En Venezuela hemos hecho un gigantesco
esfuerzo para crecer, vencer, y salir de lo hondo de la mina que somos. Lo digo
desde el lenguaje de los míos que son muchos, que son de los que piensan que
este país tiene que tomar otro rumbo y que triunfar no es sinónimo de deuda sin
pagar o de venganza, de lo tuyo o de lo mío, que es más allá de tus propias
narices. Y que ya a esta geografía le sobran, menos mal, tantos loros y reinas,
imágenes, manantiales, caudillos, aceites y corsarios, y le falta, eso sí que
le ha sido azaroso y mezquino, un denominador común, una raíz que no sea el
fracaso de hoy sino por el contrario una pujanza, una sola garganta que incluya
mil registros, los que se expresan a través de la cultura democrática, para
nombrar la diversidad que somos, que sufre en común y se despierta imagino,
soñando todavía con ser alguien por fin en esta vida.
Porque estos abuelos, padres, madres,
hijos y demás herederos, retoños por igual de esta agraciada tierra hoy plena
de desgracias, merecen más que este vendaval que hoy bufa su deriva. No es este
nuestro mérito, lo que valemos, orgullo más estima, horizonte ahora vertical
picado en dos mitades, sin perspectiva alguna de bondad o regocijo, con el que
se nos conmina a padecer el enrollado devenir de nuestras interminables
inclemencias diarias. Horizonte sin horizonte. Calle ciega.
Tampoco nuestro pasado merece tanta
vergüenza. No creo que exista héroe civil o militar de los de aquí, de esos que
hacen hablar desde el poder como a unas marionetas, inventándoles figura,
gracias, vida y muertes, que desde el pasado puedan estar conformes con esta
andanada de desprecio en cadena. Ninguna lección de historia permitirá en breve
narrar objetivamente esta conjura, esta venganza organizada para justificar una
deshonra. Al menos no por ahora. Pasará mucho tiempo para que sanen estas
heridas rojas. Será un aprendizaje, una superación de los espíritus, una expiación
insólita y lunática, como si un rayo nos hubiera caído en mitad del desierto en
una insondable alucinación.
A veces me recojo a observar, desde mi
submarino, lo que ocurre en la superficie de mi entorno a través del batiscafo
miope de mis radares lentos y me encuentro con una inmensidad de soslayos, de
erizamientos constantes, de alergias empozadas, de tropiezos hasta para pelar
la mandarina más madura, de ironías inclusive en el gesto y las señas, la
sonrisa apretada a unos labios postizos. Exacto, exacto, casi todo es postizo o
calculado, tramado y taimado para evitar o perjudicar al otro, esquivar su
mirada, rehuir intercambios de fluidos y símbolos.
Pero también parece que se cerrara un
ciclo, aunque los tiempos tengan finales lentos y tortuosos pues no se pueden
cortar con una tijerita. Se acerca el día de los días que no el último, quede
bien entendido.
Y llego con ilusión medida y cauta a estas alturas y miro las luces que
se arrebolan con las sombras y me pregunto por qué no apostar unas lágrimas derramadas
en el camino andado, lleno de zancadillas y traspiés, al porvenir que es en
todo caso el sustento que nos atesora y convierte en humanos. Por qué no
dar paso a la esperanza, amar una ilusión, bailar sin piedad con nuestros
semejantes, tocar todas las puertas de las casas, que salga la gente a decir
basta que ya yo me cansé y tú y él y nosotros y vosotros y ellos, y todos los
demás. Que fluya la parranda de votos que les vamos a dar a estos camaradas que
nos salieron los peores del mundo. ¡Qué ambición de poder tan destructiva y
patética! Ni para una carretera han servido a pesar de tener a manos llenas.
Como para olvidarles el respeto eternamente. ¡Qué pérdida del glamour en todo
caso con las botijas llenas a la vista de todos que no nos causa envidia por si
acaso sino arcadas, espasmos, contracturas de vientre que incluyen en escena un
sollozo, una lumbre, unas campanas de Belén, una alegría, un abrazo, una
fiesta!.
2 DE DICIEMBRE 2015 - 00:01
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