Desde el 11 de septiembre de 1973 me opuse a la dictadura de Augusto Pinochet.
Entonces tenía yo 20 años y era el único militante de la juventud comunista en
el Departamento de Antropología de la Universidad de Chile, en Santiago. Mi
rechazo lo mantengo hasta hoy, tras haber vivido en países socialistas
(1973-82), Alemania Occidental, Suecia, Estados Unidos y México, y lo expresa
mi obra literaria, ensayística y periodística. Nada puede justificar la
violación de DD.HH. Salí de Chile el 30 de diciembre de 1973 a Berlín Oriental
porque conocí casas de seguridad de mi ex organización y allí a dos ministros
de Salvador Allende, que habrían sido asesinados de ser descubiertos. Nunca
había visto el temor a la muerte en los ojos de alguien.
Hablo desde esa experiencia y
autoridad moral sobre los años 70. Intento hacerlo con objetividad y altura de
miras, sin odio ni resentimiento, preocupado por la polarización y división
política de Chile, y azorado por la facilidad con que un sector se arroga una
superioridad ética vitalicia y se yergue como el inquisidor del resto del país.
Su dedo apunta no solo a quienes tienen las manos manchadas de sangre o
colaboraron con la dictadura, sino también a quienes optaron por la
indiferencia y, lo que denota una inquietante visión tribal estigmatizadora,
inclusive a los descendientes de estas personas, como si la responsabilidad
política o criminal se transfiriese de padres a hijos.
Aunque renuncié a la juventud
comunista en La Habana, en 1976, decepcionado del socialismo real, en mi
calidad de ex militante de esa organización también quiero pedir perdón. Lo
hago porque intenté refundar el Chile de fines de los 1960 para construir, con
apenas 36% de apoyo ciudadano, un Chile radicalmente nuevo, que rechazaba la
gran mayoría del país, representada entonces en el Parlamento por la Democracia
Cristiana y el Partido Nacional. En su acuerdo en Cámara de Diputados, del 23
de agosto de 1973, ambos sectores le representaron a Allende "el grave
quebrantamiento de la institucionalidad y la legalidad" en que había
incurrido su gobierno, dato que merece análisis profundo.
Pido perdón también a Allende por
haberlo dejado solo en su hora final. Yo fui uno de los tantos que marchaban
por las calles gritando "Allende, Allende, el pueblo te defiende",
pero no llegué a La Moneda a defenderlo. Siempre me ha parecido inaudito que
Allende haya muerto rodeado solo de amigos médicos y escoltas. Su soledad es un
símbolo poderoso. Ese 11 de septiembre no hubo un dirigente político de la Unidad
Popular con él. Murió solo y huérfano de aliados, disparando un arma en la que
no creía. Para parte de la izquierda era apenas un reformista, para otra un
masón incapaz de manejar la economía y su alianza, para otros un pije o un
comunista disfrazado. Lo dejaron sacrificarse solo los mismos que hoy lo
celebran e imprimen su rostro en sus banderas. Lo hacen como si lo hubiesen
acompañado al minuto postrero. Allende es ara, no pedestal, diría José Martí.
Como militante comunista en la
adolescencia quiero pedir perdón además a mis compatriotas porque entre 1970 y
1973 desfilé por las calles convencido de que a la democracia de Chile había
que arrojarla por la borda y de que los sistemas que imperaban en Bulgaria, la
Unión Soviética o Cuba eran superiores y dignos de ser imitados. Pido perdón
porque marché vociferando "Ho Ho Ho Chi Minh, lucharemos hasta el
fin", "expropiar, expropiar es mandato popular", "los
momios al paredón, las momias al colchón" y hasta "pueblo, conciencia,
fusil, MIR MIR!". También adherí a grupos que se adiestraban en defensa
personal para "neutralizar a los fascistas", que eran la gente de
centro y derecha. Todos estábamos enfermos de odio. Como tenía 18, podría
alegar inocencia. No lo hago. A esa edad yo contribuí a emponzoñar el clima
nacional y a ver al que pensaba diferente como reaccionario y enemigo de clase,
incluyendo a ex compañeros de mi conservador colegio alemán, familiares y
amigos, y a los democratacristianos, que llamábamos entonces democretinos. Me
arrepiento de haberme dejado arrastrar por ideas antidemocráticas, de haber
creído que tenía la panacea para todos los males bajo el brazo y que los que no
coincidían conmigo pertenecían al basurero de la historia. Por ello hoy le temo
tanto a la polarización política, la intolerancia y la división que campea en
mi querido país.
También quiero pedir perdón a los
sufridos ciudadanos de los países comunistas donde viví. Y lo pido porque -a
pesar de que en el socialismo comprendí de inmediato que eso tampoco lo quería
para Chile- me siento responsable de haber integrado un exilio que no hizo
declaración alguna de solidaridad hacia sus conciudadanos de los países
comunistas, que sufrían sin libertad. Para los chilenos, exigíamos libertad,
pero no veíamos el Muro ni las torres de vigías que impedían a los
germano-orientales escapar al capitalismo. Para nosotros exigíamos el fin del
exilio, pero nunca hicimos declaración alguna condenando la forma en que los
Estados comunistas desterraban a disidentes. Para nosotros exigíamos libertad
de expresión y elecciones libres, pero guardamos silencio frente a la
inexistencia de partidos opositores y elecciones libres en el comunismo. Para
Chile exigíamos, y con razón, el fin de la DINA, pero nunca articulamos una
queja sobre la Securitate de Ceausescu, la KGB de Brezhnev o la Stasi de
Honecker. Exigíamos el fin a la censura en Chile, pero nunca dijimos nada
frente a la censura en el comunismo, como nos reprocha Zoé Valdés. ¿O existe
alguna declaración al respecto, hecha entre 1973 y 1989, por alguna agrupación
política chilena de izquierda? ¿O alguna que salude la caída del Muro de
Berlín? Condenábamos con toda razón al dictador Pinochet mientras aplaudíamos y
corríamos detrás de dictadores comunistas. Esto solo tiene un nombre: doble
moral.
Reitero mi convicción de profunda
raíz liberal y humanista: no hay dictadura buena, nada justifica violar
derechos humanos. Tal vez con el repudio a dictaduras de izquierda y derecha y
a las ideologías antidemocráticas, podremos hallar la ruta perdida hacia el
necesario reencuentro nacional.
Roberto Ampuero.
Canciller de la República de Chile
Este artículo fue publicado en
2013
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