jueves, 20 de septiembre de 2018

Elogio de mis impertinencias - Dr. Rafael Muci-Mendoza


Queridos todos,

Debo iniciar mi relato con nuestro admirado amigo Galileo Galilei en el siglo XVII, quien utilizó sus libros para popularizar sus ideas y en ellos solía burlarse de un protagonista imaginario a quien llamaba Simplicio, que, según entendidos, era una amalgama de sus sapientes profesores. Los míos, que los hubo de todos, me enseñaron cómo intentar ser buen médico o como ser un cretino: dependía con cuál(es) de ellos me identificara. Como también he aprendido mucho del supuesto profesor que he sido, no me importa burlarme de mis lugares comunes, mis excentricidades y las sandeces que he arrastrado y expuesto públicamente durante mi vida. Debo pues y en primer lugar, excusarme burlándome de mí mismo porque hoy en día la gente anda revolucionada y enconada…


Desde más allá de Ignaz Semmelweis (1818-1865), ¨el salvador de madres¨ -vivió tan poco que supongo fue envenenado por sus propios colegas, tozudos y envidiosos-, los médicos fuimos compelidos a lavarnos las manos cada vez que íbamos a examinar a un paciente. 

Debíamos hacerlo antes y después, y estar seguros de que el enfermo nos viera… ¡Nada qué ver!, los antiguos cirujanos europeos se ufanaban de que las casacas que llevaban puestas en los anfiteatros quirúrgicos estaban llenas de sangre vieja, manchas que atestiguaban su trajinada experiencia y batallas, según el caso, contra la enfermedad o el enfermo, siendo que el paciente llevaba la peor parte: combates perdidos o, en el mejor de los casos, a medio ganar; además, llevaban un trocito de cera de abejas en el bolsillo y cordeles de lino colgando sobre el hombro izquierdo. Cada vez que iban a tomar un punto, tiraban de un cordel y lo pasaban por esa caja de Petri full de colonias bacterianas, que era esa fulana cera de abejas. Visto desde la perspectiva actual, el desenlace era de esperarse. Ellos tan ciegos funcionales como nosotros, no atisbaban la insensatez ni recordaban a Semmelweis, o no lo conocían o no les importaba un bledo. Imagino que la infección de las heridas por estafilococo dorado se daba por descontado, especialmente por aquello del ¨pus bueno y loable¨ que manaban aquellos abscesos pútridos –muy parecido, por cierto, al de la narco-revolución que nos acogota-.

El progreso de la ciencia, de la asepsia y antisepsia, siempre pareció que no nos tocaba del todo a nosotros, los médicos. En las salas del Hospital Vargas de Caracas nunca nos importó que se hacinaran tuberculosos, infectados de VIH-Sida, gangrenas diabéticas y pacientes inmunosuprimidos con cáncer o hemopatía malignas –inclusive recuerdo que cuando se hacían cultivos aleatorios en mi sala abriendo placas de Petri y exponiéndolas al ambiente, una vez se aisló en un rincón el germen de la gangrena gaseosa, productora de la temida y mortalmionecrosis clostridial, y nunca, y menos ahora, hubo lugar para lavar nuestras manos; jamás hubo un lavamanos o estaban tan sucios que daba asco usarlos; ¡Ah!, el jabón… En el medioevo europeo, el jabón prácticamente era un artículo desconocido – tanto, que cuando la nobleza italiana, francesa o inglesa presentaba a los gobernantes de otras naciones una caja de jabón, no olvidaban dar una explicación detallada sobre su uso; básicamente, porque el jabón era un artículo de lujo, costoso y poco común incluso para los nobles de entonces-. 

Siendo así, ¿por qué ahora no deba serlo para nosotros pobres infelices gobernados por una caterva de malandros? No hablemos de los baños de los pacientes porque dan grima: miaos rancios y hojillas esparcidas por el piso dispuestas a cortarle la suela de sus zapatos si uno no entra brincandito. Si logramos lavarnos las manos, no hay como secarlas: usted debe introducir y frotar sus manos con la tela de los bolsillos no siempre pulquérrimos. El empleo de geles antisépticos o alcohol en gel que llevamos en nuestro bolsillo es una respuesta parcial al problema –hoy día también en el banquillo de los acusados por aquello de la resistencia bacteriana-, pero es algo que muchos no usamos y el Hospital y su director, que suele encontrarse en las cavernas de la sumisión, no está pensando en suministrárnoslos, ¿qué se han creído…?

Nuestras batas curtidas de sucio, especialmente en los puños, nuestras corbatas colgantes como lenguas de vaca que se arrastran sobre el pecho del paciente, nuestros anillos, nuestros relojes, nuestros estetoscopios y manguitos de tensiómetros, nuestras barbas, resulta que son ahora como lambetazos del demonio mediante los cuales pasamos gérmenes full bravos, de una desapercibida pechuga a la otra…

Por cierto, cuando nos enfermamos y nos castigan encerrándonos en una mazmorra de laTorre de Londres, verbigracia, eso que llaman terapia intensiva, nuestros queridos colegas harán lo mismo con nosotros, y como trabajan en turnos en diferentes clínicas u hospitales de la ciudad, podemos asegurar colonización bacteriana variopinta en toda su economía por gérmenes innombrables –sin mencionar la larga uña del meñique que usan a guisa de Q-tip para jurungarse los oídos-, microbios que ni siquiera conocíamos y cuyos nombres ni podemos pronunciar, y que hemos ido criando y cuidando como amantísimos hijos que son de nuestra tecnología y de nuestra incuria e irresponsabilidad. ¡Dígame eso!, hasta los hemos bautizado sin rubor como gérmenes y que “nosocomiales“- yo lo llamo “conspiración para la infección”-; es decir, bichos queridos, aceptados, fomentados, protegidos, mantenidos también en los pelos de nuestras narices y alimentados con carne humana, dispuestos para nuestros amados enfermos y ¿por qué no? también para nosotros cuando se presente la ocasión…

Me sonrío con gran vergüenza porque prohibía a mis alumnos de la Clínica Médica B entrar a las salas sin corbata o los sacaba de las mismas por no llevarlas – inclusive, en varias ocasiones les regalé algunas a quienes no podían costeárselas-. Solía decir que la vestimenta del médico era una forma de respeto hacia el paciente -en este mismo momento no puedo otra cosa que simular tirarme a sotto voce una trompetilla a mí mismo -. Esa ¨ordenanza¨ se relajó porque la relajaron algunos de mis adjuntos quienes, a diferencia de mi persona, supongo que, por comodidad o simplemente por mi impertinencia, dejaron de usarlas. Tantas veces en silencio me sentí ofendido y defraudado por la afrenta de mis colegas… Algunos otros y yo hemos continuado siendo fieles a la corbata y por ende, al lambeteo del diablo, que por cierto también llevamos a nuestros hogares para compartir con nuestros queridos.

Y es que sin corbata me siento desnudo – ¡y mire que soy feo desnudo! – y no sé cómo resolver el dilema que me embarga. Porque los viejos estamos, más que nunca, atados a las costumbres –como la de “lucir” la bragueta abierta-, y mientras más viejos nos ponemos, estos rasgos indeseables muchas veces o mejor aún, generalmente, se nos acentúan y se ponen recalcitrantes…

 A lo mejor, oigo de ustedes algunas sugerencias para resolver mi dilema o moriré sin que nadie me recuerde como benefactor de la humanidad…



http://rafaelmucimendoza.com/

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