Recuerdo una conversación que
tuve en Varsovia con una señora ya mayor en el restaurante donde cenamos el día
de llegada en diciembre de 1986. Es verdad, decía yo, este régimen es horrible,
pero si logran despegar en el desarrollo, tal vez, terminen por modernizarse.
En diez, veinte años, el estilo de vida material habrá cambiado, como también la
vida política. La señora me miró y se quedó callada. Por mi opinión, yo venía
de complicarme un poco. Imaginar que las tiendas de Varsovia diez años después
estarían bien proveídas, sin anaqueles vacíos, que no habrá más colas, que la
población disfrutará de un conjunto de bienes y servicios comparables a los de
Europa Occidental, le parecía inconcebible. Esta señora no tenía conocimientos
económicos. Ella sacaba sus evidencias de otra parte. Por supuesto, tenía
razón.
Había dos afirmaciones sobre
las cuales se apoyaban los defensores de la tiranía comunista en la URSS (Unión
de Repúblicas Socialistas Soviéticas). La primera se refería al ingreso por
habitante y al nivel de vida que situaban la URSS en los países desarrollados,
incluso un poco más arriba (o, según otros: un poco más abajo) que España.
Algunos autores razonaban
tomando en cuenta un rublo (unidad monetaria rusa) a la tasa oficial, lo cual
era una absurdidad. Sin embargo, la mayoría tenía en cuenta el hecho de que el
rublo se negociaba en el mercado negro a la quinta parte de su valor nominal, y
que su valor real no superaba el tercio, Pero, añadían, ciertos servicios son
casi gratuitos, como vivienda, atención médica, educación. Buscaban también
evaluar el nivel de vida real teniendo en cuenta los bienes que podía comprar
el salario de un soviético medio, lista que uno podía comparar paralelamente,
ítem por ítem, con la lista de lo que podía comprar el asalariado español.
Sin embargo, pareció que tales
enfoques a fuerza de soslayar el aspecto cualitativo quitaban toda
significación a las medidas cuantitativas. Vivienda, atención médica, evocaban
en Occidente las HLM francesas (habitation
à logement moderé = habitación de alquiler moderado) y el
dispensario del hospital. No evocaban los apartamentos comunitarios, los
dormitorios comunes, el rincón donde vivían millones de soviéticos, ni los
inmuebles arruinados al tiempo que terminados, construidos en terrenos poco
estables, ni la medicina rudimentaria, los oficiales de la salud, la farmacopea
indigente.
Por lo que contenía la cesta de
la ama de casa soviética, la ama de casa española no daría ni dos centavos:
manzanas podridas, papas congeladas, carne dudosa, legumbres pasmadas en su
crecimiento, lo cual no existía en ningún país de Europa Occidental, pero, sí
en Moscú, razón por la cual había que hacer las colas. Y hoy esa calidad
equivale a lo que encuentran muchos hurgando la basura en Venezuela. Lo
segregaba el modelo comunista en URSS, lo hace aquí y en cualquier país donde
se implante.
Ahora bien, ¿quién ha ponderado
alguna vez la cola en el nivel de vida soviético? Si uno cuenta las horas de
trabajo necesarias para adquirir en URSS un televisor, un par de calzados, una
aspiradora de polvo, es preciso recordar que no se trataba de bienes nuevos, de
fábrica, había que ir a algo así como el “mercado de las pulgas”. En fin, no
había relación entre la sórdida realidad soviética y la normal, algunas veces
espléndida realidad española, por ejemplo.
No era con España, Grecia o
Italia que se debía comparar, era con la India, Bangladesh, Sudán. De estos
países, los “cooperantes” soviéticos jamás regresaban a su país, donde los
esperaban situaciones privilegiadas en el partido o la KGB (órgano represivo de
inteligencia, antes era la Tchèka) sin su equipaje de tomates, botas,
bolígrafos, jamones, blue jeans, etc., como lo hacen los cubanos cuando
regresan de Venezuela, llevan hasta electrodomésticos. Pero, evitar una
comparación con España no equivalía tampoco a validar una con Bangladesh. Al
entrar al detalle, uno se percataba que no podía comparar. Es renunciando
resueltamente a la tentativa comparatista que se podía comprender el fenómeno
soviético.
Las colas, que secreta el
modelo comunista y de amplio impacto en la sociedad, son al sistema un fenómeno
inmanente que se debería analizar en profundidad, por ejemplo, preguntarse
cuántas horas laborables son necesarias para hacer una cola y adquirir uno o
ciertos alimentos, oigo en Caracas testimonios de colas que se hacen durante
cinco horas y más; el otro día estaba sentado en un café y me reconoció un
compañero de la época cuando militaba en AD, me dijo que hizo una de cinco
horas para comprar pollo en el mercado de Quinta Crespo, a pleno sol, sufrió
una parálisis facial.
El tiempo empleado en colas
significa, en muchos casos, ausentismo del trabajo o del cuidado del hogar, o,
de alguna manera, implica posponer otras actividades prioritarias, retrasos,
tareas que no se realizan, todo lo cual acarrea una importante disminución de
la productividad global de la economía, sobre todo, en el sector público, donde
es notoria la ausencia por esa causa, son horas laborables perdidas, nada
añaden a la producción nacional, no generan valor agregado, como diría un economista,
valor que explica, en parte, aunado con la desinversión y desconfianza, la
contracción económica que sufre Venezuela. Esto también brota del
funcionamiento del sistema comunista en cualquier país donde se instrumente, en
general, forzosamente.
01 DE ENERO DE 2018 12:08 AM
psconderegardiz@gmail.com
@psconderegardiz
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