Queridos todos,
Debo iniciar mi relato con
nuestro admirado amigo Galileo
Galilei en el siglo XVII, quien utilizó sus libros para
popularizar sus ideas y en ellos solía burlarse de un protagonista imaginario a
quien llamaba Simplicio,
que, según entendidos, era una amalgama de sus sapientes profesores. Los míos,
que los hubo de todos, me enseñaron cómo intentar ser buen médico o como ser un
cretino: dependía con cuál(es) de ellos me identificara. Como también he
aprendido mucho del supuesto profesor que he sido, no me importa burlarme de
mis lugares comunes, mis excentricidades y las sandeces que he arrastrado y
expuesto públicamente durante mi vida. Debo pues y en primer lugar, excusarme
burlándome de mí mismo porque hoy en día la gente anda revolucionada y
enconada…
Desde más allá de Ignaz Semmelweis (1818-1865),
¨el salvador de madres¨ -vivió tan poco que supongo fue envenenado por sus
propios colegas, tozudos y envidiosos-, los médicos fuimos compelidos a
lavarnos las manos cada vez que íbamos a examinar a un paciente.
Debíamos
hacerlo antes y después, y estar seguros de que el enfermo nos viera… ¡Nada qué
ver!, los antiguos cirujanos europeos se ufanaban de que las casacas que
llevaban puestas en los anfiteatros quirúrgicos estaban llenas de sangre
vieja, manchas que atestiguaban su trajinada experiencia y batallas, según el
caso, contra la enfermedad o el enfermo, siendo que el paciente llevaba la
peor parte: combates perdidos o, en el mejor de los casos, a medio ganar; además,
llevaban un trocito de cera de abejas en el bolsillo y cordeles de lino
colgando sobre el hombro izquierdo. Cada vez que iban a tomar un punto,
tiraban de un cordel y lo pasaban por esa caja de Petri full de colonias
bacterianas, que era esa fulana cera de abejas. Visto desde la
perspectiva actual, el desenlace era de esperarse. Ellos tan ciegos funcionales
como nosotros, no atisbaban la insensatez ni recordaban a Semmelweis, o no lo
conocían o no les importaba un bledo. Imagino que la infección de las heridas por
estafilococo dorado se daba por descontado, especialmente por aquello del ¨pus
bueno y loable¨ que manaban aquellos abscesos pútridos –muy parecido, por
cierto, al de la narco-revolución que nos acogota-.
El progreso de la ciencia, de
la asepsia y antisepsia, siempre pareció que no nos tocaba del todo a
nosotros, los médicos. En las salas del Hospital Vargas de Caracas nunca
nos importó que se hacinaran tuberculosos, infectados de VIH-Sida, gangrenas
diabéticas y pacientes inmunosuprimidos con cáncer o hemopatía malignas
–inclusive recuerdo que cuando se hacían cultivos aleatorios en mi sala
abriendo placas de Petri y exponiéndolas al ambiente, una vez se aisló en un
rincón el germen de la gangrena gaseosa, productora de la temida y mortalmionecrosis clostridial–, y nunca, y
menos ahora, hubo lugar para lavar nuestras manos; jamás hubo un lavamanos o
estaban tan sucios que daba asco usarlos; ¡Ah!, el jabón… En el medioevo
europeo, el jabón prácticamente era un artículo desconocido – tanto, que cuando
la nobleza italiana, francesa o inglesa presentaba a los gobernantes de otras
naciones una caja de jabón, no olvidaban dar una explicación detallada sobre su
uso; básicamente, porque el jabón era un artículo de lujo, costoso y poco común
incluso para los nobles de entonces-.
Siendo así, ¿por qué ahora no deba serlo
para nosotros pobres infelices gobernados por una caterva de malandros? No
hablemos de los baños de los pacientes porque dan grima: miaos rancios y
hojillas esparcidas por el piso dispuestas a cortarle la suela de sus zapatos
si uno no entra brincandito. Si logramos lavarnos las manos, no hay como
secarlas: usted debe introducir y frotar sus manos con la tela de los bolsillos
no siempre pulquérrimos. El empleo de geles antisépticos o alcohol en gel que
llevamos en nuestro bolsillo es una respuesta parcial al problema –hoy día
también en el banquillo de los acusados por aquello de la resistencia
bacteriana-, pero es algo que muchos no usamos y el Hospital y su
director, que suele encontrarse en las cavernas de la sumisión, no está
pensando en suministrárnoslos, ¿qué se han creído…?
Nuestras batas curtidas de
sucio, especialmente en los puños, nuestras corbatas colgantes como
lenguas de vaca que se arrastran sobre el pecho del paciente, nuestros anillos,
nuestros relojes, nuestros estetoscopios y manguitos de tensiómetros,
nuestras barbas, resulta que son ahora como lambetazos del demonio mediante
los cuales pasamos gérmenes full bravos, de
una desapercibida pechuga a la otra…
Por cierto, cuando nos
enfermamos y nos castigan encerrándonos en una mazmorra de laTorre de Londres, verbigracia, eso
que llaman terapia intensiva, nuestros queridos colegas
harán lo mismo con nosotros, y como trabajan en turnos en diferentes clínicas u
hospitales de la ciudad, podemos asegurar colonización bacteriana variopinta en
toda su economía por gérmenes innombrables –sin mencionar la larga uña del
meñique que usan a guisa de Q-tip para
jurungarse los oídos-, microbios que ni siquiera conocíamos y cuyos nombres ni
podemos pronunciar, y que hemos ido criando y cuidando como amantísimos hijos
que son de nuestra tecnología y de nuestra incuria e irresponsabilidad. ¡Dígame
eso!, hasta los hemos bautizado sin rubor como gérmenes y que “nosocomiales“- yo lo
llamo “conspiración
para la infección”-; es decir, bichos queridos, aceptados,
fomentados, protegidos, mantenidos también en los pelos de nuestras
narices y alimentados con carne humana, dispuestos para nuestros
amados enfermos y ¿por qué no? también para nosotros cuando se presente la
ocasión…
Me sonrío con gran vergüenza
porque prohibía a mis alumnos de la Clínica Médica B entrar a las
salas sin corbata o los sacaba de las mismas por no llevarlas – inclusive,
en varias ocasiones les regalé algunas a quienes no podían costeárselas-. Solía
decir que la
vestimenta del médico era una forma de respeto hacia el paciente -en
este mismo momento no puedo otra cosa que simular tirarme a sotto voce una
trompetilla a mí mismo -. Esa ¨ordenanza¨ se relajó porque la relajaron algunos
de mis adjuntos quienes, a diferencia de mi persona, supongo que, por comodidad
o simplemente por mi impertinencia, dejaron de usarlas. Tantas veces en
silencio me sentí ofendido y defraudado por la afrenta de mis colegas… Algunos
otros y yo hemos continuado siendo fieles a la corbata y por ende, al lambeteo del diablo, que por cierto
también llevamos a nuestros hogares para compartir con nuestros queridos.
Y es que sin corbata me
siento desnudo – ¡y mire que soy feo desnudo! – y no sé cómo resolver el
dilema que me embarga. Porque los viejos estamos, más que nunca, atados a las
costumbres –como la de “lucir” la bragueta abierta-, y mientras más viejos nos
ponemos, estos rasgos indeseables muchas veces o mejor aún, generalmente, se
nos acentúan y se ponen recalcitrantes…
A lo mejor, oigo de
ustedes algunas sugerencias para resolver mi dilema o moriré sin que nadie me
recuerde como benefactor de la humanidad…
Posted on 14 Septiembre, 2018
http://rafaelmucimendoza.com/
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