cumplimiento de mandatos burocráticos, sino a la
convicción de que uno de los roles del intelectual consistía en dirigir los
buenos propósitos de grupos o individualidades cuyas realizaciones impactaran
de forma provechosa a la sociedad, a su desempeño civil y educativo, y que de
manera simultánea ayudaran a construir alma. Este comprometido papel se
vehiculiza primero en el arte (siendo la literatura tal vez el más alto de sus
medios) y luego en las derivas que la frecuentación con signos estéticos produce
en el consumidor atento de esos bienes culturales: la trama de conceptos, de
estructuras abstractas, de explicaciones sobre el pasado y el devenir
venezolanos, la cual debe orientar la perfectibilidad de la república.
De allí
sus espaldarazos a versistas y narradores jóvenes, a incipientes aptitudes a
las que extendía comentarios privados que por lo común terminaban en la
contratapa de libritos iniciales. Generoso Liscano, lector voraz de cuanto
chico lo abordara en un evento o se presentara en su gabinete a deshoras.
La responsabilidad del intelectual comprometido, más que
con programas partidistas, lo lleva a hacerse cargo, al hilo de sus tareas de
poeta, de empresas difusivas y gerenciales: funda, junto con otros, Papel
Literario –el reputado suplemento del diario El Nacional–, siendo
además su director. Estuvo asimismo, desde sus inicios, en la junta rectora de
Monte Ávila Editores, alcanza luego la dirección literaria y finalmente la
presidencia de la casa editora.
Juan Liscano junto a Carmen Cárdenas Gómez con grupo de
escritores en Yugoslavia. Fotografía de Archivo Fotografía Urbana | Curaduría
de Vasco Szinetar
En la etapa de la democracia representativa (1958-1998),
Liscano despliega una intensa actividad (como antes en el trienio 1945-1948 y
hasta en los aciagos días de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, quien lo
obliga a exiliarse); sobresale, no obstante, la revista Zona Franca (1964-1983),
idea y hechura suyas, publicación que logra navegar –aunque con interrupciones–
las borrascosas aguas de una país en pugna con su sistema político y que fuerza
al escritor a tomar firme partido: contra la insurgencia guerrillera, contra
los manejos dolosos en la administración del Estado, contra el desalmado
capitalismo y su ruin contraparte: el infierno comunista.
En las dos últimas décadas de su vida se arroga la
defensa del planeta: publica libros exasperados en los que denuncia los
peligros de la tecnología, de la globalización, de los nuevos regímenes
totalitarios (factuales e ideológicos). Su tono es fatalista y apocalíptico,
lapidario y agónico.
Había nacido el 7 de julio de 1915. Fallece el 16 de
febrero de 2001, a los ochenta y cinco años. Deja una obra inestimable. La
impronta de Juan Liscano en nuestra memoria escrita –sus incursiones en la
poesía, el ensayo, la crítica literaria, la investigación folklórica; su
funcionariado en varias instituciones de la cultura que permitieron echar las
bases de una nación que alguna vez tuvo destellos de cuerpo social moderno–
sigue vigente. Nadie que se precie de conocer las letras venezolanas puede
obliterar Espiritualidad y literatura: una relación tormentosa (1976),
ni menos aún Cármenes(1966): “el más hermoso poemario de amor escrito en
el país”, como le dijo en un correo electrónico Elisa Lerner a Ben Ami Fihman.
Tiene razón Simón Alberto Consalvi: Liscano es un
escritor auténtico.
Referencias
Arráiz Lucca, Rafael. Juan Liscano. Caracas: El
Nacional/Bancaribe, 2008. (Biblioteca Biográfica Venezolana, volumen 74).
Fihman, Ben Amí. “El mal amado”. En Rafael Arráiz Lucca
(comp.). Juan Liscano: aproximaciones a su obra. Caracas: Universidad
Metropolitana, 2015. pp. 15-33.
19 de Septiembre del 2019
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