Gracias al algoritmo
del juicio final (Doomsday algorithm), supe que el 5 de Julio de 1811
cayó viernes. Ese día, en la capilla de Santa Rosa de Lima de Caracas, se
reunió un congreso de diputados seleccionados mediante sufragio censitario
–obsoleta y excluyente modalidad comicial que Maduro y las brujas electoras
aplican a la prostituyente comunera–, a objeto de concretar el proyecto de país
soberano, y se encargó a dos civiles, Juan Germán Roscio, abogado guariqueño,
hijo de un milanés y de una mestiza de La Victoria, y un médico de confuso
origen gaditano o turinés, Francisco Isnardi, la redacción del Acta de
Independencia de la Confederación americana de Venezuela, ratificada el domingo
7. Y no por 7, que estamos a 9, sino por domingo, viene a cuenta este cuento.
Gracias al pincel de
otro ilustre civil, Juan Lovera, conocemos los rostros de esos padres
fundadores de la República que vestían levitas y no guerreras. Y sin embargo…
Sin embargo, los militares, empecinados en contar SU historia,
se apropiaron indebidamente de los hitos fundacionales de la nación
independiente para confundir la gimnasia con la magnesia… o viceversa. El 19 de
Abril de 1810, que sepamos, así lo memorizamos en la escuela, la presión
ciudadana y el dedo de un sacerdote torcieron el brazo del capitán general
Emparan, no una acción relámpago de soldados de un ejército de liberación que
quizás no pasaba de ser aspiración. Nada de escaramuza bélica hubo en lo que
conmemoramos con apolillado protocolo y rutinario ceremonial cada 5 de julio,
aunque esa fecha fue el eje de una cruza de feria chauvinista y fiestas
patronales que Pérez Jiménez bautizó «semana de la patria»; para festejarla,
hizo construir esa suerte de sambódromo idolátrico que llamamos Paseo Los
Próceres, escenario de un desfile, a extático paso de vencedores –izquierdo,
izquierdo; ¡izquierdo, derecho, izquierdo!–, de oficiales, cadetes y tropas que
lucen sus disfraces y alardean de los juguetes sin repuestos suministrados por
los perros de la guerra, transmitido en abusiva cadena mediática y narrado por
un locutor oficial que remacha, con apoteósica cursilería, goebbeliana
intención y voz de pompas y circunstancias, que fueron milicos los gestores de
la epopeya tricolor, ¡uf!
A guisa de contrapeso
a esa desmesura exhibicionista, el Parlamento democrático, que era bicameral y
sus curules no eran tenidas por concesiones negociables con los poderes
fácticos, celebraba sesiones solemnes para conmemorar efemérides de
significación republicana –a las que asistían los representantes de todos los
poderes constituidos–, y se distinguía a un ciudadano de méritos con la
responsabilidad de pronunciar el discurso de orden; se escuchaban, entonces,
voces lúcidas y críticas que, más de una vez, advirtieron sobre la necesidad de
enderezar entuertos a fin de prevenir lo que fatídicamente se nos vino encima.
Con la revolución bonita, solo hubo oídos para el panegírico insustancial y la
monserga peregrina; por eso, después de 18 años de dogmática retórica, siguen
siendo referentes ineludibles los discursos de Luis Castro Leiva, en
1998, al cumplirse 40 años del 23 de Enero, y de Jorge Olavarría, el último 5
de julio del siglo XX, siglo cambalache, problemático y febril en el que la
falta de respeto y el atropello a la razón mezclaron “revolcaos” en un merengue
a Carnera, San Martín, Chávez y, ¡válgame Dios!, Bolívar.
Colocó Castro Leiva
el dedo en la llaga al observar que “…el desprecio de la política es un hecho
social demasiado grueso y negligente como para pasarlo por alto; demasiado
ominoso para no verlo a la cara. Los gestores de la publicidad de la nueva idea
de la política criolla se han empeñado en disfrazarlo: cultivan la ‘antipolítica’
como un modo de prolongar la indignidad en que tienen el oficio”. Temió,
además, que nos tragáramos “la creencia autoritaria montada en el caballo de un
‘gendarme necesario’ a ponernos de rodillas para darnos de comer”. Estaba claro
este Castro y lo estaba asimismo Jorge Olavarría que, año y medio más tarde,
concitaría la ira de Chávez al señalar que el ritual se oficiaba en “una hora
menguada de la patria, una hora triste, tensa y bochornosa. Preñada de peligros
y amenazas para los que queremos vivir en libertad y democracia bajo el imperio
de la ley”. Para terminar de sacarle la piedra al comandante, puso los puntos
sobre las íes y criticó sus ataques a las instituciones democráticas: “Ni un
solo poder constitucional ha sido eximido de sus amenazas. Ni uno solo”;
denunció, además, el empeño en “equiparar la elección de la constituyente con
un hecho revolucionario, creador de un gobierno de facto” y se sintió
constreñido a “desvelar un enorme engaño, que nos está invitando a elegir, no a
unos representantes encargados de hacer una nueva constitución, sino a unos
dictadores”.
Los juicios de Castro
y Olavarría (fallecidos ambos) son hoy tan pertinentes como fueron en el ayer
que los suscitó. Ha corrido mucha agua bajo el puente, pero el reloj de la
revolución permanece detenido en un tiempo que los legatarios del redentor
aprecian glorioso. Después de dos décadas de ineptitud gerencial y tres
períodos de pereza durante los cuales la diputación roja delegó en el
Ejecutivo, vía habilitación, la función legislativa, y ante el indetenible
avance de las fuerzas democráticas, el gobierno que agoniza quiere
retrotraernos a sus días de oropel y pasajero esplendor para proyectarnos la
misma película plagada de situaciones absurdas y actuaciones mediocres. Por
fortuna, a pesar de los atropellos de la dictadura militar legitimada por el
tsj, el pueblo sabe que sí hay futuro, que sus diputados batallan a su lado
–¡bienvenida la fiscal!– para adecentar el país que el chavismo envileció.
Estamos escribiendo una nueva acta de independencia: Américo Martín, hace un
año –“El 5 de Julio no puede ser una fecha dirigida a fomentar la división”–, e
Inés Quintero, el pasado miércoles, sin parar mientes en el asedio continuado
al Palacio Federal –“Va siendo tiempo de eliminar la presencia de la fuerza
armada en la conmemoración de este hecho memorable (…) y que el próximo año lo
podamos celebrar sin desfile militar”–, pusieron orden en el discurso,
vindicando el protagonismo de la sociedad civil en la gesta republicana. Esa
sociedad que, a trancazos, cacerolazos y banderazos, le ha dicho basta a un
mandón que se pasó de maduro y huele a podrido.
09 DE JULIO DE 2017 12:12 AM
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