Demócratas del mundo, será un viaje por aguas turbulentas
¿Qué dirán los rankings de democracia al concluir 2018? ¿Habrán
ido en dirección ascendente sus índices de vitalidad institucional,
participación y libertad? Apuesto que no, que tendremos menos democracia en
este año que se inicia. Es que no parece posible, o al menos probable,
fortalecer la noción de auto-gobierno, organizar la vida colectiva en la
diversidad, proteger los derechos de las minorías y limitar el uso del poder
público en el actual contexto.
En el debate de la post Guerra Fría muchos creían en el
definitivo triunfo del orden liberal internacional. La difusión del capitalismo
hacia el Este incrementaría el comercio, promoviendo la cooperación económica.
Y las instituciones democráticas favorecerían mecanismos pacíficos de
resolución de conflicto. Era la época de la “paz democrática”, optimismo de los
noventa que sucumbió ante la posterior fragmentación.
En la Europa post-comunista, la democracia no había ido
más allá de Visegrád—la alianza centroeuropea de 1991—pero hoy está en riesgo
aún allí. Como en Hungría, donde los medios de información son controlados
virtualmente en su totalidad por el Estado. Y en Polonia, donde la Comisión
Europea acaba de invocar el artículo 7(1) del Tratado de la Unión para exigirle
al gobierno respetar la independencia del Poder Judicial, obligación de todos
los países miembros.
En Europa Occidental, a su vez, la democracia languidece
entre los neofascismos de diversa naturaleza, si bien similarmente hostiles a
la inmigración, y los nacionalismos más o menos tribales, todos desconfiados de
la integración. Lo común al Brexit, el nacionalismo escocés y el independentismo
catalán, por ejemplo, es su concepción nativista del ordenamiento social. Ello
mientras el Estado, los Estados realmente existentes, son construcciones
artificiales—jurídicas y políticas, esto es—de carácter multicultural. El
concepto de Estado-Nación siempre fue solo una metáfora.
La lógica secesionista es un boomerang contradictorio
y resbaladizo. Una Europa de Estados tribales
es el fin de la propia idea de Europa, sugerí aquí mismo el pasado septiembre. Es decir, es el fin del único experimento colectivo de
construcción democrática en toda su historia. De ahí que Tabarnia no sea una
broma sino un ejemplo exquisito. Pues si todos los Estados son multinacionales,
los secesionistas se convierten en blanco automático de reclamos políticos y
territoriales idénticos a los que ellos mismos formulan, decía entonces. Es que
el nacionalismo erosiona la primera condición institucional para la democracia:
la estabilidad del mapa.
En Estados Unidos los déficits de la democracia estuvieron
siempre encarnados por su pobre sistema electoral, o sea, de baja
participación, arbitrarias reconfiguraciones de los distritos y altísimas tasas
de retención de escaño entre otras disfuncionalidades. El equilibrio siempre
llegó por sus sólidas tradiciones constitucionales: el ejercicio pleno de los
derechos y libertades individuales. O sea, la fórmula relativamente exitosa fue
la de una democracia débil en una república fuerte.
Funcionó, pero la ecuación está hoy bajo ataque. La
democracia es más débil, léase la interferencia rusa en la elección o la
disputa de los resultados sin pruebas, ya sea antes de una elección, como
Trump, o con los resultados en la mano, como Roy Moore en Alabama. La configuración
constitucional sufre un fuerte desgaste, a su vez, dadas las arremetidas
sistemáticas del Ejecutivo contra la prensa y los funcionarios judiciales
independientes, es decir, la embestida de un poder del Estado a otro. Ello se
va consolidando como la narrativa dominante de la presidencia Trump, por cierto
que no es la mejor manera de garantizar derechos.
En América Latina, finalmente, la democracia es víctima de
un virus omnipresente, el de la perpetuación. La región se divide entre los
sistemas que salvaguardan la norma de la alternancia y aquellos que ni siquiera
tienen regla sucesoria alguna. En los primeros la democracia es posible; en los
segundos, prevalece el chantaje autoritario.
Con frecuencia se interpreta esta versión de la política
en clave de populismo, término que se abusa hasta vaciarlo de precisión
analítica e histórica. De este modo se ignora que las experiencias populistas
resolvieron el problema de la sucesión. Getúlio Vargas dejó dos partidos
detrás, el PSD y el PTB. El PRI respetaba la norma de no reelección
presidencial y luego aceptó la derrota electoral. El peronismo resolvió la
crisis de la muerte de su fundador creando un partido político, el cual ganó y
también perdió elecciones. En otras palabras, el populismo ha sido capaz de transferir
el poder a otro.
En contraste, la actual tendencia a la perpetuación cae
bajo la larga sombra del ALBA, inspirada por el estalinismo cubano en
combinación con el prevaleciente patrimonialismo caribeño en el uso del poder.
El estalinismo concibe al poder como propio, pero lo racionaliza desde su
supuesta moral revolucionaria. El patrimonialismo, a su vez, concibe el poder
como propiedad privada, como en Macondo. En ambos prevalece la arbitrariedad,
en el primero por diseño institucional—el Estado-partido—y en el segundo por
capricho del sultán, parafraseando a Juan Linz. América Latina está con
pronóstico reservado.
Siempre imaginamos la democracia como olas, ciclos de
expansión y contracción democrática. La tercera ola comenzó en 1974 con la
Revolución de los Claveles en Portugal. Desafortunadamente, en este siglo
vivimos una etapa de regresión autoritaria, el ciclo no es virtuoso. Los
demócratas del mundo deben comenzar una cuarta ola, y no solo en el Medio
Oriente, sino también en “Occidente”, cualesquiera sea la definición que se use
para el término.
No la tendrán fácil sin embargo, será un viaje por aguas
turbulentas. Habrá que generar las condiciones para una mayor sensibilidad
social por los derechos, hoy perdida. Y para ello recordar la universalidad de
la jurisdicción, la no prescripción, la obligación de proteger y la necesidad
de un orden constitucional democrático,no cualquier tipo de orden constitucional
y no tan solo la necesidad del voto.
Y además articular estos principios en coaliciones de la
sociedad civil y las organizaciones internacionales, como en la tercera ola,
como siempre. La democracia está en retroceso.
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