lunes, 24 de julio de 2017

Vinculante - Antonio López Ortega


En el origen de la crisis siempre estuvo la muerte de la lengua. Las palabras que normalmente usábamos, ya no las reconocíamos como propias; y las que inventaban los mandantes arrastraban otros significados. Los sustantivos, por ejemplo, perdían sustancia: ya no se podía decir democracia, porque a la noble palabra le saqueaban la esencia. Ahora tocaba decir democracia protagónica, frase en la que imperaba el adjetivo.
En lo que se ha dado por llamar la neolengua, los adjetivos cumplen una función más determinante que los sustantivos. Estos se vacían de contenido y aquellos le dan el adorno a palabras que han sido siempre invariables. Es terrible notar cómo caemos en la neolengua de los mandantes: seguimos hablando de puntos soberanos o de consulta popular sin entender que son palabras confiscadas por la retórica política que nos han impuesto en ya casi dos décadas. Pero no sólo es la lengua, sino también la cultura y la historia. En la lectura histórica se abandonan las convenciones que nos han impartido desde la escuela primaria por alteraciones caprichosas. Si toda convención cultural es un discurso medular, central, entonces a la historia se le ataca desde los márgenes: ya no es importante Bello, por cierto custodio de la lengua, sino Zamora; ya no es importante Páez, sino Maisanta. En el campo cultural, incluso en la pobre legislación cultural vigente, hace tiempo que se dejó de hablar de artistas o creadores. Ahora se prefiere el mote de trabajadores culturales.

Igual ejercicio se trata de hacer con la frase de moda, sobre todo después de la hazaña cívica del 16J: no es vinculante. Y allí es donde la imaginación creadora o el ejercicio democrático nos debería llevar a una reinterpretación, pues el lenguaje se forma precisamente por el uso que le demos a las palabras. ¿Por qué entonces deberíamos reapropiarnos de la palabra vinculante? He aquí algunos ejemplos: porque nos vinculó a los demócratas venezolanos, sin distingos de color y credo, y en muy pocas horas, en una hazaña proverbial de determinación política; porque nos vinculó a partidos políticos y organizaciones de base en una sola intención; porque nos vinculó como sociedad civil, capaz de organizarse hasta niveles admirables; porque nos vinculó como ciudadanos de este país y del mundo, compartiendo una sola convicción; porque nos vinculó como organizadores y productores, hacedores de una votación montada en dos semanas; porque nos vinculó en cuanto a valores culturales que están vigentes desde nuestro nacimiento como sociedad: participación, solidaridad, sentido de pertenencia y libertad; porque nos vinculó como suma, y no como resta; porque nos vinculó como iguales, y no como antagonistas; porque nos vinculó como seres pacíficos, y no como maleantes o torturadores; porque nos vinculó como ciudadanos que quieren un futuro para sus hijos, y no que se los lleven a la cárcel por el mismo futuro que les niegan.

Razones de sobra existen para que la gesta del 16J sea profundamente vinculante. Bajo su ejemplo, tambalean todos los obstáculos que se nos han erigido como palabras o ideas muertas. Una elección hecha sin custodios militares, sin cibernética, sin campañas millonarias, sin madrugonazos para alterar resultados, sin actas con enmiendas, sin tinta indeleble. Un ejercicio de civismo para el civismo, un festín democrático organizado por demócratas, un ejemplo macro de lo que somos capaces de hacer como sociedad cuando compartimos la misma convicción.

Ya sabemos que los retóricos de la neolengua tratarán de minimizar, pulverizar, renombrar o rebajar esta fiesta de la democracia, pero cada vez que la caractericen como no vinculante, ya sabemos qué respuestas podemos dar. Los hechos saltan a la vista y no hay palabreja que pueda con una realidad que nos sostiene en una conmoción única: nunca hemos dejado de ser demócratas. Esa sangre no es apta para transfusión. 

20 DE JULIO DE 2017 12:44 AM  


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