Hay intelectuales a los que gusta el fútbol, otros a los que
no, y algunos a los cuales deja indiferentes. En ese sentido los intelectuales
–hablo de los de profesión pues, como decía Gramsci, todo ser humano es por
definición un intelectual- no se diferencian de los sastres, ni de los médicos,
ni de los bomberos. Razón de más para no escribir sobre el tema si es que no
fuera porque a tantos intelectuales les da por fundamentar sus preferencias,
obligándonos a ocuparnos con sus palabras.
Entre los grandes admiradores del fútbol está Albert Camus. Su
escrito “Lo que debo al fútbol” es citado cada cuatro años, cuando se avecina
un mundial. Hay un párrafo ya famoso. Es donde Camus afirma: “Porque, después
de muchos años en que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que
más sé, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo
debo al fútbol”
Todo lo que sabía sobre moral y obligaciones, dijo Camus, se
lo debía al fútbol. Con ello afirmaba que la moral la aprendió de los demás y,
como todo niño, jugando con otros niños. La moral, luego, es para Camus una
adquisición nosótrica. Cada equipo es un nosotros. Y bien, ese nosotros no
surgió de sí. Ese nosotros apareció recién cuando aparecieron los otros, los
del equipo contrario, los vos-otros. Sin los vosotros –es la deducción- no
habría un nosotros.
Con los nuestros aprendimos la solidaridad, la amistad,
incluso el amor. Pero solo gracias a los otros. Sin esos otros no habríamos
podido jamás reconocer a los nuestros. La deuda del nosotros con el vosotros
es, por consiguiente, existencial..
El reconocimiento del otro es la base sobre la cual se
sustenta toda filosofía moral. Sin otredad no hay mismisidad (Levinas). Sin el
reconocimiento del otro no puede haber moral (Hegel). Eso fue lo que aprendió
Camus, pero no de la filosofía. Lo aprendió del fútbol. O mejor dicho: su
filosofía la aprendió del fútbol. No es poco.
Completamente diferente a la de Camus fue la opinión de otro
grande de la literatura. Su definición “el fútbol son 22 hombres de pantalón
corto corriendo detrás de un balón” es, desde un punto de vista descriptivo,
cierta. Pero J. L. Borges, a diferencias de Camus, no extraía de ahí ninguna
lección moral. Todo lo contrario. El fútbol era para él una de las
representaciones de la estupidez humana. Textual: “El fútbol es popular porque
la estupidez es popular”.
Sin embargo, la relación de Borges con el fútbol no era
obsesiva. Más allá de alguna frase provocadora no se conoce en él ningún
estudio destinado a negar al popular deporte, como cuando, por ejemplo, negó al
tango.
Borges fue un estudioso del tango. Pero la mayor parte de sus
escritos sobre el tango son para exaltar sus orígenes y execrar su presente.
Para Borges el tango terminó con la Cumparsita y Gardel. El verdadero tango
era, para él, la milonga; aquella de corte y tajo, tango que putas y machos con
cuchillo al cinto, bailaban al compás de la música tamboreada de un lupanar.
¿Qué clase de argentino era Borges? ¿Un argentino sin tango y
sin fútbol y, por si fuera poco, anti-peronista? No sé como se las arregló,
pero su literatura es muy argentina. En verdad, de la misma manera como Antonio
Machado se pronunció en contra de “la España de charanga y pandereta”, Borges
estaba en contra de esa, para él, mediocre argentinidad populista, tanguera y
futbolera.
Si Borges detestaba al fútbol, no era por el fútbol en sí,
sino porque era un deporte de masas. Y Borges, de acuerdo con Ortega y Gasset,
temía, y no con malas razones, a la “rebelión de las masas”. Como Ortega,
Borges seguía una cierta línea nitzscheana, una caracterizada por la defensa rotunda
del individuo frente a la masificación de la vida.
Sin embargo, en un punto fue Borges fiel a la argentinidad
tradicional. Cuando leía o conversaba, tomaba mate. Lo uno por lo otro. Nobody
‘s perfect.
Extraña, muy extraña fue, en cambio, la relación del filósofo
más importante del siglo XX con el fútbol.
De Martín Heidegger ha sido resaltada su relación con Hannah
Arendt y la adhesión que, como la inmensa mayoría del pueblo alemán, profesó a
Hitler. Y si su filosofía no hubiese sido seguida por tantos filósofos judíos,
entre ellos Levinas, Derrida y Zarader, habría sido logrado el propósito de
quienes –en su mayoría intelectuales de baja calidad- lo continuaron atacando
después de su muerte. Y bien, a Heidegger no solo le gustaba el fútbol. Fue,
además, otra de sus pasiones ocultas. Detalle que supimos gracias al estudio
sobre Heidegger realizado por Rüdiger Safranski (Ein Meister aus Deutschland:
Un maestro desde Alemania).
Su amor por el fútbol lo hizo público Heidegger después de
haber cumplido ochenta años, cuando iba los fines de semana a la casa de su
vecino para ver al Bayern Munich por la TV. Su ídolo era Franz Beckenbauer. “Es
un genio”, repetía sin cesar ¿Por qué un genio?
En Heidegger la palabra genio hay que entenderla en sentido
filosófico. Genio, según Sócrates (Heidegger fue siempre socrático) es quien ha
sido tocado por la luz del espíritu. En palabras heideggerianas, es el ser
(sein, con minúscula) que en su estar (Dasein) entra en contacto con el Ser
total (Sein, con mayúscula). Y en cierto modo, Heidegger tenía razón: Viendo
antiguos filmes deportivos, uno no se explica como Beckenbauer resolvía con
elegancia jugadas en las cuales la mayoría de los futbolistas se hacen un nudo.
De algún modo Heidegger nos quería decir que la genialidad no solo está en el
pensamiento, también está en la vida diaria, en un poema de Hölderlin, o en un
pase preciso de un futbolista llamado Beckenbauer.
El fútbol ha llegado a ser tema de intelectuales; y está bien
que así sea. La intelectualidad no tiene porqué ser lúgubre; más bien debe ser
un SÍ, dicho con amor y fervor a la vida.
Camus, Borges y Heidegger, habrían estado de acuerdo con mi
última frase. De eso estoy seguro.
Fernando Mires - LOS INTELECTUALES Y EL FÚTBOL
Polis, 05 Jun 2018
Ilustración: Diario Río Negro
Ilustración: Diario Río Negro
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