Después de la crisis de la covid-19, las sociedades deberían repensar aspectos claves como el desarrollo, la salud, la política global y la relación con el medio ambiente. A menudo se habla de una “nueva normalidad”, pero más importante sería construir una “mejor normalidad”.
Las epidemias globales o pandemias no son un fenómeno nuevo; forman parte de la historia de la humanidad.
El primer caso documentado de una epidemia transnacional fue la plaga ateniense que se produjo entre 430 y 411 antes de nuestra era. En la Historia de la guerra del Peloponeso, Tucídides, un general ateniense, la describió con extraordinario detalle. Él mismo la padeció. Al parecer se originó en Etiopía, atravesó Egipto y Libia, y llegó finalmente al corazón de la península helénica en barcos que transportaban granos. La causa de esta epidemia, que acabó con una cuarta parte de la población de Atenas, no ha sido claramente determinada y son varias las enfermedades que los especialistas han propuesto como posiblemente responsables: la fiebre tifoidea, la influenza, el sarampión, el cólera, la viruela y la peste bubónica. Una teoría reciente, postulada por el epidemiólogo Patrick Olson, considera que la causa de la plaga ateniense pudo ser el virus del Ébola, que ocasiona una fiebre hemorrágica parecida a la descrita por Tucídides.
Otra famosa pandemia, producto también del comercio internacional, fue la de peste bubónica que llegó al puerto siciliano de Mesina en 1347 en barcos procedentes sobre todo de Asia. Esta pandemia, descrita por Boccaccio en El Decamerón y conocida como “muerte negra”, acabó en cinco años con la vida de entre 75 y 200 millones de personas.
En el siglo XVI, la conquista de los imperios azteca e inca dio origen a una verdadera guerra microbiológica involuntaria con la introducción de la viruela y el sarampión a poblaciones que no habían estado expuestas a estas enfermedades. La diseminación de estas epidemias al Caribe y Brasil casi acabó con las poblaciones indígenas, lo que forzó la importación de esclavos de África occidental, quienes llevaron consigo al Nuevo Mundo el paludismo y la fiebre amarilla.
Otro ejemplo de la ininterrumpida historia de transferencia internacional de infecciones es la pandemia de cólera de 1829, que se originó en Asia, se trasladó a Egipto y al norte de África, entró a Rusia y después a Europa. Tres años más tarde alcanzó la costa este de Estados Unidos.
Más recientemente, la diseminación global del virus de la influenza provocó, hace exactamente un siglo, la llamada gripe española, que produjo más muertes que la Primera Guerra Mundial: alrededor de 50 millones de decesos.
Como podemos ver, las enfermedades infecciosas tienen un grueso expediente cosmopolita. Lo que hoy, sin embargo, resulta novedoso es la escala de lo que se ha denominado “tráfico microbiano”. El incremento explosivo del comercio y los viajes internacionales producen a diario miles de contactos potencialmente infecciosos, y los aviones jet han transformado los vuelos intercontinentales en eventos más cortos que el periodo de incubación de cualquier enfermedad transmisible. Esto explica que un brote de cólera que se originó en Perú en enero de 1991 se convirtiera en una epidemia continental en cuestión de semanas. Recordemos también que el primer brote de covid-19 se produjo en Wuhan, China, en diciembre de 2019 y la Organización Mundial de la Salud (OMS) la declaró pandemia el 11 de marzo de 2020. Bastaron menos de tres meses para que esta infección se transmitiera a prácticamente todo el mundo.
Por estas razones, a quienes trabajamos en el campo de la salud global, la pandemia de covid-19 no nos sorprendió. La pregunta que nos hacíamos no era si iba a surgir una nueva pandemia sino cuándo. Desde hace más de veinte años nos percatamos de que existen las condiciones para un aumento muy importante en la frecuencia con que aparecen nuevos microorganismos y la velocidad con la que se diseminan por el planeta.
Lamentablemente, uno de los elementos distintivos de la pandemia actual es que los sistemas de alarma globales no funcionaron como debían, y hay consenso sobre las causas de esta falla: no se atendieron los múltiples llamados de la OMS y otras organizaciones multilaterales, académicas y filantrópicas a fortalecer el sistema de vigilancia, preparación y respuesta ante amenazas globales. Dieron por hecho que la nueva emergencia sería parecida a los brotes de SARS de 2002 y la pandemia de influenza H1N1 de 2009, que pudieron controlarse sin grandes problemas y con pérdidas relativamente menores, tanto de vidas como económicas. Con una minúscula fracción de las mermas económicas que ha producido la pandemia de covid-19 se pudo haber financiado un sistema global de alarma y respuesta extraordinariamente robusto.
Esto no puede volver a suceder. Es necesario aprovechar la gran atención que está recibiendo la salud pública para introducir no solo cambios marginales, sino también cambios estructurales en el sistema de salud global que nos protejan a todos en este mundo cada vez más interdependiente.
Se habla con frecuencia de la “nueva normalidad”, pero es importante señalar que tenemos la rara oportunidad de construir una “mejor normalidad”. A las víctimas de esta pandemia les debemos el aplicar lo aprendido hasta la fecha. Las lecciones son muchas, pero nos centraremos en cinco de ellas.
La primera es que las prácticas no sustentables tienen consecuencias desastrosas. Las pandemias no son eventos “naturales”; son tan antropogénicas como el cambio climático. Y aunque una pandemia es una crisis vertiginosa y el cambio climático una crisis parsimoniosa, ambas tienen orígenes comunes. Desde finales del siglo pasado, la frecuencia en las pandemias ha ido en aumento y esto es reflejo de la invasión y destrucción de hábitats, las prácticas inhumanas y no sustentables asociadas con la cría moderna del ganado y aves de corral, y los hacinados y promiscuos “mercados húmedos”. Todo ello facilita que los microorganismos crucen las barreras de las especies. Si algo ha revelado la actual pandemia –quizá de manera aún más dramática que otros riesgos globales– es que no podemos seguir por este camino de desarrollo desmedido e incontrolado sin pagar un precio elevadísimo no solo para el resto del planeta, sino también para nuestra propia especie.
La segunda lección es que es necesario superar el falso dilema entre la salud pública y las metas económicas. Proteger la salud y reactivar la economía son dos objetivos que solo pueden alcanzarse si se persiguen en forma sinérgica. Es muy importante salvar vidas y también lo es reanudar la actividad económica lo más pronto posible; de eso depende el bienestar de las familias.
La pregunta correcta no es si se deben reactivar las economías, sino cuándo y cómo. Hay consenso en el sentido de que para reabrir plenamente una economía es necesario que la pandemia esté bajo control a nivel local, lo que en principio significa que los casos, las hospitalizaciones y las muertes por covid-19 deben estar disminuyendo de manera clara. La actividad económica debe reanudarse tomando enormes precauciones –en el transporte, los sitios de trabajo, las escuelas y los espacios públicos– y reajustando las estrategias de apertura en función de la información epidemiológica disponible. Una estrategia de reapertura apresurada puede no solo producir nuevos casos y decesos, sino también daños económicos mayúsculos.
Sabemos que la salud tiene un valor intrínseco, pero también un valor como componente del crecimiento económico. Esta última relación, aunque se conocía, no se había traducido en una consecuente priorización de la salud. Ahora, gracias a la pandemia de covid-19, nos ha quedado muy claro –a los gobiernos, las empresas, las comunidades y los individuos– que sin salud no hay crecimiento económico ni prosperidad.
La tercera lección tiene que ver con la desigualdad social. En casi todos los países del mundo la pandemia de covid-19 está afectando de manera desproporcionada a los grupos de menores recursos. Esto se refleja tanto en los niveles de contagio como en las tasas de mortalidad. Los análisis de la Oficina de Estadísticas Nacionales del Reino Unido indican que la mortalidad por coronavirus es dos veces mayor en las áreas pobres de este país que en las áreas en donde viven los grupos de mayores ingresos. En Estados Unidos, la población afroamericana tiene un riesgo tres veces mayor de infección que la población blanca. De acuerdo con estudios realizados por investigadores de la Universidad Politécnica de Madrid, los barrios obreros de la capital española han sido los más afectados por la pandemia. Un estudio realizado en México indica que uno de los principales determinantes del contagio por covid-19 es el hacinamiento, que es mucho más prevalente en las poblaciones de menores recursos. Todo esto exige el diseño de intervenciones que incidan sobre los determinantes estructurales de los niveles de contagio y de políticas públicas que mejoren el acceso a servicios de salud de alta calidad. En futuras epidemias y pandemias deberán diseñarse además intervenciones para proteger de manera especial a los grupos sociales más vulnerables. Esto significa proporcionarles equipos de protección suficientes y efectivos a los trabajadores de los sectores llamados esenciales, que están más expuestos al contagio y en donde las poblaciones de menores recursos están sobrerrepresentadas; proteger de manera especial a los individuos con comorbilidades que viven en condiciones de hacinamiento, y diseñar campañas de comunicación e intervenciones de apoyo, como las transferencias económicas, dirigidas específicamente a las poblaciones de menores ingresos.
La cuarta lección está relacionada con la importancia del liderazgo en la respuesta a una amenaza de salud pública. Aunque la pandemia es claramente un proceso global, la respuesta global requiere de respuestas nacionales. No se trata de dos niveles separados. Necesitamos una respuesta “glocal”, y el liderazgo nacional es esencial en una emergencia.
La enorme variación que estamos viendo en la efectividad de las respuestas nacionales a la pandemia de covid-19 entre países con niveles similares de desarrollo, que enfrentan al mismo virus que ataca a la misma especie, revela dos patrones que es importante destacar. Un patrón es característico de las peores respuestas, en las que hay una sobrerrepresentación de países gobernados por líderes populistas. Los gobiernos populistas tienden a menospreciar a los expertos, ignorar a la ciencia y politizar el comportamiento al enfrentar al “pueblo bueno” con las “élites corruptas”. Un ejemplo es la manera en que algunos líderes han convertido el uso del cubrebocas en una postura política. Hemos sido testigos de este comportamiento en líderes populistas en ambos extremos del espectro político entre derecha e izquierda.
El segundo patrón es característico de las mejores respuestas y en ellas hay una sobrerrepresentación de los países gobernados por mujeres, quienes han adoptado una estrategia más vigorosa y balanceada. Cuando echamos una mirada al mundo, resulta imposible ignorar que las respuestas de los hombres autocalificados como “fuertes” no han sido ni de cerca tan efectivas como las de las juiciosas mujeres. No tenemos más que comparar las estrategias de Brasil, Rusia o México con las de Taiwán, Nueva Zelanda, Dinamarca o Alemania.
Las y los líderes políticos que valoran la ciencia también reconocen la importancia de una respuesta equilibrada que integre las ciencias naturales y las ciencias sociales. No basta con echar mano de los laboratorios para diseñar y producir pruebas diagnósticas, tratamientos y vacunas; es necesario también acercarnos a las comunidades para entender las profundas inequidades que han caracterizado la distribución de las devastadoras consecuencias de esta pandemia.
Aquí las universidades y los institutos de investigación tienen un papel muy importante que jugar para traducir el conocimiento en acción, convirtiendo los descubrimientos de las ciencias de la vida en tecnologías y prácticas clínicas, y transformando las reflexiones de las ciencias sociales en comportamientos sanos, comunicación creíble y políticas públicas efectivas.
La quinta lección que se desprende de la pandemia de covid-19 complementa a la cuarta. Aunque parece obvio, tenemos que recordarle al mundo que los problemas globales requieren de soluciones globales. Lo peor que podríamos hacer es reaccionar en contra de la globalización. Esto sería contraproducente.
Hemos sido testigos de una colaboración sin precedentes entre investigadores en la lucha contra la covid-19. Sin embargo, la acción global requiere mucho más que individuos afines trabajando juntos. Requiere una sólida rectoría global, apoyada por los gobiernos nacionales, y dirigida a generar una acción colectiva internacional con el objetivo de enfrentar retos comunes.
Se ha hablado mucho sobre la necesidad de reformar la arquitectura institucional de la gobernanza global. Este tema se vuelve aún más relevante a la luz del 75 aniversario de las Naciones Unidas y el retiro de Estados Unidos de la OMS. No cabe duda de que es necesaria una reforma integral de los organismos multilaterales. Sin embargo, las propuestas se han centrado en los secretariados de dichos organismos, cuando es igualmente importante revisar el papel que juegan los Estados miembros, quienes a menudo debilitan a las instituciones multilaterales de manera activa o pasiva, por ejemplo, al fallar en el pago oportuno de sus cuotas obligatorias.
Dentro de las muchas propuestas de reforma, hay cuatro que, de implementarse de manera efectiva, podrían hacer del mundo un lugar más seguro y contribuir a prepararnos mejor para la siguiente pandemia.
La primera innovación es el establecimiento de lo que se ha denominado “red centinela” en unidades de atención a la salud por todo el mundo, para así compartir rápidamente información sobre el surgimiento de nuevas enfermedades.
El segundo adelanto se refiere a las plataformas tecnológicas, las cuales le permitirían a la comunidad científica moverse de manera más ágil para desarrollar los instrumentos necesarios –como las pruebas diagnósticas, los tratamientos y las vacunas– para combatir futuras amenazas.
Un tercer elemento es el establecimiento de una fuerza permanente de contención con la capacidad de utilizar los instrumentos antes mencionados para controlar los brotes futuros antes de que se diseminen globalmente.
Finalmente, la cuarta innovación es el desarrollo de marcos legales e institucionales que permitan la efectiva aplicación de las regulaciones de salud internacionales a través de un esquema de sanciones e in- centivos como los que utiliza la Organización Mundial del Comercio o el Organismo Internacional de Energía Atómica.
Un cambio tan profundo requeriría de una nueva Convención Global de Salud, un nuevo contrato social que redefina las reglas y normas de la gobernanza global para la seguridad en salud.
La buena noticia es que contamos con la capacidad para aplicar estas lecciones hoy y en el futuro. La pregunta es si los pueblos están dispuestos a demandar la implantación de una agenda de cambio para así construir una mejor normalidad.
En su discurso ante la Asamblea General de la ONU de septiembre de 2020, que celebraba los 75 años de esta noble institución, el secretario general, António Guterres, señaló: “Nadie quiere un gobierno mundial, pero debemos trabajar juntos para mejorar la gobernanza mundial [...] El multilateralismo no es una opción sino una necesidad en nuestra tarea de reconstruir el mundo para hacerlo más igualitario, más resiliente y más sostenible.”
Motivado por la vulnerabilidad que la pandemia ha expuesto, el eje rector de una nueva agenda global debe ser un renovado compromiso con el desarrollo sostenible, que hoy se ha vuelto un imperativo literalmente vital. ~
https://www.letraslibres.com/mexico/revista/pandemia-populismo-y-proteccion-planetaria
10 de Julio del 2021
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