Para
Teodoro Petkoff
In
Memoriam
Desde hace algunas semanas atrás viene revoloteando en el
ambiente político venezolano algo que trasluce como el principio de una posible
nueva negociación. O, por lo menos, la revelación de algunos actores, tanto
nacionales como internacionales, que asoman querer entrar en un espacio que
abra con mayor certeza esa posibilidad. Todo esto ocurre en un momento en
que la terrible muerte del Concejal Albán —que aconteció en las ergástulas de
las oficinas de inteligencia del Gobierno— nos recuerda el lado más oscuro de
un régimen que profundiza sistemáticamente la persecución y la violencia
política.
Entre la evidencia informativa de que algo efectivamente está en
movimiento destacan la visita a Caracas del senador Corker de los Estados
Unidos, las declaraciones del canciller de España hablando del 10 de enero de
2019 como la fecha de vencimiento de la legitimidad de origen de Maduro, el
anuncio de la directora de Relaciones Exteriores de la Unión Europea explicando
la imperiosa necesidad de buscar acuerdos sin dejar de aumentar la presión
internacional en caso de que fuese necesario, el anuncio de Bruselas de la
creación de un Grupo Contacto para Venezuela, cuyo objetivo sería explorar las
bases para una potencial mediación; la activación del Grupo de Boston como punto
de encuentro entre chavistas y opositores, las palabras de algunos voceros de
oposición sobre la importancia de entrar en una negociación que permita fijar
una nueva elección presidencial con condiciones justas y transparentes, el
rechazo de otros actores a repetir una ronda sin que haya acuerdos previos que
sean verdaderamente sustantivos, e incluso el reconocimiento de algunos líderes
—que hasta hace poco estaban completamente renuentes a la posibilidad de un
acercamiento— que dicen ya haber entrado en contacto con facciones
internas del chavismo.
Todas estas afirmaciones hacen pensar que algo está pasando, que
muchos factores, bastante disímiles entre sí, andan construyendo túneles para
abrir la comunicación política entre diversos grupos. Los partidos, como los
topos, han terminado cavando pasos subterráneos, muchas veces de forma
paralela, para poder intercambiar puntos de vista sin ser observados. Como
resultado de esta mancilla todos prefieren mimetizarse, pues saben que la
simple sospecha de que una ronda de acuerdos con el chavismo pudiese llegar a
ocurrir causaría un enorme escozor, ante una opinión pública que ve cualquier
transacción como una traición irreparable.
Es indudable que en Venezuela existen muy buenas razones para
pensar de antemano que cualquier nuevo intento de negociación es una pésima
idea. Las experiencias previas con dichos procesos terminaron más bien por
desprestigiar a los partidos políticos que de buena voluntad decidieron
participar en ellos, hundió en la desesperanza a la población que avaló la idea
de buscar acercamientos, y también condenó al escepticismo a la misma comunidad
internacional que los ha promovido. En el pasado, el Gobierno ha utilizado muy
hábilmente a la negociación como una táctica para ganar más tiempo en su
esfuerzo por posponer la entrega del poder y dividir al liderazgo opositor. En
cada uno de los episodios en los que se abrió un compás para intentar alcanzar
algunos convenios, el proceso culminó con un deterioro aún más acentuado de las
condiciones políticas y económicas del país.
Los malos frutos están a la vista. La mesa de negociación que
lideró El Vaticano en noviembre de 2016 le permitió al chavismo la posibilidad
de bloquear el referéndum revocatorio. Esa suspensión fue una violación
constitucional, que estuvo seguida por la inhabilitación judicial de la
Asamblea Nacional y que abrió el camino para profundizar la cruel represión de
las protestas ciudadanas. La negociación que lideró el expresidente Rodríguez
Zapatero en República Dominicana, en marzo de 2018, culminó abruptamente sin
acuerdos, y llevó a un evento electoral sin ningún tipo de reconocimiento
internacional, con la ilegalización de los principales partidos políticos de
oposición, con el exilio forzado del antiguo presidente de la Asamblea Nacional
y con un mayor recrudecimiento del autoritarismo. De modo que cada
una de esas mesas se cristalizó en decepciones, que se han traducido a su vez
en un mayor abatimiento general. ¿Para qué insistir en este tipo de
alternativas?
La pregunta no es retórica. Esto es exactamente lo que
argumentan aquellos que nos recuerdan que cualquier negociación en Venezuela no
sólo es inmoral, sino estructuralmente imposible. Un tercer episodio de
acercamientos tan sólo terminaría por deteriorar aún más las frágiles
condiciones de lucha de las fuerzas democráticas del país. La alternativa es
esperar. Incrementar la presión internacional. Elevar las amenazas creíbles.
Dejar que el tiempo, conjuntamente con el deterioro de las condiciones
socio-económicas, produzca un quiebre interno del chavismo. Tan sólo en un
eventual momento de ruptura será conveniente negociar.
¿Pero por qué Maduro permanece en el poder a pesar de que la
crisis ha adquirido proporciones ciclópeas? Muchos insisten en que las fuerzas
oficialistas se van a terminar debilitando con la próxima ola de presiones
internacionales —ayer encabezados por Macri o mañana por Duque y Bolsonaro—,
así como con la aceleración hiperinflacionaria y la perpetuación de la crisis
económica. Sin embargo, hasta ahora todos quedamos más bien sorprendidos
ante la capacidad de resistencia del régimen. Eso no quiere decir que un evento
en un futuro próximo no pueda ocurrir, pues es evidente que podría suceder,
pero quizás también sea conveniente preparase o planificar lo que también se
puede presumir con una altísima probabilidad: que el conflicto político
permanezca incólume. ¿No será que una vez que suavicemos ese supuesto
haremos nuevamente relevante a la lucha interna y nos obligue a planificar otro
escenario? ¿No será acaso que nos hemos equivocado, tanto chavistas como
opositores, en la concepción del tipo de conflicto que vivimos en el país y
que, sin importar el escenario, siempre vamos a terminar en una negociación?
La visión compartida de ambos bandos es que el conflicto
político venezolano es por su propia naturaleza uno de desgaste y que es,
además, temporalmente finito: alguien terminará por imponerse. Ante esa
realidad, el juego del Gobierno es desmantelar la institucionalidad
democrática, movilizar recursos para reprimir la protesta social, elevar
capacidades para desarbolar cualquier amenaza interna o externa, incrementar
las rentas económicas a sus aliados más cercanos y controlar directamente a la
población. Todo esto siempre acompañado de algún barniz electoral que les
permita mantenerse en el poder. Esta bárbara manera de ver la realidad política
asume que, una vez que se alcancen todos estos objetivos, el país va a quedar
en paz, sin oposición y con mucha revolución por delante.
Sin embargo, para sorpresa del propio chavismo, esa rotunda
victoria nunca ha sido definitiva a pesar de haber logrado cada uno de los
objetivos que se propusieron. La oposición, aunque disminuida y reprimida, no
desapareció. Las sanciones internacionales se incrementaron. El declive del
sector petrolero se aceleró. La hiperinflación explotó. El acceso al
financiamiento internacional se cerró. Las elecciones del 20-M no fueron
reconocidas. Y las protestas sociales aumentaron. Es así como, aun logrando
mantener el poder, el conflicto de desgaste para el chavismo nunca llegó a
producir un triunfo irreversible.
La oposición mantiene una visión similar sobre la naturaleza del
conflicto político venezolano. Para derrotar al chavismo, y restaurar la
democracia, es fundamental construir todo tipo de opciones que incrementen los
costos de la coalición dominante asociados a mantenerse en el poder. Para ello
la clave es deslegitimar y construir amenazas internacionales con un alto grado
de credibilidad que hagan ver que si no hay concesiones políticas,
especialmente electorales, o, incluso, si no abandonan el poder, esas amenazas
terminarán siendo implementadas.
El peso de las acciones internacionales, que implican explorar
el uso de “todas las opciones que están sobre la mesa”, pasan a ser el principal
eje de la actual estrategia disuasiva opositora. El supuesto central
detrás de esta concepción es bastante simple: el aumento de los costos
asociados a esas amenazas “obligará” a los chavistas a cambiar su
comportamiento y posiblemente a negociar pacíficamente su salida del poder.
Otro supuesto colindante de esta manera de ver el cambio político es que el
deterioro de las condiciones internas, entre ellas la depresión económica, así
como el colapso de la infraestructura básica del país, ineludiblemente van a
llevar a una implosión política dado el incremento exponencial de las presiones
sociales.
Hasta ahora todos estos supuestos no han producido los
resultados esperados: el chavismo ha logrado atrincherarse con cierto éxito. La
ruptura final no se ha producido —lo cual no quiere decir que pueda ocurrir más
adelante—. Los militares parecieran mantenerse leales o han sido efectivamente
purgados. La amenaza internacional tampoco termina siendo ni suficiente, ni
perfectamente creíble. Y la presión social, aunque mayor, hasta los momentos no
ha alcanzado una gran escala como para dinamitar el proceso político. Es
indiscutible que el diseño y la ejecución de esta estrategia han disminuido
reputacionalmente al chavismo en la esfera internacional y también ha reducido
sensiblemente su campo de acción, pero es necesario comenzar a reconocer que
tampoco lo ha dejado fulminado domésticamente. Alguien podría responder que es
cuestión de tiempo y que, por lo tanto, hay que seguir aguardando.
El problema es que la idea de que este conflicto de desgaste es
temporalmente finito, es decir, que va a tener un final relativamente pronto o
incluso feliz, puede ser cuestionable. Entonces, ¿cuál es la verdadera
naturaleza del conflicto político venezolano? Mi visión es que es un conflicto
existencial sin término temporal. O lo que algunos psicólogos sociales conocen
como un conflicto grupal marcado por “odios mellizales”. En la literatura sobre
los conflictos sociales, este tipo de situaciones ocurren cuando las “heridas”
de ciertos grupos comienzan a ser traducidos en “reclamos” y éstos, a su vez,
son “ajustados” a través de distintos medios, pero nunca logran ser saldados
completamente. En esta dinámica social, el enemigo que debe ser dominado logra
resistir: nunca termina siendo derrotado. En el fondo, es la
historia de dos grupos filiales que están condenados a vivir juntos pero que
preferirían que el otro no existiese o que fuese reducido a su mínima
expresión. La tragedia de este conflicto consiste en que el “otro” encuentra
imposible prescindir totalmente del “mellizo”, pues no sólo no lo puede
eliminar, sino que, al tratar de hacerlo, deteriora su propia probabilidad de
supervivencia.
La mejor solución a este tipo de conflictos es la construcción de
instituciones fuertes que otorguen garantías mutuas a ambas partes
indistintamente del tamaño social y político de cada grupo. Este fue el
conflicto que caracterizó a la transición sudafricana de los años ochenta, que
no era otra cosa que el conflicto de una minoría blanca que pretendía ejercer
un dominio de facto sobre el resto del país, pero que, al hacerlo, aumentó
considerablemente los riesgos de terminar destruyendo su propia supervivencia
debido a las crecientes presiones internacionales. Esta élite política, que
tenía cómo mantenerse en el poder autoritariamente e independientemente de esas
mismas presiones, terminó aceptando que dependía del “otro”
para poder construir instituciones lo suficientemente sólidas, que le
permitiese preservarse y blindarse frente a cualquier amenaza futura. Esto fue
lo que Nelson Mandela logró resolver tan magistralmente después de décadas de
duras luchas sociales y políticas.
Quienes dicen que en el país no hace falta una negociación
tienden a subestimar la posibilidad de que la nefasta situación actual se siga
extendiendo en el tiempo. La negociación es más bien un instrumento valioso,
que es necesario preservar y que requiere estar técnicamente bien conducido.
Para todos los que vivimos aquí en Venezuela, y que padecemos el conflicto
directamente, comienza a ser cada vez más evidente que el Gobierno puede seguir
resistiendo tan sólo con hacer su coalición cada vez más pequeña, pero también
cada vez más extractiva y cada vez más autoritaria y mejor alineada ideológicamente.
La oposición también ha demostrado su capacidad de infligir daños
internacionales al chavismo, cada vez más severos, pero todavía sin lograr
su objetivo final. De modo que la posibilidad de que ambos grupos puedan
construir una salida sin una negociación, por la vía del dominio, de la
implosión o de un colapso, es algo que luce cada vez menos probable. Es más:
que hayamos quedado traumados por las experiencias anteriores no hace que la
negociación requiera ser desechada o que, por lo menos, deba ser planificada.
Es fundamental reconocer que las heridas que el chavismo ha dejado son enormes
y grotescamente graves, pero no por ellas un movimiento político que ha
dominado la escena venezolana durante las últimas dos décadas va a desaparecer
instantáneamente. Persiste. La oposición tampoco puede ser ignorada. También
existe. El chavismo sabe que si esa misma oposición se vuelve a unificar
llegaría a tener una amplia mayoría electoral.
Ante este panorama, sin garantías mutuas, visto con crudeza
desde el chavismo, ¿para qué negociar unas condiciones electorales
perfectamente justas y transparentes de unos comicios que inevitablemente
perderían? El único atractivo para el chavismo de una negociación de ese tipo
sería entregar condiciones parciales en materia electoral que les permita una
razonable probabilidad de ganar a cambio que se les otorgue legitimidad
internacional o entrar a obtener esas garantías plenas (incluyendo la remoción
de las sanciones) a cambio de la reinstitucionalización completa del país.
Ambos resultados son diferentes. El primer escenario de esa
negociación podría terminar en una sucesión para el chavismo (que podría
presentar otro candidato), y si llegase a perder culminaría en una transición
pacífica dominada por la oposición. La negociación sería un “replay” con
algunos ajustes menores de las rondas anteriores pues los temas estarían
centrados en los asuntos estrictamente electorales. Dentro del chavismo es cada
vez más notorio cómo el Gobierno comienza a pasearse por la posibilidad de una
segunda sucesión revolucionaria y para poder asegurar ese resultado necesita
una nueva elección general con aval internacional y continuar promoviendo la
división completa de la oposición. El chavismo se prepara, al menos se
planifica, para ese escenario. Lo que es más difícil de anticipar es más bien
cuál va a ser la repuesta opositora. Lo que sí es evidente es que en el plano
normativo, si la negociación se va a centrar simplemente en lo electoral, el
objetivo no puede ser otro que obtener todas las garantías y, muy
especialmente, un nuevo Consejo Nacional Electoral independiente así como la
presencia de observación internacional.
El segundo escenario de esa misma negociación implica la
reinstitucionalización completa del país a cambio de amplias garantías
políticas y judiciales para el chavismo. Este acuerdo conllevaría
ineludiblemente a un cambio político. De ahí que insistir en aumentar los
costos asociados a las amenazas internacionales es insuficiente sin dar claras
señales de estar dispuesto a ser igualmente creíbles a la hora de otorgar
ciertas concesiones. Este intercambio pasa por comernos varios sapos: justicia
transicional, sobrerrepresentación de las minorías, transferencias fiscales
aseguradas y amnistías de todo tipo. Bajo esta perspectiva, la negociación no
sería tratada como una simple transacción comicial, sino como un mecanismo para
consensuar un conjunto de instituciones constitucionales, judiciales y
electorales que garanticen a ambas partes que perder la presidencia no se
convierta en un drama, que ejercer el poder no sea un burdo botín y que pasar a
la oposición no implique andar desnudo o preso. Este resultado va a
depender de la confluencia de cuatro factores diferentes: la presión interna
del chavismo, la unificación opositora, la condicionalidad internacional y la
aceptación militar.
En el fondo, indistintamente de los escenarios, lo que hay
comprender es que la negociación sólo sirve si cumple con el objetivo de
restaurar el orden democrático y el estado de derecho. Si la negociación no
logra ese objetivo difícilmente puede ser justificada. A estas alturas,
soluciones parciales ya no son suficientes. Ahora bien, debido a la naturaleza
del conflicto venezolano, es cada vez más evidente que la salida nunca va a ser
sencilla para llegar a ese puerto. Si Venezuela no es capaz de resolver el
punto neurálgico de su problema político-institucional, es poco lo que en
materia económica, social o incluso de reconstrucción de la infraestructura
básica podremos realizar en el futuro. La sostenibilidad y la estabilidad de la
nación seguirán totalmente comprometidas. En cambio, si por algún golpe de
suerte comenzamos a entender que el conflicto puede ser procesado
institucionalmente, sin perder las garantías básicas que mutuamente nos hemos
concedido, y que perder elecciones no implica quedarse sin libertades y sin
derechos económicos y políticos, entonces, y sólo entonces, quizás el país
pueda salir de este primitivismo tan salvaje, de este perfecto infierno en el
que la irresponsabilidad autoritaria del actual Gobierno nos ha condenado a
vivir a todos los venezolanos. Es más que evidente que la negociación es
inevitable. Lo difícil es explorar la forma de condicionar lo incondicional.
POR Michael Penfold
01/11/2018
No hay comentarios:
Publicar un comentario