Venezuela entró en las tinieblas. No hay otra forma de
describirlo. El 10 de enero marca la decisión voluntaria de una parte del
chavismo, así como del estamento militar, de permitir que en Venezuela se
entronice una clase política en el poder, que optó por desmantelar el Estado de
derecho y abandonar todo vestigio de origen democrático. A partir de esa fecha,
como resultado de esta dinámica, lo que se avecina es la naturalización de la
anarquía, la profundización del aislamiento internacional y el quiebre
definitivo de la economía venezolana.
Quienes piensen que a partir del traspaso de este umbral es
posible que se abran diversos senderos, se equivocan: o hay cambio político que
conlleve a restaurar el orden constitucional y democrático o el país será
inviable.
La situación es tan dramática, que las distintas maneras como
pudiera llegar a ocurrir el proceso de cambio comienzan a ser irrelevantes; lo
único sustancial es que ese proceso se materialice lo antes posible. Algunos
pueden preferir alguna modalidad que incluya una negociación, otros una
fractura interna e incluso algunos otros una ruptura radical. Pero lo cierto es
que a estas alturas lo central es frenar la destrucción definitiva del país.
Venezuela está absolutamente quebrada. El 2018 marcó la
aceleración del deterioro económico y social más grande de nuestra historia
republicana. Para finales del año pasado, ya habíamos perdido la mitad del
tamaño de nuestra economía. La aceleración de la hiperinflación perdió todo
referente histórico latinoamericano. La ola migratoria adquirió proporciones
ciclópeas. Y en menos de 10 meses perdimos, según fuentes secundarias, más de
650 mil barriles diarios de producción petrolera; es decir, casi la mitad de la
caída de la producción de los últimos cuatro años.
Algunos aventajados observadores se preguntarán con razón: ¿cómo
fue que el gobierno sobrevivió semejante debacle? La respuesta a esa
interrogante abarca un grupo muy amplio de elementos: cerrando y contaminando
políticamente la arena electoral, promoviendo la fuga de la población, haciendo
‘‘default’’ de
la deuda externa (lo cual le facilitó contar con más de 8 mil millones de
dólares de recursos adicionales), condicionando políticamente los subsidios
directos e indirectos, permitiendo la extracción de oro a cualquier costo
ambiental (que se tradujo en más de 1 mil millones de dólares en
exportaciones), manteniendo un férreo control sobre las importaciones y
dividiendo a la oposición. Para sobrevivir, el gobierno practicó la indolencia.
Estos mismos observadores podrían preguntarse seguidamente: ¿pero por qué no
volver a repetir esa misma fórmula en el 2019?
El gobierno intentará afianzar algunos de estos elementos a lo
largo del nuevo año para mantenerse en el poder, especialmente aquellos que le
vienen funcionando en el plano político y social. Sin embargo, la posibilidad
de repetir los mismos trucos en el plano económico será muy limitado. La
producción promedio de petróleo de todo el 2018 fue de 1.3 millones de barriles
diarios y la producción promedio del 2019, con unos precios que han caído ante
el debilitamiento de la economía global, estará cercano a los 950 mil barriles
diarios. Este colapso productivo y la disminución de los precios petroleros
supone una merma del ingreso mucho más alta que la que vivimos anteriormente.
De modo que aun si se continúa haciendo ‘‘default’’
y se logra exportar la misma cantidad de oro, Maduro se va a encontrar con una
restricción externa significativa.
Para cerrar esa brecha, el gobierno podría estar dispuesto a
seguir recortando importaciones, pero las mismas ya están en niveles tan bajos
que la presión social podría ser prohibitiva. Esta presión, conjuntamente con
la hiperinflación, van a terminar de marcar un clima social cada vez más
enrarecido en el plano nacional, el cual estará marcado por mayores desigualdades
y por una proporción aún más grande de la población viviendo en situación de
pobreza extrema. Esto a su vez acelerará el problema migratorio hacia Brasil y
Colombia, y terminará de hacer más sensible el tema venezolano. Contrario a lo
que espera el gobierno, Rusia y China tampoco saldrán al rescate: el tamaño del
problema es demasiado grande. Ambos países ya han comenzado a mostrar más
interés en la cooperación política que en la económica y financiera. Cuba
también comienza a reconocer privadamente entre algunos países
latinoamericanos, pero sobre todo con algunas naciones de Europa, que tiene un
gran problema en Venezuela.
Frente a esta realidad, Nicolás Maduro no tendrá más alternativa
que flexibilizar cada vez más el mercado cambiario, esperando que lo que queda
de un sector privado extremadamente menguado, financie directamente parte de
las importaciones del país. También cederá mayor control sobre la faja del
Orinoco a sus socios internacionales actuales, buscando garantizar un flujo
mínimo de producción de petróleo pesado. Igualmente, PDVSA podría extender
contratos de servicios a terceros, esperando frenar el colapso de la producción
de crudos convencionales. Sin embargo, es poco lo que un sector privado puede
financiar sin seguridad jurídica, sin acceso a líneas de crédito
internacionales y con un mercado interno cada vez más pequeño. El tamaño de la
destrucción productiva del país es demasiado grande.
Tampoco es mucho lo que los privados pueden hacer en el sector
petrolero. Los requerimientos de inversión para reactivar los pozos de crudos
ligeros son extremadamente altos y difícilmente podrán atraer recursos con las
sanciones internacionales existentes y con contratos que no tienen el respaldo
legal de la Asamblea Nacional. En el fondo, ningunas de estas medidas pueden
llegar a ser creíbles en el marco del quiebre institucional y financiero del
país. El gobierno comienza a reconocer esta realidad. Según algunos medios
internacionales, en un contrato de servicios petroleros
recientemente otorgado de forma opaca a
un consorcio norteamericano para el Lago de Maracaibo, que es el más grande que
hasta ahora se haya firmado, se acepta la validez del mismo sólo si el
Departamento del Tesoro de los Estados Unidos extiende una licencia a esta
empresa para que pueda operar bajo las sanciones a las que está sujeta tanto
Venezuela como PDVSA. El otorgamiento de esa licencia pareciera improbable
debido al endurecimiento de las sanciones por parte de los Estados Unidos. Sin
embargo, de ser cierta esa información, el contrato es en sí mismo una
confesión pueril de las partes: se acepta que dados los problemas actuales que
enfrenta la industria es imposible su recuperación.
De ahí que la mayor presión vaya a venir del plano
internacional. El impacto de esta presión será cada vez más aguda, precisamente
porque las vulnerabilidades externas son cada vez más grandes. El Grupo de
Lima, con excepción de México, acaba de anunciar que no reconocerá la
juramentación de Nicolás Maduro para un dudoso segundo mandato. Estados Unidos
se unió al pronunciamiento y la mayor parte de los países europeos también lo
harán. Las probabilidades de que las sanciones internacionales se terminen de
recrudecer pocos días después del 10 de enero serán cada vez más altas. Por
ejemplo, la posibilidad de que Washington prohíba la exportación de diluentes a
Venezuela pondría en riesgo por lo menos 350 mil barriles de crudo pesado. En
estos momentos, el piso de la producción petrolera de PDVSA descansa
exclusivamente sobre la producción de la faja que podría pasar muy rápidamente,
en caso de activarse estas sanciones, de 850 mil barriles a 500 mil barriles
diarios. El impacto de esta medida internacional sería enorme.
Del mismo modo, la Casa Blanca está
discutiendo la opción de incorporar a Venezuela a la lista de países patrocinantes del terrorismo,
un pequeño club al que pertenecen otros países petroleros como Irán, lo cual
implicaría pasar de ser una nación que tiene un tratamiento de política
exterior ligado a una crisis política y humanitaria, a convertirnos en una
amenaza a la seguridad nacional de los Estados Unidos. La diferencia no es
menor, así sea arbitraria. Otros países latinoamericanos también están
amenazado con pasar de la retórica diplomática e incorporarse al uso de las
sanciones financieras en contra de empresas e individualidades vinculadas al
gobierno. Finalmente, actores privados, en particular los acreedores de la
deuda tanto soberana como de PDVSA, así como empresas a las que no se les han
cancelado sus compromisos, van a continuar actuando judicialmente, buscando
tomar control de sus diversos activos internacionales, lo cual puede volver a
poner en riesgo la frágil operatividad de la industria petrolera. Por lo tanto,
la posibilidad de seguir haciendo default,
que fue la táctica más importante en 2018 que utilizó el gobierno para poder
sobrevivir financieramente, es cada vez más limitada y riesgosa.
La verdadera incógnita es lo que pueda llegar a ocurrir en el
plano estrictamente nacional. Tres fuerzas serán determinantes en el 2019. La
primera es el papel de la Asamblea Nacional. En un país que vive en una
situación de hecho y no de derecho, el poder legislativo es la única entidad
que resta constitucionalmente; la única legítima y democráticamente
constituida. Ahora bien, su capacidad para actuar políticamente no va a
depender de los problemas interpretativos de una Constitución que a los efectos
prácticos ha sido disuelta; su capacidad de influir y convertirse en un actor
relevante para impulsar el cambio va a depender de si efectivamente es capaz de
ganar mayor credibilidad, en un momento en el que la oposición se encuentra
debilitada debido a sus propias divisiones internas.
Si la Asamblea Nacional decide actuar exclusivamente en función
de sus prerrogativas formales, es decir, desde el ámbito estrictamente “de jure”, en un
contexto en el que las instituciones dejaron de operar, entonces se encontrará
con una realidad muy contradictoria: aun siendo legítima y reconocida
internacionalmente será políticamente irrelevante. Para revertir esta realidad,
el Parlamento debe consolidar alianzas internas y externas, es decir, debe
operar eficientemente en la esfera política, para poder garantizar que sus
decisiones puedan ser ejecutadas. Tan sólo de esta forma puede llegar a tener
un papel preponderante en el proceso de cambio político. De lo contrario, se va
a repetir lo que sucedió con las declaraciones de abandono del cargo y con el
nombramiento de los poderes públicos alternativos.
El segundo actor clave, que representa el principal resorte “de
facto” que sostendrá a Nicolás Maduro en el poder después del 10 de enero, será
la Fuerza Armada. Hasta ahora, la institución militar ha optado por inhibirse
frente a las dudas que circunda la legitimidad de origen de la Presidencia de
la República. La legitimidad de origen, que desde décadas atrás siempre ha
tenido un carácter democrático, ha sido tradicionalmente la columna vertebral
de esa organización pues marca la línea de mando de quien como primer
mandatario es el comandante en jefe de la institución. Eso ha operado
históricamente de esa manera desde 1958. Ese mismo principio fue también la
fuente más importante del liderazgo que sobre ella ejerció Hugo Chávez Frías
durante el periodo 1998-2012: su legitimidad estuvo reforzada por el hecho de
que nunca perdió una elección presidencial y porque las mismas generalmente
fueron ampliamente reconocidas.
De ahí que la problemática central para la institución castrense
no será tanto los temas interpretativos de la constitución nacional, entre
ellos la falta de funcionamiento de la división de poderes, sino la misma
legitimidad de origen de la Presidencia de la República. En la medida en que la
duda sobre ese origen se continúe profundizando, la presión institucional sobre
ella irá en aumento. Es poco probable, dada su aversión al conflicto y su
sentido histórico de conservación –así como su deseo de mantener control sobre
las rentas económicas que tiene sobre diversos sectores básicos de carácter
extractivo–, que en caso de que decida actuar, lo haga como algunos esperarían,
sino que más bien termine pronunciándose pública o privadamente sobre la
necesidad de impulsar una nueva negociación política que conduzca pacíficamente
a un proceso electoral validado internacionalmente.
En este sentido, los militares, tan solo con un pronunciamiento
institucional de esa naturaleza y sin la necesidad de usar las armas -debido a
la fragilidad del sostén jurídico de Maduro-, podrían precipitar de una forma
irreversible una crisis de poder. También es indudable que el deterioro
institucional y su politización interna se han convertido en un factor de
verdadero riesgo, por lo que la insurrección, en caso de ocurrir, puede
terminar en un conflicto de alto calibre, el cual podría extenderse como
consecuencia de la presencia de grupos irregulares armados en todo el
territorio nacional. Ante este riesgo, para el gobierno es fundamental
persuadirlos de que la elección del 20 de Mayo de 2018 fue legítima, e incluso
producto de una negociación que fue abortada por la oposición en República
Dominicana y que la juramentación de Maduro por parte del Tribunal Supremo de
Justicia está efectivamente apegada a derecho.
Adicionalmente, el gobierno les tratará de vender el discurso de
que la presión internacional es producto de una oposición apátrida que está
dispuesta incluso a comprometer la soberanía nacional. Es por ello que la
inclusión del tema de Guyana en la última declaración del Grupo de Lima resulta
inexplicable, debido a que valida ese tipo de retórica oficialista. Si Maduro
fracasa en ese objetivo, algo que también depende de la capacidad de la
oposición de convencerlos de que la presidencia está siendo efectivamente
usurpada y que las consecuencias de ese acto son enormes, entonces su fuente
más importante de poder se vería definitivamente debilitada.
Finalmente, están las fuerzas internas del chavismo. El chavismo
se encuentra electoralmente disminuido, pues sus supuestos triunfos son
resultado de un sistema electoral sin credibilidad alguna. Pero es indudable
que sigue siendo, individualmente, el principal partido político del país.
Chávez, aún después de muerto, posee todavía una alta popularidad en muchos
sondeos de opinión pública. La marca política de un movimiento populista como
el chavismo, al igual que el peronismo en Argentina, mantiene su valor. En la
medida en que la presidencia de Maduro se debilite ante su propia crisis de
legitimidad, será cada vez más atractivo para las facciones internas del
oficialismo rebelarse para tratar de capitalizar el proceso de cambio político.
Existen algunos cuadros políticos, mayormente a nivel de las gobernaciones, que
podrían jugar un papel importante de renovación, pero bajo un sistema
competitivo, con garantías electorales, probablemente tengan mayores
dificultades para ganar cualquier comicio nacional. Pero esto sólo ocurrirá
cuando la sostenibilidad de la presidencia de Maduro esté definitivamente
comprometida. Tan sólo en ese instante esas facciones comenzarán a ser
relevantes.
Es indudable que a partir del 10 de enero, Venezuela va a
experimentar varios meses de altísima incertidumbre. Maduro va a resistir. No
le queda otra opción una vez que ha apostado por quedarse en el poder de la
forma cómo lo ha hecho. Pero resistir puede involucrar hacer concesiones
económicas y también políticas pero en ningún momento esas concesiones
involucrará unas nuevas elecciones presidenciales. La apuesta es quedarse
contra viento y marea. Si logra aguantar, se consolida en el poder, aún si
queda herido; pero basta analizar la dinámica tanto política como económica
para entender que no tiene todas las cartas marcadas. El costo para el
chavismo, incluso para aquellos que lo apoyan dentro del sector castrense, es
cada vez más alto y la posibilidad de que estos grupos puedan influir dentro
del proceso de cambio, los puede llevar también a tratar de capitalizarlo.
Debido a este riesgo, el esfuerzo de resistencia de Maduro será intrínsecamente
inestable. Desde un punto de vista económico y social, en la medida que logre
aguantar exitosamente, terminará condenando a todo un país. Las consecuencias
de esta posibilidad son alarmantes, pero no por ello dejan de ser altamente
probables. Ya Maduro ha logrado en el pasado, contra todo pronóstico,
mantenerse en el poder.
El cambio político tampoco es imposible. Las presiones serán
enormes para buscar alguna salida negociada, sobre todo si las sanciones
internacionales petroleras terminan de escalar. Pero ese proceso dependerá de
una dinámica compleja en un país que va a quedar cada vez más aislado y en el
que muchos grupos de diversos orígenes buscarán cooperar para tratar de salir
de la situación en la que estamos postrados. Para poder llevar adelante este
proceso, se va a requerir de un gran sentido de responsabilidad política, algo
que hasta ahora ha estado ausente tanto en el seno de la oposición como del
chavismo.
El país debe comprender que el problema no lo representa solo el
radicalismo sino también los extremismos: el afán de imponerse a costa de los
derechos y las garantías de los demás. Dada la fragmentación de todos los
sectores del país, quien pretenda controlar el cambio desde su posición,
pensando que lo puede aprovechar para sí mismo sin entender las limitaciones
que enfrentamos todos, sin comprender que es necesario otorgar garantías, que
el ‘todo o nada’ en estos momentos está completamente fuera de juego, estará
poniendo en riesgo la única esperanza que tiene Venezuela de
reinstitucionalizarse, rescatar su democracia e iniciar su reconstrucción.
Venezuela no necesita héroes ni grandes épicas. Requerimos instituciones,
derechos, elecciones transparentes y sobre todo una gran dosis de sentido
común.
Michael Penfold
08/01/2019
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