Democracias
que se van convirtiendo en plutocracias; plutocracias que se van convirtiendo
en oligarquías; oligarquías que se van convirtiendo en cleptocracias. El
capitalismo offshore de nuestros días tiene un origen y actores específicos,
que se lanzaron a destruir el viejo orden económico mundial nacido en Bretton
Woods. Y el resultado actual es una inédita concentración de la riqueza y una
progresiva erosión de la democracia. Si queremos recuperar el control de
nuestras economías y nuestras democracias, debemos actuar ahora. Cada día,
mientras esperamos, más dinero se acumula contra nosotros.
Todos los
meses de enero, cada vez que se realiza el Foro Económico Mundial en Davos,
Oxfam nos cuenta cuánto ha crecido el patrimonio de los más ricos del planeta.
En 2016, su informe mostraba que los 62 individuos más acaudalados poseían la
misma riqueza que la mitad de la población mundial. Este año, el número se ha
reducido a 42: hay tres docenas y media de personas que poseen lo mismo que
3.500 millones. Este ritual anual se ha transformado en parte del ciclo de
noticias y la desigualdad expuesta ya no nos conmueve. Como ocurre con la
sucesión de las estaciones, ahora resulta natural que la gente muy rica sea
cada vez más rica. Pero se trata de algo que debería preocuparnos mucho: su
creciente riqueza les permite controlar cada vez más la política y los medios
de comunicación. Países que alguna vez fueron democracias se están convirtiendo
en plutocracias; las plutocracias se están convirtiendo en oligarquías; las
oligarquías se están convirtiendo en cleptocracias.
Las cosas
no siempre fueron así. Durante los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial
se registró una tendencia opuesta: los pobres adquirían mayor riqueza; todos
nos tornábamos más igualitarios. Para comprender cómo cambió eso y por qué,
debemos retrotraernos a las postrimerías del conflicto, más específicamente a
un hotel situado en el estado de New Hampshire, donde un grupo de economistas
se reunió para asegurar el futuro de la humanidad. Esta es la historia de cómo
fracasó su sueño y de cómo la brillante idea de un banquero londinense llevó al
mundo a la quiebra.
En los
años siguientes a la Primera Guerra Mundial, los dueños del dinero estimulaban
su circulación entre los países y desestabilizaban las monedas y las economías
en busca de beneficios. Mientras las economías se derrumbaban, muchos de los
ricos seguían enriqueciéndose. El caos condujo a la elección de gobiernos
extremistas en Alemania y otros países, derivó en devaluaciones competitivas y
en aranceles aplicados a costa del empobrecimiento de las naciones vecinas, dio
lugar a batallas comerciales y, en definitiva, a los horrores de la Segunda
Guerra Mundial. Los aliados no querían que eso volviera a ocurrir. Por eso, en
1944 se reunieron en un complejo hotelero situado en la localidad
estadounidense de Bretton Woods (New Hampshire) para negociar los detalles de
una arquitectura económica que evitaría –para siempre– la circulación
descontrolada del dinero. El objetivo era, por un lado, impedir que los Estados
usaran el comercio como un arma dirigida a acosar a los vecinos y, por el otro,
crear un sistema estable, que ayudaría a garantizar la paz y la prosperidad.
Bajo el nuevo sistema, todas las monedas estarían vinculadas al dólar y este, a
su vez, estaría vinculado al oro. Una onza de oro costaba 35 dólares (lo que
equivale aproximadamente a 500 dólares de hoy). En otras palabras, el Tesoro de
Estados Unidos le aseguraba a cualquier Estado extranjero que, si presentaba 35
dólares, siempre podría comprar una onza de oro. eeuu se comprometía a suministrar a todos la cantidad
necesaria de dólares para financiar el comercio internacional y a mantener
suficientes reservas de oro para que esos dólares conservaran su valor. Para
impedir que los especuladores atacaran estos tipos de cambio fijos, se
impusieron fuertes restricciones al flujo transfronterizo de dinero. Se
permitió el movimiento internacional de capitales, pero únicamente en forma de
inversiones a largo plazo, a fin de evitar las especulaciones cortoplacistas
contra monedas o bonos.
Para
entender cómo funcionaba este sistema, imaginen un buque petrolero. Si tiene
solamente un tanque enorme, el petróleo puede agitarse hacia atrás y hacia
adelante en olas cada vez más grandes hasta desestabilizar la embarcación, que
puede volcarse y hundirse. En la Conferencia de Bretton Woods, el petróleo se
dividió entre tanques más pequeños, uno para cada país. De ese modo, el líquido
podría moverse de un lado a otro dentro de sus pequeños compartimentos, pero no
podría adquirir una intensidad suficiente para dañar la integridad del buque. Extrañamente,
una de las mejores evocaciones de este mecanismo del pasado aparece en Goldfinger (1959),
la novela de Ian Fleming protagonizada por James Bond. La trama de la película
homónima difiere un poco, pero ambas versiones muestran un intento de interferir
con las reservas de oro para erosionar el sistema financiero occidental. El
coronel Smithers, un representante del Banco de Inglaterra, se lo explica a 007
de la siguiente manera: «El oro y las monedas respaldadas por ese oro son la
base de nuestro crédito internacional».
Tal como
explica el coronel, el problema es que el Banco solo está dispuesto a pagar
1.000 libras por un lingote de oro, es decir, el equivalente al precio de 35
dólares por onza que se paga en eeuu,
mientras que el mismo oro vale 70% más en la India, donde existe una gran
demanda de joyas de ese metal. Por lo tanto, resulta muy redituable
contrabandear oro hacia fuera del país y venderlo en el extranjero. El villano
Auric Goldfinger elabora un ingenioso plan: se adueña de casas de empeño en
toda Gran Bretaña, compra joyas y objetos de oro a gente común necesitada de
efectivo, funde el metal en láminas, las incorpora a su Rolls-Royce, las
conduce a Suiza, las reprocesa y luego las lleva por avión a la India. De este
modo, Goldfinger no solo erosiona la moneda y la economía de Reino Unido, sino
que además genera ganancias con las cuales puede financiar a comunistas y otros
elementos peligrosos. Smithers le cuenta a 007 que cientos de empleados del
Banco de Inglaterra se están ocupando del asunto para intentar evitar esta
suerte de fraude, pero Goldfinger es demasiado astuto para ellos.
Sigilosamente, se ha convertido en el hombre más rico de Gran Bretaña y en las
bóvedas de un banco en las Bahamas ya tiene lingotes de oro por un valor de
cinco millones de libras. «Lo que le pedimos, señor Bond, es que haga responder
a Goldfinger por sus actos y recupere ese oro», dice Smithers. «Seguramente
está al tanto de la crisis monetaria y las altas tasas bancarias. Pues bien,
Inglaterra necesita mucho ese oro; y cuanto más rápido, mejor».
Más allá
de la posible evasión de algunos impuestos, Goldfinger no estaba haciendo nada
malo según los criterios modernos. Compraba oro a un precio que la gente estaba
dispuesta a aceptar y luego lo vendía en otro mercado donde la gente estaba
dispuesta a pagar más. Era su dinero. Era su oro. Entonces, ¿cuál era el
problema? ¿No estaba acaso aceitando las ruedas del comercio, asignando con
eficiencia el capital allí donde se optimizaba su uso? En realidad no, porque
no era así como funcionaba Bretton Woods. El coronel Smithers consideraba que
el oro pertenecía no solo a Goldfinger, sino también a Gran Bretaña. Según el
sistema, el dueño del dinero no era la única persona con voz para decidir qué
hacer con él. De acuerdo con estas reglas cuidadosamente elaboradas, las
naciones que creaban y garantizaban el valor del dinero también tenían derechos
sobre ese dinero; por lo tanto, se restringían los derechos de los dueños del
dinero para proteger los intereses de todas las demás personas. En Bretton
Woods, los aliados –desesperados por evitar que se repitieran los horrores de
la depresión del periodo de entreguerras y la Segunda Guerra Mundial–
decidieron que en el ámbito del comercio internacional los derechos de la sociedad
prevalecerían sobre los de los dueños del dinero.
Todo esto
resulta difícil de imaginar para alguien que solo ha vivido el mundo desde los
años 80, porque ahora el sistema es muy diferente. El dinero circula
incesantemente entre los países, rastreando oportunidades de inversión en
China, Brasil, Rusia o donde sea. Si una moneda está sobrevaluada, los
inversores perciben la debilidad y se abalanzan de manera conjunta sobre ella
como tiburones en torno de una ballena maltrecha. En tiempos de crisis global,
el dinero se refugia en la seguridad del oro o los bonos del gobierno de eeuu; en tiempos de bonanza económica,
infla el precio de los activos en cualquier lugar, en el marco de su incansable
búsqueda de una buena ganancia. Estas oleadas de capital líquido tienen tanto
poder que son capaces de arrasar con todo, excepto con los Estados más fuertes.
Los prolongados ataques especulativos contra el euro, el rublo o la libra,
rasgo distintivo de las últimas décadas, habrían sido imposibles bajo el
sistema de Bretton Woods, que fue diseñado específicamente para impedir esos
hechos.
Y el
sistema tuvo un notable éxito: la mayoría de los países occidentales
experimentaron un crecimiento económico casi ininterrumpido a lo largo de los
años 1950 y 1960; con gobiernos abocados a realizar enormes mejoras en materia
de salud pública e infraestructura, las sociedades se tornaron más
igualitarias. Sin embargo, todo eso tuvo su precio, ya que fue financiado con
impuestos altos. Los ricos pugnaron entonces por aprovechar los compartimentos
separados del buque petrolero y lograr que su dinero quedara fuera del alcance
de las administraciones fiscales. Los fanáticos de los Beatles probablemente
recuerden a George Harrison en su canción sobre el recaudador de impuestos
(«Taxman»), donde dice que el gobierno se llevaba 19 chelines por cada uno que
le dejaba; se trata de una reflexión exacta sobre la proporción de sus
ganancias que iba a parar a las arcas públicas, con una tasa impositiva
marginal de 95%. Pero no solo los Beatles odiaban este sistema. Lo mismo les
ocurría a los Rolling Stones, que se trasladaron a Francia para grabar su
álbum Exile on Main St. Y en un sentido similar se expresó Rowland
Baring, vástago de la famosa dinastía de banqueros, tercer conde de Cromer y
gobernador del Banco de Inglaterra entre 1961 y 1966: «El control cambiario
atenta contra los derechos del ciudadano», escribió en una nota enviada al
gobierno en 1963. «Por lo tanto, considero que éticamente es incorrecto».
Baring
odiaba las restricciones porque sostenía, entre otras cosas, que estaban
matando a Londres como centro financiero. «Era como conducir un auto de gran
potencia a 30 kilómetros por hora», lamentaba un directivo al referirse a su
etapa al frente de un importante banco británico. «Los bancos estaban
anestesiados. Era una especie de vida de ensueño». En esos días, los directivos
de los bancos llegaban tarde al trabajo, se iban temprano y perdían buena parte
del tiempo en almuerzos regados con alcohol. A nadie le preocupaba
particularmente, porque de todos modos no había mucho que hacer.
Hoy,
mirando su silueta urbana de cristal y acero, cuesta imaginar que alguna vez
Londres estuvo a punto de desaparecer como centro financiero. En las décadas de
1950 y 1960, la City londinense tuvo escasa influencia en la discusión
nacional. No obstante, aunque son pocos los libros sobre los vibrantes años 60
que aluden a ella, algo muy significativo se estaba gestando allí: algo que
cambiaría el mundo mucho más que los Beatles, Mary Quant o David Hockney, algo
que haría añicos las nobles restricciones del sistema de Bretton Woods.
Cuando
Ian Fleming publicó Goldfinger en 1959, ya había algunas fugas
en los compartimentos del buque petrolero. El problema era que no todos los
Estados extranjeros confiaban en que eeuu honraría
su compromiso de usar el dólar como una moneda internacional imparcial; y
tenían razones para creer eso, dado que Washington no siempre actuaba como un
árbitro ecuánime. En los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra
Mundial, el gobierno estadounidense había confiscado las reservas de oro de la
Yugoslavia comunista. Alarmados, los países del bloque del Este dejaron
entonces de depositar sus dólares en Nueva York y adoptaron la costumbre de
conservarlos en bancos europeos. Algo similar ocurrió cuando Gran Bretaña y
Francia intentaron recuperar el control del Canal de Suez en 1956: Washington
condenó el atrevimiento y congeló su acceso a los dólares. No eran las acciones
de un árbitro neutral. En esos tiempos, Reino Unido deambulaba de una crisis a
otra. En 1957 subió las tasas de interés y prohibió a los bancos usar la libra
esterlina para financiar el comercio, con el objetivo de preservar la fortaleza
de la moneda (he ahí «la crisis monetaria y las altas tasas bancarias» a las que
se refería Smithers en su charla con Bond).
Los
bancos del distrito financiero de la capital británica, que ya no podían usar
la libra del modo en que estaban habituados, comenzaron a utilizar dólares. Los
obtenían de la Unión Soviética, que los depositaba en Londres y en París para
evitar la vulnerabilidad frente a la presión estadounidense. Esto se convirtió
en un negocio redituable. A la hora de calcular los intereses que los bancos
podían aplicar sobre los préstamos en dólares, había límites en eeuu, pero no en Londres. A finales de
la década de 1950, el mercado de «eurodólares» –como se los denominó en la
jerga– dio un poco de vida a la City londinense, pero no demasiada. La emisión
de bonos a gran escala seguía realizándose en Nueva York, lo que molestaba a
muchos banqueros en la capital británica. Después de todo, aunque muchas de las
empresas que pedían préstamos eran europeas, las grandes comisiones iban a
parar a los bancos estadounidenses. En particular, había un banquero que no
estaba dispuesto a tolerar esto: Siegmund Warburg. Warburg era un outsider dentro
del confortable mundo de la City. Por un lado, porque era alemán; además,
porque no había renunciado a la idea de que su trabajo consistía en activar
negocios.
En 1962, Warburg supo a través de un amigo del Banco Mundial que
fuera de eeuu circulaban
unos 3.000 millones de dólares, desparramados y listos para ser utilizados.
Warburg había sido banquero en Alemania en la década de 1920 y recordaba haber
concertado operaciones con bonos en moneda extranjera. ¿Por qué no podrían sus
agentes financieros volver a hacer ahora algo similar? Hasta ese momento, si
una empresa quería solicitar un préstamo en dólares, debía hacerlo en Nueva
York. Sin embargo, Warburg creyó saber dónde podía encontrar una parte
significativa de esos 3.000 millones: en Suiza. Al menos desde la década de
1920, ese país se había dedicado al negocio de atesorar efectivo y activos de
extranjeros que buscaban evitar los controles. Hacia la década de 1960, tal vez
5% de todo el dinero existente en Europa estaba bajo el colchón de las
entidades suizas.
Para los
agentes financieros más ambiciosos de la City, era algo tentador: todo ese
dinero estaba escondido por allí, sin hacer demasiado, y era exactamente lo que
ellos necesitaban para volver a vender bonos. Warburg comprendió que si de
alguna manera podía acceder al dinero, gestionarlo y prestarlo, empezaría a
hacer negocios. Seguramente pensó en quienes les pagaban a los bancos suizos
por cuidar su dinero y supuso que podría convencerlos para que, en lugar de
eso, compraran sus bonos para obtener una ganancia; seguramente también supuso
que podría convencer a las empresas europeas de que le solicitaran los
préstamos a él, en lugar de pagar las elevadas tasas aplicadas en Nueva York.
Era una
gran idea, pero había un problema: se interponían los compartimentos del buque
petrolero. Para Warburg, era imposible mover ese dinero desde Suiza y a través
de Londres a los clientes que querían tomarlo prestado. No obstante, convocó a
dos de sus mejores hombres y les dijo que de todos modos lo hicieran.
Los
agentes financieros iniciaron su tarea en octubre de 1962, el mismo mes en que
los Beatles lanzaban «Love Me Do». Y finalizaron su gestión el 1o de julio del
año siguiente, el mismo día en que la legendaria banda de Liverpool grababa
«She Loves You», la canción que desencadenó la «beatlemanía» global. Esos
extraordinarios nueve meses no solo revolucionaron la música pop, sino también
la geopolítica, ya que incluyeron la crisis de los misiles en Cuba y el
discurso de John F. Kennedy con su famosa frase «Ich bin ein Berliner» (Soy
ciudadano de Berlín). Bajo tales circunstancias, resulta comprensible que haya
pasado un tanto inadvertida la revolución ocurrida simultáneamente en las
finanzas mundiales.
Los
nuevos bonos de Warburg siguieron el ejemplo de los «eurodólares» y fueron
bautizados como «eurobonos». Su emisión fue liderada por Ian Fraser, un héroe
de guerra escocés devenido en periodista y luego en hombre de las finanzas. Él
y su colega Peter Spira debían encontrar formas de neutralizar los impuestos y
controles establecidos para evitar el flujo transfronterizo de capitales
especulativos y debían seleccionar diferentes aspectos pertenecientes a las
regulaciones de varios países para configurar los diversos elementos de su
creación.
Si los
bonos se hubieran emitido en Gran Bretaña, habrían sido gravados con un
impuesto de 4%; por lo tanto, Fraser los emitió formalmente en el aeropuerto
holandés de Schiphol. Si los intereses hubieran debido pagarse en Gran Bretaña,
se habría aplicado otro impuesto; por lo tanto, Fraser se encargó de que los
intereses se pagaran en Luxemburgo. Logró que la Bolsa de Londres cotizara los
bonos, pese a que no se emitían ni se liquidaban en Reino Unido, y convenció a
los bancos centrales de Francia, Países Bajos, Suecia, Dinamarca y Gran
Bretaña, que con razón estaban preocupados por el impacto que tendrían los
eurobonos sobre los controles monetarios. El truco final consistió en hacer
figurar como prestataria a Autostrade, la empresa italiana de gestión de
autopistas, cuando en realidad era iri,
un holding estatal. Si iri hubiera
aparecido como el prestatario, habría tenido que someterse a una retención de
impuestos en origen, cosa que no sucedía con Autostrade.
¿Cuál era
el efecto acumulativo de esta suerte de Twister jurisdiccional? Fraser había
creado un bono que pagaba una buena tasa de interés, que no obligaba a nadie a
abonar impuestos de ningún tipo y que podía convertirse nuevamente en efectivo
en cualquier lugar. Se trataba de lo que hoy se conoce como bonos al portador.
Quienquiera que poseyera los bonos era su titular; no había registro de
titularidad ni obligación de hacer constar la tenencia, que no figuraba en
ningún sitio. Los eurobonos de Fraser eran como mágicos. Antes de su aparición,
la riqueza oculta en Suiza no lograba hacer demasiado; pero ahora permitía
comprar esos fantásticos trozos de papel, que podían llevarse a cualquier
lugar, liquidarse en cualquier lugar y que en todo momento pagaban a sus dueños
intereses libres de impuestos. En todo el mundo era posible evadir impuestos y
generar ganancias.
¿Quién
compraba el mágico invento de Fraser? ¿Quién proporcionaba el dinero que luego
él prestaba a iri a
través de Autostrade? «Los principales compradores de estos bonos eran
individuos (por lo general, de Europa del Este, pero muchas veces también de
América Latina) que querían que parte de su fortuna fuera móvil; dado el caso,
si tenían que irse, podrían hacerlo rápidamente con sus bonos en un maletín»,
escribió Fraser en su autobiografía. «También había aún una migración masiva de
la población judía sobreviviente de Europa central, que se dirigía a Israel y
al Oeste. A esto se sumaba la migración normal de dictadores sudamericanos
caídos, que se dirigían al Este. Suiza era el lugar donde se escondía todo este
dinero». Posteriormente, algunos historiadores minimizaron un poco las
consideraciones de Fraser y afirmaron que los políticos corruptos –esos
dictadores sudamericanos caídos– representaban aproximadamente un quinto de la
demanda correspondiente a la primera emisión de bonos. En cuanto a los otros
cuatro quintos del dinero utilizado para adquirir los títulos, provenían de
evasores convencionales («dentistas belgas», según los banqueros), profesionales
de altos ingresos que trasladaban parte de lo percibido a Luxemburgo o Ginebra
y que vieron con buenos ojos esta nueva y maravillosa inversión.
Los
eurobonos desataron la riqueza y fueron el primer paso hacia la creación del
país virtual de los millonarios, al cual yo llamo Moneylandia. Moneylandia
incluye finanzas offshore, pero es mucho más que eso: no solo
protege el dinero de los ricos, sino que deja a resguardo cada aspecto de su
vida. Con la misma dinámica lucrativa que incitó a Fraser a neutralizar los
controles sobre el capital en nombre de los clientes, sus equivalentes actuales
buscan hoy caminos para que la gente más rica del planeta pueda evitar los
controles de las visas, el escrutinio periodístico, la responsabilidad legal y
muchas otras cosas. Moneylandia es un lugar donde las leyes no rigen para quien
es suficientemente rico, más allá de quién sea y de dónde provenga su dinero.
Este es el sucio secreto que constituye el núcleo del renacimiento de la City,
el inicio del proceso que terminó generando la estratosférica desigualdad
actual. Todo fue posible por la presencia de las comunicaciones modernas
(telegrama, teléfono, télex, fax, correo electrónico) y permitió a la gente más
rica del planeta eludir las responsabilidades ciudadanas.
La primera
operación fue por 15 millones de dólares. Pero una vez identificado el modo de
esquivar los obstáculos que impedían el flujo de efectivo offshore,
ya nada pudo evitar que más dinero siguiera esos pasos. El segundo semestre de
1963 se vendieron 35 millones de eurobonos. En 1964 hubo un mercado de 510
millones de dólares. En 1967 el total superó por primera vez los 1.000 millones
y hoy es uno de los mayores mercados en el mundo. Como resultado, se fue
derrumbando a lo largo del tiempo el sistema creado en Bretton Woods.
Más y más
dólares emprendían la fuga offshore, donde evitaban las
regulaciones y los impuestos establecidos por el gobierno de eeuu. Pero seguían siendo dólares y, por
lo tanto, 35 de ellos seguían valiendo una onza de oro. El problema surgió
porque los dólares no son inertes. Se multiplican. Si usted pone un dólar en un
banco, la entidad lo usa como garantía del dinero que le presta a otra persona,
lo que significa que hay más dólares: los suyos y los que ha tomado prestados
la otra persona. Si esa persona pone el dinero en otro banco y la entidad en
cuestión lo presta, se suman más dólares, y así sucesivamente. Dado que cada
uno de esos dólares tenía un valor nominal equivalente a una cantidad fija de
oro, eeuu habría tenido
que seguir comprando oro para satisfacer la potencial demanda. No obstante, si
lo hubiera hecho, se habría visto obligado a comprar ese oro con dólares. Esto
significa que existirían más dólares, que a su vez se multiplicarían, lo que
traería como consecuencia más compras de oro y más dólares. El ciclo
continuaría hasta el colapso final bajo la evidencia de que era algo sin
sentido: no se podía hacer frente al sistema offshore.
El
gobierno de eeuu intentó
defender el precio vinculado al patrón dólar-oro, pero cada restricción
impuesta a los movimientos de su moneda solo hacía más redituables los
depósitos en Londres. Como consecuencia, aumentaba la fuga de dinero hacia
destinos offshore y crecía la presión sobre el precio
dólar-oro. Allí donde iban los dólares, los banqueros seguían sus pasos. En
comparación con Wall Street, la City londinense tenía regulaciones más laxas y
políticos más complacientes. Eso encantaba a las entidades financieras: en
1964, 11 bancos estadounidense tenían filiales allí; en 1975, ya eran 58.La Oficina
del Contralor de la Moneda de eeuu,
que administraba el sistema bancario federal, estableció una delegación
permanente en Londres para inspeccionar en qué andaban las filiales británicas
de los bancos de su país.
Pero los estadounidenses no tenían poder alguno en
Reino Unido y no recibieron ayuda de los londinenses. «No me importa –dijo Jim
Keogh, el funcionario del Banco de Inglaterra que era responsable de controlar
a esas entidades– si el Citibank elude normas estadounidenses en Londres». Sin
embargo, para entonces, Washington ya se había resignado a lo inevitable y
había abandonado la promesa de cambiar dólares por oro a 35 la onza. Era el
primer paso, enmarcado en el continuo desmantelamiento de todas las
salvaguardias creadas en Bretton Woods. La pregunta filosófica acerca de quién
era realmente el dueño del dinero, si la persona que lo ganaba o el país que lo
creaba, ahora estaba respondida. Gracias a los complacientes banqueros de
Londres y Suiza, quien tenía dinero ahora podía hacer con él lo que quisiera y
ningún gobierno lo detendría. Mientras un país tolerara las operaciones offshore,
como lo hacía Gran Bretaña, los esfuerzos de todos los demás quedarían en la
nada. Si la normativa se detiene en las fronteras de un país pero el dinero
puede circular por donde desee, sus dueños están en condiciones de burlar a
cualquier organismo de regulación.El desarrollo que se inició con Warburg fue
mucho más allá de los simples eurobonos. El patrón básico podía replicarse
infinitamente. Bastaba con identificar una línea de negocio capaz de generar
dinero para usted y sus clientes, buscar en el mundo una jurisdicción con las
reglas adecuadas para ese negocio (Liechtenstein, las Islas Cook, Jersey) y
usarla como una base nominal. Si alguien no encontraba una jurisdicción con el
tipo adecuado de reglas, entonces amenazaba o favorecía a alguna hasta que
cambiara su normativa para acomodarla a los requerimientos. El propio Warburg
comenzó con esta modalidad: le explicó al Banco de Inglaterra que, si Gran Bretaña
no promovía normas competitivas e impuestos más bajos, él se iría con su banco
a otro lado, quizás a Luxemburgo.
Y así fue como, ¡abracadabra!, se cambiaron
las reglas y se anuló el impuesto (en este caso, el que se aplicaba al sello
sobre bonos al portador). La reacción del planeta ante estos acontecimientos
también resultó completamente previsible. Uno tras otro, los países fueron en
busca de los negocios que habían perdido por la actividad offshore (como eeuu, que eliminó las regulaciones que
eludían los bancos cuando se trasladaban a Londres). De esta forma, el mundo
local comenzó a parecerse cada vez más al piratesco mundo offshore creado
por los agentes financieros de Warburg.
Con
disminución de impuestos, desregulaciones y políticos más complacientes, la
idea es atraer el inquieto dinero para que se establezca en una jurisdicción en
lugar de otra. Es fácil explicar por qué. Una vez que una jurisdicción deja
hacer lo que uno quiere, los negocios se dirigen hacia allí y otras
jurisdicciones también se apresuran a cambiar. Así funciona el engranaje de
Moneylandia, que jamás aumenta las regulaciones; siempre las reduce para
beneficiar los movimientos de quienes tienen dinero.
Moneylandia
afecta a las diferentes naciones de diferentes maneras. Dentro del total de
efectivo existente en destinos offshore, la mayor parte pertenece a
los ciudadanos adinerados de los países desarrollados de Europa y América del
Norte. No obstante, debido al gran tamaño de esas economías, se trata de una
proporción relativamente pequeña de su riqueza nacional. Según las estimaciones
del economista Gabriel Zucman, el dinero en cuestión representa apenas 4%
para eeuu. En el caso de
Rusia, en cambio, 52% de la riqueza de la economía nacional se encuentra offshore,
fuera del alcance del gobierno. En los países del Golfo, el porcentaje asciende
a un impresionante 57%. «Para las oligarquías de los países en desarrollo y no
democráticos, es muy fácil ocultar su riqueza. Eso les significa un enorme
incentivo para saquear sus países, y no hay control», dice Zucman.
Cuando
llegue el próximo enero, obtendremos datos actualizados y sabremos que esa
oligarquía ha seguido adueñándose de la riqueza mundial: la única sorpresa será
el volumen preciso de su nueva apropiación y lo poco que ha dejado para el
resto de nosotros. Pero no debemos esperar hasta entonces para comprender que
la situación es urgente. Debemos actuar ahora para hacer visible su riqueza y
la materia oscura cuya fuerza gravitacional está doblegando el tejido de
nuestras sociedades. Tal vez hayamos ignorado la presencia de Moneylandia, pero
sus ciudadanos nómadas no nos han ignorado. Si queremos recuperar el control de
nuestras economías y nuestras democracias, debemos actuar ahora. Cada día,
mientras esperamos, más dinero se acumula contra nosotros.
Noviembre - Diciembre 2018
Nota: este artículo es un extracto del libro Moneyland: Why Thieves and Crooks Now Rule the World and How to Take it Back (Profile Books, Londres, 2018). Traducción del inglés de Mariano Grynszpan.
Este
artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 278, Noviembre -
Diciembre 2018, ISSN: 0251-3552
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