jueves, 28 de febrero de 2019

La lucha contra la arbitrariedad jurídica - José Antonio Marina y María de la Válgoma


Los hombres de todos los tiempos, de todas las culturas, se han sentido aterrados ante la arbitrariedad del poder. Séneca describe el pavor de estar sometido a un emperador todopoderoso que puede hacer la ley, elegir al culpable, decidir la pena y mandar ejecutarla, sin defensa, sin apelación, sin esperanza para la víctima. A los que viven en un estado de derecho que les protege hasta el adormecimiento, este capítulo les parecerá tal vez una historia tremendista y lejana que en nada les afecta. Ingrato y peligroso error. Lo que estamos contando es la lucha que posibilita su paz, el esfuerzo que alimenta su descanso, la creación que protege su siesta. Recomendamos por eso a los modorros autosuficientes que se salten este capítulo, pero que antes lean este poema de Bertolt Brecht: 
Primero se llevaron a los comunistas, pero a mí no me importó,  porque yo no lo era. 
Luego se llevaron a unos obreros, pero a mí no me importó,  porque yo no lo era. 
Luego apresaron a unos curas, pero como yo no soy religioso, tampoco me importó. 
Ahora me llevan a mí,  pero ahora ya es demasiado tarde.
 La lucha para conseguir una defensa justa frente al poderoso ha sido una constante de la historia. En Inglaterra se consideró un gran triunfo disolver el Tribunal de la Estrella, una institución derivada del Consejo Privado del Rey, que podía detener caprichosamente y hacer desaparecer a los ciudadanos. Usted habría podido ser uno de ellos. Se consideró que el Acta de Hábeas Corpus, por la que se prohibía mantener detenida a una persona indefinidamente sin presentarla al juez, fue un gran adelanto. Todas las dictaduras la suprimen nada más afianzarse. No lo olvide, usted o su marido o su mujer o sus hijos podrían haber sido unos desaparecidos. Los redactores de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano tuvieron mucho cuidado en afirmar: «Ningún hombre puede ser acusado, arrestado o detenido más que en los casos determinados por la ley, y según las formas prescritas por ella.» Se acababa así con las temidas lettres de cachet. Recuerde: alguna podía llevar su nombre. Eran órdenes particulares del rey que, sobre todo a partir de Luis XIV, ordenaban la encarcelación de una persona. En el siglo XVIII, esas cartas, dirigidas al responsable de la prisión, decían: «De parte del Rey. Os ordenamos recibir en vuestra prisión a ... (ponga aquí su nombre o el de alguien que quiera, por favor) y guardarle allí hasta nueva orden de nuestra parte. Tal es nuestro deseo.» En todas las dictaduras lo primero que se hace es desmantelar las garantías procesales, los sistemas de defensa del ciudadano. Los constituyentes franceses, que actuaron como conciencia reflexiva de todos nosotros, tenían aún tan cerca la imbatible garra de la arbitrariedad, que 11 de los 17 artículos de la Declaración se refieren al derecho penal.
 Terrible enseñanza. El poder corrompe, y los mismos que proclamaron la esperanza universal en los derechos del hombre los vulneraron cuatro años después. Es una página terrible de nuestra biografía común. La República jacobina promulga la Ley de los Sospechosos, son culpables virtuales y deben ser vigilados todos los que presuntamente no son adictos al poder. Y en el despeñadero del Terror, el decreto de junio de 1794 ya no habla de sospechosos, sino, simplemente, de «enemigos del pueblo». Robespierre afirma: «Lo que constituye la República es la destrucción total de todo lo que se le opone.» Y Cuthon es aún más drástico: «¡No se trata de juzgarlos, sino de aniquilarlos.» La historia es espantosamente repetitiva. Los tribunales especiales han sido, son y, por desgracia, serán, si no lo impedimos, la farsa jurídica de los injustos.
 Montesquieu conocía lo suficiente la naturaleza humana y los sótanos del poder para comprender que la arbitrariedad liquida la libertad como un cáncer: «La libertad política», escribe, «consiste en la seguridad. Nunca se halla más combatida esta seguridad que en las acusaciones públicas o privadas: luego, de las buenas leyes criminales depende más principalmente la libertad del ciudadano.»1 Añade con gran sabiduría que esas leyes «no se perfeccionaron de una vez». En efecto, los problemas que planteaba la administración de justicia se fueron resolviendo poco a poco, en un proceso continuado de racionalización y humanización que dibuja una constante línea de progreso. Vamos a recordar algunos de sus episodios más llamativos.
 Ya hemos contado el avance que supuso la aparición del juez. Comenzó siendo un mediador entre las partes, para convertirse después en una instancia aceptada forzosamente. Así se ponía coto a la venganza privada. El primer problema en muchas comunidades fue discernir quién podía juzgar sobre qué cosas. Mauss cuenta un curioso caso. Los esquimales tienen un derecho para el invierno y otro para el verano. Es el único régimen jurídico del mundo que cambia con las estaciones. Durante el verano las familias viven separadas y se rigen por un derecho familiar, pero en el larguísimo invierno ártico las familias se juntan y entonces se someten a otro tipo de derecho.2
 La lucha por hacerse con la administración de justicia ha sido siempre un interés prioritario del poderoso. Quien manda quiere ser juez. Y quien quiere mandar absolutamente, quiere ser juez absoluto. De ahí la importancia que tiene la separación de poderes. Durante siglos, los reyes, amparados en su autoridad sagrada, reclamaron el poder de hacer justicia, que tenía también un aura sagrada. Cuando en Europa los condes se independizaron del rey y los propietarios de castillos se rebelaron contra el conde, cada uno de ellos quiso convertirse en titular de la justicia. Esta justicia señorial no es concebida como un deber, sino como una fuente de fuerza y dinero. Los beneficios judiciales son múltiples: tasas por pleitos, confiscación de bienes, multas. Se ha evaporado el lazo entre el sistema judicial y la justicia. Algunas veces los excesos cometidos eran tan graves que se luchaba para limitarlos. Un texto del cartulario de SaintAubin d'Anger (1080-1082) relata los desafueros cometidos por el señor de Montreuil et Bellay, que castigaba a cualquiera por cualquier cosa. Ante la reacción indignada de los monjes, promete limitarse a «los seis casos previstos por la antigua costumbre: violación, incendio, efusión de sangre, robo, delitos de caza y fraude de peaje». Otro texto del mismo cartulario evoca las prácticas judiciales del preboste del vizconde Thouars: «Chaque fois qu 'il lui plaisait, il citan les vilain des moines pour les juger de quelque forfait, sans méme leur dire de quel forfait il s 'agissait, et il les punissait méme s 'ils ne venaient pas.» A mediados del siglo XI, el Livre des miracles de Sainte Foy de Conques da la misma imagen, aunque con otro estilo, de la justicia señorial: los abusos son tales en las montañas de Rouergue, que Santa Foy debe multiplicar los milagros en favor de los oprimidos, por ejemplo haciendo que los presos puedan huir.
Es la Iglesia la primera que reacciona contra los abusos. En el 994, el Concilio de Puy prohibe a los señores«apoderarse de un campesino o campesina para obtener rescate, salvo que hayan cometido efectivamente un delito».3 La presión hizo que los señores reconocieran algunos privilegios a determinadas villas, que quedaban así protegidas contra su poder. Poco a poco se va abriendo camino la idea de que el poder judicial está enderezado al bien común, pero todo era más fácil de decir en abstracto que de precisar en concreto.
 Elegir los jueces ha supuesto siempre un problema de enorme envergadura, por la dificultad de someter a juicio al que juzga, sin embarcarnos en una remisión al infinito. Cada sistema jurídico lo ha resuelto a su manera, limitando mediante las leyes la libertad del juez, creando tribunales de apelación a los que poder acudir, apelando al jurado en vez de al juez. La inteligencia se empeña en resolver el problema de la seguridad y la justicia, con mayor o menor éxito, pero con una constancia incansable.
 Una y otra vez aparece el problema de quién puede iniciar el proceso. Este asunto, que parece un mero tecnicismo procesal, ponía en juego graves intereses cotidianos. Los titubeos en las soluciones son un ejemplo de lo que llamamos argumentos históricos. La teoría, al chocar con la realidad, prueba su verdad o su falsedad. El proceso puede ser iniciado por el perjudicado o por el juez. ¿Qué es mejor? ¿O es indiferente que lo comience uno u otro? Leídas en la tranquilidad de un cuarto de estar, estas preguntas parecen exquisiteces de especialista. No es así. Estamos hablando de cosas que han supuesto  -y suponen aún para mucha gente- la diferencia entre la felicidad y la desdicha, la salvación o el horror. Estamos intentando explicarles la letra pequeña de la historia.
 El antiguo derecho germánico, que valoraba la independencia y la libertad, recelaba de los juristas, y quería limitar sus atribuciones. Su principio era: Ohne Kläge, kein richter, («Si no hay acusador, no hay juez»). En la Edad Media, se pensó lo mismo. El poder del señor no era de fiar. Mejor que no tomara ninguna iniciativa jurídica. En Lérida, una carta de 1150 prevé que el juez sólo podrá intervenir cuando se le haya presentado una queja (querimonia).4 La gente teme la furia inquisitorial de los poderes. No era para menos. En 1230 Gregorio IX crea la Inquisición para buscar y perseguir la depravación herética. Si es el poder quien toma la iniciativa, el ciudadano no se siente a salvo. Los Estados policiales se caracterizan por tener a todo el mundo bajo sospecha. Es lógico el recelo del débil ante estos jueces. La queja de Martín Fierro continúa vigente:
 La ley se hace para todos, más sólo al pobre le rige. La ley es tela de araña,  en mi inorancia lo esplico, no la tema el hombre rico, nunca la tema el que mande, pues la ruempe el bicho grande y sólo enrieda a los chicos. La ley es como el cuchillo, no ofiende a quien lo maneja.
 Temiendo al juez, que ha sido absorbido por el poderoso, los ciudadanos pensaron que era más seguro arreglar en privado los conflictos y acudir al juez sólo cuando no lo hubieran conseguido. Los chinos pensaron algo semejante, por eso creían que acudir a los tribunales era cosa de bárbaros que no habían sabido resolver civilizadamente sus disputas  ¿Era una buena solución? A primera vista sí, pero este procedimiento fomentaba la indefensión de los débiles, que tal vez no se atrevieran a presentar demanda. Para evitarlo se vuelve a pedir que los jueces actúen de oficio, a pesar de los peligros que esto supone. De hecho, en la actualidad conviven los dos sistemas. El que se siente lesionado puede dirigirse al juez, y el sistema judicial puede perseguir también de oficio ciertos delitos.
 En estas idas y venidas vemos a la razón tanteando soluciones, avanzando algunas, volviéndose atrás. No nos parece sensato quitar fuerza probatoria a esta insistente búsqueda de la razón, a esta larga y a veces terrible argumentación histórica.
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 En realidad, hubo que empezar las cosas muy por el principio. De acuerdo, había que juzgar, había que castigar al responsable de actos malos. Pero ¿quién es responsable de un acto? Esto, que parece un tema de alta filosofía, es un problema de vital importancia con el que se han enfrentado todas las culturas. Hemos echado en falta una historia de la idea de responsabilidad personal, o de lo que en términos jurídicos se llama «imputabilidad», y a uno de nosotros le gustaría escribirla. Para las culturas primitivas, el responsable de un acto es quien lo hace. Que haya actuado consciente o inconscientemente, voluntaria o involuntariamente, no es relevante. Sólo importa el lazo causal. Por esta razón podía someterse a juicio a un animal. F. Nork, en su obra Sitten und Gerbraüche der Deutschen (Stuttgart, 1849) reproduce las actas de un proceso de este tipo, efectuado en la comuna de Glurns, Suiza:
 El día de Santa Úrsula, Anno Domini 1519, Simón Fliss, residente de Stilfs, compareció ante Wilhelm von Hasslingen, juez y alcalde de la comuna de Glurns, y declaró en nombre del pueblo de Stilfs que deseaba iniciar proceso contra los ratones del campo, con arreglo a lo prescrito por la ley. Y como la ley instituye que los demandados deben ser defendidos, pidió a las autoridades que se dignaran nombrar al defensor, para que los ratones no tuvieran motivo de queja. En respuesta al pedido, Wilhelm von Hasslingen nombró a Hans Grienebner, residente de Glurns, para dicho cargo, y lo confirmó en el mismo. Después de lo cual Simon Fliss nombra al acusador en representación de la comuna de Stilfs, que fue Minig von Tartsch.
 La audiencia final tuvo lugar en 1520, el miércoles siguiente al día de San Felipe y Santiago. La sentencia decretaba: «Que las bestias dañinas conocidas bajo el nombre de ratones de campo serán conjuradas a marcharse de los campos y prados de la comuna de Stilfs en el plazo de catorce días, y que se les prohíbe eternamente todo intento de retorno, pero que si alguno de los animales estuviera embarazado o impedido de viajar debido a su extrema juventud, se le concederán otros catorce días, bajo la protección del tribunal (...) pero los que están en condiciones de viajar, deben partir dentro de los primeros catorce días.»5
 Hasta donde sabemos, la última convicta condenada a la pena capital fue una yegua, en 1692. Como en todas partes cuecen habas, Su-ma-Ch'ien relata en su biografía de Shih Huang Ti, el racionalista entre los grandes emperadores y el unificador del imperio, que hizo castigar a un monte, deforestándolo, por haberse mostrado su espíritu pertinaz al dificultarle el acceso. Un colega nos ha asegurado que en los años cincuenta presenció el «arresto domiciliario» de tres días impuesto a una escalera por la que había resbalado un oficial. Desconocemos la exactitud de la información.
 Edipo es un ejemplo clásico de cómo no eran necesarios ni el conocimiento ni la voluntad para ser responsable de un hecho. Con idéntico automatismo funcionaban los sistemas de pureza o impureza que tan larga vida han tenido en todas las culturas. La impureza se contrae por nacimiento, como en el caso de los parias de la India; por un acontecimiento fisiológico, como la menstruación; por transgredir un tabú aunque sea de forma inconsciente.
 La voluntariedad no se valora ni se tiene en cuenta. Además, el sentido primitivo de la justicia no se opone a que la sanción se dirija no sólo al asesino, sino también a sus parientes, a todos los que pertenecen a su familia o a su tribu. Tanto el que cometió el crimen como los demás son responsables de él. La Biblia, por ejemplo, da por sentado que los hijos o los hijos de los hijos serán castigados por el pecado de los padres (Éxodo 20, 5). El caso más exacerbado de este sentimiento primitivo es la idea del pecado original, que hace a toda la humanidad responsable de la falta de una persona.7 Conviene no criticar presuntuosamente estas ideas, como si fueran creencias de salvajes. Tan sólo hay que recordar las afrentas legales que han sufrido hasta hace muy poco en nuestros civilizados países los hijos naturales.
 Todorov nos proporciona más ejemplos de las culturas mexicanas antiguas. «Es la sociedad -por intermedio de la casta de los sacerdotes, que sin embargo no son más que los depositarios del saber social- la que decide la suerte del individuo, con lo cual resulta que éste no es un individuo en el sentido en que habitualmente entendemos la palabra. En la sociedad india de antaño, el individuo no representa en sí mismo una totalidad social, sino que sólo es el elemento consecutivo de esa otra totalidad, la colectividad.»
 Entre los tarascos, la solidaridad en la responsabilidad se extiende hasta los sirvientes: «Mandaba matar también a sus ayos y amas que lo habían criado [al hijo que se mandaba matar] y a los criados, porque ellos le habían mostrado aquellas costumbres.» 8
 Lo cierto es que la evolución moral siguió un camino que iba transfiriendo toda la responsabilidad al individuo y, además, al individuo que obraba consciente y voluntariamente. ¿Por qué siguió ese camino y no el contrario?9
 Por el impulso que hemos encontrado desde el principio. Los seres humanos quieren buscar su propia felicidad, a su manera, aplicando sus fuerzas, poseyendo lo que consiguen. Este sentido individual es, sin duda, tardío. En sociedades muy primitivas, y agobiadas por un entorno hostil, la personalidad queda diluida en el grupo. La lucha por las reivindicaciones muestra con insistencia que ése no parece ser el buen camino. Cada persona quiere ser dueña de lo suyo y decidir su futuro. Si estoy a merced de lo que haga otro de mi grupo o de mi familia, es inútil que me empeñe en buscar mi felicidad. Dependeré, en último término, de las acciones, buenas o malas, de los demás. Voy a estar sometido a su arbitrio y no al mío. No. Que cada palo aguante su vela.
Los romanos, cuidadosos con los derechos personales, distinguieron desde muy pronto entre homicidio voluntario e involuntario. La muerte estaba al final siempre, pero, como afirmó un rescripto de Adriano (11 d.C.), una infracción criminal se define por la intención del autor, y no sólo por su resultado material. Afirma, con esa genial sabiduría de los juristas romanos, que un homicida debe ser absuelto si no quería matar, pero que en revancha hay que condenar como asesino al que quiso matar, aunque no lo consiguiera.10
 Cada sistema legal tiene una peculiar idea del ser humano. Para los romanos, el hombre es un ser que se distingue por su capacidad de conocimiento y elección. Además, ser sólo responsable de lo que uno mismo hace consciente y voluntariamente era una poderosa defensa contra la arbitrariedad.
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 Había otros elementos necesarios para la seguridad, que hoy nos parecen naturales, pero que tardaron muchos siglos en inventarse. Por ejemplo, que la ley debe ser conocida. Ahora incluso se da un plazo para conocerla, lo que se llama vacatio legis. Pero es curioso observar que no siempre ha sido así. En la Roma primitiva el conocimiento del derecho era un monopolio de la clase patricia, que lo ejercía a través del Colegio de los Pontífices. Una de las primeras reivindicaciones plebeyas en las luchas sociales que siguieron a la caída de la monarquía fue precisamente lograr la publicidad de las leyes, lo que se consiguió, según la tradición, a mediados del siglo V a.C., con la Ley de las XII Tablas. En la China antigua, las leyes no debían ser publicadas, para evitar a los particulares la tentación de invocarlas, promoviendo litigios que perturbaran la paz social e impidieran la solución amistosa, preferida en esta sociedad.11 Los edictos imperiales tenían carácter didáctico. Los más conocidos eran codificaciones de fórmulas éticas, no jurídicas, y se distinguían por su erudición literaria. Todavía en épocas recientes disposiciones imperiales criticaban que los jueces decidieran los procesos basándose en cartas privadas de personalidades influyentes (Peking Gazette, 10 de marzo de 1894). La duración de los procesos era tan disparatada, que las disposiciones imperiales lo consideraban causa de las malas condiciones meteorológicas, de la sequía y de la inutilidad de las plegarias (Peking Gazette, 9 de marzo de 1899). Por supuesto, faltaba todo género de garantías jurídicas. Como veremos después, la China actual ha sido muy respetuosa con sus tradiciones.
 Podríamos contar otros muchos capítulos de esta historia. Cómo se elaboró la idea de presunción de inocencia, afirmando que todo el mundo era inocente hasta que se demostrara lo contrario; y también la no retroactividad de las leyes cuando no eran favorables para el afectado, es decir, que nadie pudiera ser condenado por una ley promulgada después de la comisión del delito; o las idas y venidas que hubo acerca de quién debería fijar las penas. Enfoquemos este asunto. Primero las fijó la ley, pero a muchos juristas les parecía que ése era un procedimiento demasiado rígido para adecuarse a la variedad de lo real. Los juristas romanos temían a las leyes, y preferían guiarse por los precedentes y la jurisprudencia. La common law inglesa también. Entonces se permitió al juez que fijase los castigos, pero ocurrió que la arbitrariedad judicial resultó amenazadora. El acusado estaba a merced del juez. Y los constituyentes franceses, escaldados también en este asunto, proclamaron que «sólo la ley debe establecer penas estricta y evidentemente necesarias, y nadie puede ser castigado sino en virtud de una ley establecida y promulgada con anterioridad al delito, y legalmente aplicada».
 Hubo un asunto de extremada importancia, sobre todo para el acusado. ¿Cómo se determina quién es el culpable de un crimen? Vamos a hacer una breve historia de la prueba.
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 La prueba es un mecanismo por el cual se llega a establecer la verdad de una afirmación, de un derecho o de un hecho. El ser humano ha apelado a procedimientos variados y a veces extravagantes para averiguar quién es el responsable. Fue Weber quien distinguió entre pruebas irracionales, mágicas, trascendentes, y pruebas racionales. Aquéllas se basan en la potencia del mundo invisible. Éstas se obtienen mediante una demostración argumentada. La Humanidad pasó de la magia a la ciencia, buscando mayor seguridad y firmeza en el conocimiento, y, por un proceso semejante, desde las pruebas irracionales a las racionales, buscando una mayor seguridad en la acción judicial.
 Las pruebas mágicas han existido en todas las culturas y en todos los tiempos. Las principales son la adivinación, el duelo, el juramento y la ordalía.  En la adivinación, el sospechoso o el acusado no intervienen. Asienten, con susto o con alivio, a las artimañas del adivinador. Una técnica es «la interrogación del cadáver». Se observa cómo caminan los que le transportan al cementerio. Cualquier signo que sólo el brujo sabe discernir e interpretar descubrirá al culpable. También se utiliza un animal. Por ejemplo, se pone ante una tela de araña, e identifica cada hilo con un miembro de la tribu. Espera a que la araña se desperece. El culpable es aquel por cuyo hilo comienza a andar el bicho.12  El duelo también fue una forma de descubrir quién tiene razón, sobre todo en Europa. Las potencias celestiales, Dios o sus ángeles, estarían de parte del inocente. Sin embargo, la Iglesia nunca lo aprobó y en el año 867 el papa Nicolás I lo condenará formalmente.  El juramento se sacralizó en el ámbito judicial. También apelaba a poderes invisibles que se encargarían, si era necesario, de hacer resplandecer la verdad o de castigar al perjuro. La leyenda del toledano Cristo de la Vega, narrada por José de Zorrilla, en la que una mano del crucificado se desprende de la cruz para atestiguar en favor de la mujer engañada, es un bello ejemplo literario de lo que estamos contando. Las ordalías solían estar relacionadas con el juramento. Eran unas situaciones a las que se sometía el acusado para demostrar que había dicho la verdad, que permanecía puro después del juramento, y Dios le protegía en el trance.  Es un procedimiento que se encuentra en todas las culturas primitivas, entre los hindúes, los griegos, en el África actual. Se trata de pruebas dramáticas, a las que ninguno de nosotros quisiéramos tener que someternos. En la ordalía del agua hirviendo, el acusado debía introducir la mano en la olla para coger del fondo un anillo. La mano se metía después en un saco de cuero sellado por los jueces. Al tercer día  se descubría la herida, y si tenía mal aspecto, el acusado era considerado impuro y, por lo tanto, mentiroso. La ordalía del hierro candente consistía en llevar en la mano, mientras se daban nueve pasos, un hierro al rojo. La del veneno, todavía usada en África, consistía en ingerir una pócima, normalmente no muy peligrosa, y observar los síntomas.  La razón se impuso con dificultad, porque suponía derrocar creencias muy arraigadas. Acabaron por triunfar otro tipo de pruebas. Ya en el Código de Hammurapi se prestigia sobre todo el testimonio. Los testigos son necesarios para suscribir un contrato o para los préstamos. Garantizan que lo que se ha dicho que sucedió, sucedió. «Si un mercader ha prestado grano o plata con interés, sin testigos ni contrato, perderá cuanto prestó.» Si alguien quiere justificar la propiedad sobre algo que le han robado, debe aducir: «Me la vendió un vendedor, y la compré en presencia de testigos.»  Pero la racionalidad tarda en establecerse. Los testigos eran necesarios, pero no todas las personas podían ser testigos. En la mayoría de las culturas primitivas se considera que la mujer no está capacitada para testificar. No es de fiar. En el derecho hebreo el testimonio está minuciosamente reglamentado. Se excluye a los interesados, parientes, mujeres, menores, locos, sordos, mudos y esclavos.  Pero las dos pruebas racionales definitivas eran el delito flagrante y la confesión. Y esta pureza de la prueba va a provocar uno de los derrapes más terribles en la búsqueda de la seguridad procesal.
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 En efecto. Movidos por su afán de dar una «sentencia perfecta», los jueces se encontraron en una situación difícil. Si se había apresado al culpable en el instante de cometer el delito, no había problema. El asunto estaba tan claro que hacía casi inútil la sentencia. Por eso, durante mucho tiempo, la víctima pudo hacer justicia por sí misma en estos casos. Pero si no ocurre así, la única solución es que el reo confiese. La aspiración máxima del juez es un reo «convicto y confeso». Eso le permite satisfacer sus ansias de justicia, o, al menos, de perfección legal.
 Pero, por desgracia, el acusado muchas veces se empecina en no confesar. Ya sabe usted que en las legislaciones modernas se le reconoce el derecho de no decir nada que pueda perjudicarlo. ¿Qué podía hacer entonces el juez que, convencido de que el acusado era culpable, no tenía su confesión? Su conciencia le impedía dictar una sentencia coja. Pero también le prohibía soltar al presunto culpable que él no consideraba nada presunto. La única solución era conseguir como fuera la confesión. Y ese «como fuera» podía ser terrible.13 Paradójicamente, por uno de esos sueños de la razón que producen monstruos, la tortura entró en el sistema judicial para asegurar la justicia de la sentencia.
 Había, por supuesto, ciertas cautelas. En España, por ejemplo, se eximía de la tortura a los militares, nobles, hijosdalgo, doctores y maestros en ciencia, clérigos. Tampoco se podía dar tormento al menor de catorce años, la mujer preñada, el viejo decrépito, la mujer que había parido hasta cuarenta días después del parto o más aún si tenía que seguir criando a su hijo. El juez no podía dar tormentos insólitos. No era necesario: la imaginación de la crueldad legal ya le proporcionaba horrores suficientes. Entre nosotros los más usados fueron el llamado «de agua y cordeles». Se ataba a la víctima en el potro de pies y manos y se le daban ocho garrotes, «uno en el muslo, otro en la caña de las piernas, otro en el morcillo del brazo, y otro codo abajo», y después se le echaba por boca y nariz cuatro cuartillos de agua. El tormento de la garrucha se reservaba para los delitos atroces. «En la techumbre más alta de la cárcel donde esté el preso se haya puesta y colgada una gruesa soga de cáñamo o esparto, doblada por medio, que esté asida a una polea o viga de dicha techumbre, de manera que pueda correr, y el dicho fulano sea atado de esta forma, sean atados los pies ambos juntos y de las gargantas de ellos sean puestas y colgadas cien libras de hierro o piedra, poco más o menos, y así puesto y atado tiren fuerte por dicha soga de manera que levanten al susodicho de la tierra un estado de hombre poco más o menos. Y levantado, estando así colgado con el peso del dicho hierro le preguntes si es verdad de lo que es acusado, y sea tornado a baxar, negando, de manera que no asienten las piernas en el suelo y así colgando todo, tirados los brazos por las espaldas, atados los pies como está dicho, le serán dadas doce estropadas más, de la manera susodicha.» Otros tormentos tenían unos nombres poéticamente engañosos: el «tormento del sueño al estilo español», y el «tormento del sueño italiano». Les eximimos de su descripción.14
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 Pero sí transcribiremos las actas de una sesión de tortura, recogidas por Francisco Tomás y Valiente, un tenaz defensor de los derechos asesinado por los conculcadores de los derechos, en su magnífico y estremecedor libro La tortura judicial en España.
 El tormento descrito se le aplica en 1648 a una mujer, María Rodríguez, más conocida como María Delgada, acusada de hurto, delito que niega. Son unas actas exhaustivas que narran la tortura minuto a minuto y que recogen de una manera escalofriante el terrible dolor y desesperación de la desdichada mujer: «E luego la dicha María Rodríguez dijo: que no savia más de lo que tenia dicho, y su merced la apercibió, y requirió por primero término declare la verdad de lo que en razón desto pasa, con apercibimiento que si en el tormento que le a de dar pierna o brazo se le quebrase, o ojo se le saltare o muriere, será por su quenta y no por la de su mercez, que no desea más de aclarar la verdad. A lo cual dijo que lo que dicho tiene.» Así que a la pobre María Delgada la atan en el potro y van contando cómo tiran de sus miembros dando cada vez una vuelta más a las mancuerdas hasta descoyuntarla sin que sus desgarradores lamentos logren conmoverlos: «Ay, ay, ay, ay, que me matan sin culpa, ay, ay, ay, ay, ay señor, que no sé nada, ay, ay, ay, ay, ay, ay, ay que me matan, ay, ay, ay que me matan sin ley y sin razón.»Y sigue el acta: «Y visto por su mercez que no quería decir la verdad mandó al dicho executor le de la quarta buelta en los brazos de la mancuerda y empezándoselas a tirar: Santísimo. Sacramento que me matan ay, ay, ay, ay, ay, ay, ay, ay, ay, ay, ay, ay, ay, ay. Dios que me matan, que no sé nada; señores, les requiero que me sale mucha sangre de los brazos...»
 Sigue el acta, sin ahorrar ni uno solo de los gritos de la pobre mujer por los atroces dolores y sigue el verdugo dando vueltas a las mancuerdas a instancias del teniente, hasta que «antes de acabar de darle dicha quarta vuelta se reconoció que la dicha María Delgada se abia quedado adormecida y que no quería o no podía hablar». Así que «su mercez la mandó quitar las ligaduras y amarraduras y dejarlo en este estado el dicho tormento para reyterarlo cuando combenga». Parece que el «adormecimiento» de la desdichada María Delgada fue lo suficientemente profundo para que nunca más se pudiera reiterar la tortura. Un tupido silencio amortaja su nombre, que no vuelve a aparecer en las actas del tormento, y nos ilustra sobre el fin de María Rodríguez, más conocida como María Delgada. Sus cómplices confesaron al día siguiente, antes de que se les diese tormento. Nunca sabremos si declararon la verdad o lo que sus torturadores querían que declararan.15
 La protesta contra la tortura tardó en llegar. Cesare Beccaria, en un opúsculo que tuvo una influencia espléndida en el mundo ilustrado, niega que el tormento sea una prueba ni un medio para obtener la verdad. Además es radicalmente injusto, porque el dolor provocado es una pena, y sólo se pueden aplicar penas después de la sentencia. La razón se une a la compasión, como ha sucedido tantas veces en la evolución moral de la especie. Le parece un procedimiento tan irracional como las ordalías. «Es tan poco libre que uno diga la verdad entre los espasmos del dolor y las congojas, como lo era entonces impedir sin fraude los efectos del fuego y del agua hirviendo.»
 En España no se abolió la tortura hasta la Constitución de Cádiz de 1812. Pero Fernando VII derogó el artículo que la prohibía. Dos años después volvió a prohibirla definitivamente. Lo mismo se ha hecho en todos los países, pero su ilegalización no ha supuesto su desaparición. Mientras escribimos, Pinochet está siendo acusado de cargos de tortura. Se torturó en Argentina, se tortura en Guatemala, en Chechenia, en Ruanda, en Sierra Leona. Todos los continentes están incluidos en el mapa del horror.
 A finales de los sesenta, Francia se quedó horrorizada al conocer las torturas que sus soldados habían aplicado en Argelia. En 1971, casi dos décadas después de estas escandalosas revelaciones, el general Jacques Massu publicó sus memorias con el título  La verdadera batalla de Argel, donde defendió el uso de la tortura en las circunstancias argelinas.
 Esta defensa dio origen a que se acuñase una nueva palabra francesa: el  massuisme, el argumento de que los torturadores pueden ser servidores responsables del Estado en tiempos de crisis extrema. Una vez más, la apelación a unos derechos del individuo frente al Estado parece ser la única solución para evitar el espanto.16 Asqueado por el descubrimiento de los crímenes de Argelia, Sartre escribió un párrafo que debemos meditar: «De pronto, el estupor se convierte en desesperación; si el patriotismo nos ha precipitado en la deshonra; si no hay ningún precipicio de inhumanidad al que las naciones y los hombres no se arrojen, entonces, ¿por qué nos tomamos tanto trabajo para llegar a ser, o seguir siendo, humanos?»  En una nota a pie de página, Tomás y Valiente nos recuerda el nombre de una muchacha argelina, Djamila Boupacha, brutalmente torturada en 1960, y rinde homenaje a la abogada francesa Giséle Halimi, que defendió a Djamila y contó todo en un libro: «El lector puede comprobar que el tormento del agua se aplicaba en 1960 como en 1690; que los cigarrillos no sólo sirven para fumar, ni la electricidad sólo para dar luz, y que el cuello de una botella puede cumplir funciones insospechadas.» Pero, junto a capítulos estremecedores por los hechos -viejos y nuevos a la vez- que narran, hay páginas muy hermosas en este libro. La actitud de quienes defendiendo a Djamila Boupacha han sabido luchar contra la tortura, es ejemplar. «En cualquier tiempo y en cualquier país en que se utilice el tormento», sigue diciendo Tomás y Valiente, «debería ser conocida y recordada la viva historia de esta joven argelina y la conducta de quienes tan bravamente, aprovechando este caso concreto, han librado una batalla contra los tormentos policíacos, militares o judiciales.
También nosotros queremos dar testimonio en este libro de algunas de las personas que han luchado para defender, liberar, dignificar al ser humano. Sólo podremos citar un puñado de nombres porque este camino está lleno de miles de desconocidos, héroes anónimos, ángeles callados y cotidianos que con su esfuerzo y valentía han engrandecido la especie humana. Todos somos deudores de su lucha. Entre esos nombres está el de Francisco Tomás y Valiente, gran jurista y mejor persona, a quien los criminales de ETA asesinaron en su pequeño despacho de la universidad. Y también el de Fernando Buesa, parlamentario vasco y querido amigo, asesinado por los mismos fanáticos cuando se dirigía al trabajo acompañado de su escolta, el joven erzaintza José Díaz, el 22 de febrero de 2000, sólo dos días antes de redactar estas líneas. Ellos, insistimos, son el símbolo de muchos otros. Como Tomás y Valiente quería que la historia de Djamila Boupacha fuera recordada «en cualquier tiempo y en cualquier país», nosotros queremos que al menos en el nuestro la historia de estos hombres y su grandeza sea siempre recordada y contada a los que no la vivieron. Ellos quisieron que la ciudad fuera más habitable. Nos apropiamos de Rilke y de Neruda para dar homenaje:
 Somos obreros: maestros, aprendices, construyéndote, oh nave central alta. Y a veces viene un grave mensajero como un brillo entre nuestros cien espíritus, a enseñarnos, temblando, otro trabajo. Tú abarcaste en la muerte más espacio. Yo estoy aquí para contar la historia.
(Este texto forma parte del libro La lucha por la dignidad de José Antonio Marina y María de Válgoma. Anagrama Editorial, 2000)

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