lunes, 10 de julio de 2017

Las restauraciones peligrosas - Antonio Pasquali


La guerra civil de baja intensidad que vive Venezuela, alimentada por una enorme barahúnda conceptual y moral que atizan centrales de guerra psicológica y desinformación, embargos noticiosos, exaltados tuiteros, dobles líneas de mando, dispensadores de consejas electrónicas y aspirantes profetas, genera insidias.

Una de las más perniciosas es el naciente intento de dar vida a una matriz de opinión según la cual todos los males del país serían de cargar a la cuenta de un inepto presidente Maduro, culpable de malograr el inmejorable proyecto político del padre fundador.


El camino a la pacificación y salvación nacional pasaría, pues, a ser aquel que condujera a restaurar en su prístina pureza el plan político, nacido bajo un samán, del teniente coronel Hugo Chávez Frías. La mayoría de los funcionarios, ex funcionarios de gobierno y ex militares recientemente pasados a la disidencia –incluso el clamoroso caso de la fiscal Luisa Ortega Díaz– han invocado como principal motivo de su proceder la inaceptable desfiguración, por parte de Maduro, del chavismo originario y su desesperado intento por esconder sus violaciones a la Constitución, fracasos, hambrunas, muertos y deudas tras la gigantesca cortina de humo de una Constitución nueva, lo cual es para ellos la prueba concluyente de las infidencias del heredero para con el padre-tótem de la magna charta de 1999.

Este conato de guerra civil, con heroísmos, asesinatos de Estado y barahúndas, reproduce pues dos de los más erróneos hábitos mentales de los políticos de cepa latina: a) Creer con fe inmarcesible que los arquetipos de la perfección están en algún glorioso pasado a recuperar (un clásico del pensamiento mítico) y b) Creer que basta cambiar una ley para que automáticamente mejore la realidad sobre la cual versa.

Tras un desastre natural o social no es inteligente limitarse a restaurar y reconstruir en lugar de obrar prioritariamente para que su repetición se vuelva imposible o menos dañina. La lección que del tsunami chavista recibió Venezuela (y tangencialmente la región) es, pues, demasiado relevante para no intuir los peligros que se derivarían de un poschavismo reducido a mera restauración de un imperfecto pasado democrático, a un statu quo ante que volvería entonces con el tiempo a generar más Chávez, o de un posmadurismo que endiosara y totemizara al héroe-padre-fundador, pues ambos caminos reconducen, a velocidades diferentes,… a Chávez. La primera es la meta que nunca han dejado de acariciar quienes medraron en una democracia por ellos confiscada y desfigurada; la segunda es razón de ser de un creciente grupo de chavistas decepcionados que se asumen como vestales de una ortodoxia fundadora a rescatar.

El futuro próximo de Venezuela quedaría así reducido a la falsa y pésima alternativa de restaurar la imperfecta democracia que parió un Chávez o recuperar en pureza un Chávez evangelizado. Todas las restauraciones son ontológicamente retrógradas, pero este segundo y sobrevenido ideal de reconsignar el poder a un mitificado chavismo de manantial es de la más alta peligrosidad, por cuanto pudiera blindar ese modelo personalista, militarista y despótico asegurándole la duración de un peronismo o de un castrismo.

La “angelización”, mitificación o “totemización” de pasados personajes o modelos políticos son fenómenos psicológicos no muy bien estudiados en que la invisibilización de aspectos incongruentes con la perfección del mito es importante y delictiva tarea, un poco a la manera del estalinismo que borraba la figura de los jerarcas de todas las fotos oficiales, a medida que caían en desgracia o de los Archivos y Obras de Bolívar, de cuyos recopiladores se sospecha que destruyeron todos los documentos que hubieren podido empañar la perfectísima imagen del superhombre.

En los hechos reales –y conviene grabárselo en la mente antes de que su mito repetido mil veces se vuelva una verdad– el Chávez, vigésimo sexto militar presidente de Venezuela desde la Independencia, fue mucho más dañino que su modesto copista Maduro por ser el autor intelectual y fáctico de las más nefastas decisiones que condujeron al país a la implosión actual. Lo que habría que borrar de su imagen para beatificarlo y convertirlo en arquetipo a seguir es como demasiado: destruyó en semanas el mejor período de civilismo que conoció el país, heroicamente edificado en 40 años de democracia, y transfirió a militares el mando de todo lo esencial cerrando los ojos ante sus saqueos y narcotráficos “con tal de que le dejaran hacer su revolución”; mató a Montesquieu al liquidar totalitariamente todas las autonomías públicas; se desvivió con engaño y prepotencia por montar Venezuela en el barco ya prácticamente hundido del comunismo, en años en que 46 países se bajaban corriendo de él dejando una espantable estela de casi 100 millones de muertos; déspota más rico del universo, despilfarró mil millardos de dólares (300 de los cuales misteriosamente evaporados), destruyó la moneda nacional y dejó el país con la peor inflación del mundo, su industria petrolera y ferrominera en ruinas, enormes atrasos tecnológicos y más pobreza extrema que antes; con Chávez, y no con el sucesor, comenzó Venezuela a entrar en vergonzosa cesación de pagos ante compañías aéreas internacionales, servicios postales y telefónicos del mundo, órganos de la familia ONU y varias ONG, transportadores de crudo, astilleros de tres continentes, cableros, instaladores de energías alternativas, ferrocarrileros, tendedores de cables, empresas de obras públicas, abastecedores de bienes y alimentos, deudas reconocidas por tribunales, pensiones a emigrados o becarios y otros, sumando a las ruinas endógenas las de miles de obras inconclusas; dio vida a una impunidad global de 93% que agigantó y banalizó el homicidio ya cercano a los 30.000 casos anuales (Francia 792, Italia 468, España 292 en 2016); trabó alianzas con lo más impresentable del mundo y fue aliado de facto de varias guerrillas vecinas y lejanas; puso en estado agónico la libertad de expresión y durante su sultanato de 5.060 días ordenó 2.234 encadenamientos de todas las emisoras del país que le permitieron adoctrinar a la población durante la bicoca de 243.404 minutos (suman casi 6 meses de a 24h. diarias).

Fue un personaje capaz de todo por su patológico narcisismo con base en resentimientos viejos: afirmaba como el rey Sol “después de mí, el vacío y el caos” o (variante) “yo soy el único en poder gobernar este país”, el 10 de noviembre de 2005 indicó al vicepresidente ruso Zhukov, en Miraflores: “todo esto va a estallar pronto, y América Latina será lo que la Unión Soviética no pudo ser”, y meses antes de morir aseguró en pleno delirio mental que de su reelección “dependía en buena medida el destino de la humanidad…”.
¡No! Dios libre el país tanto de una restauración con “amos del valle”, “doce apóstoles” y demás, como de devolver fueros a un Chávez mitificado, inteligente y atinado que nunca existió.
Dentro de la Venezuela que vendrá, civilista, democrática y republicana, y ojalá que definitivamente vacunada de militarismos, extremismos y hombres providenciales, solo queda un lugar para un chavismo entrado en razón que encarne la izquierda a la manera contemporánea: convertirse en democrático partido político que gana y pierde elecciones.

EL Nacional
09 DE JULIO DE 2017 12:09 AM



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