George Orwell en la BBC.
1940
Orwell es el único
ensayista que habla en mi cabeza con voz absolutamente propia*. Una voz
nítida y sonora, una voz casi real, que consigue apartarse de la voz metafórica
a la que nos referimos cuando hablamos de la prosa de un autor. Como si en
lugar de estar leyendo y procesando palabras negro sobre blanco estuviera
escuchándolas a unos pocos metros de distancia.
Una voz que no es igual
a ninguna otra, de la misma forma que la voz de mi esposa,
mi padre o alguno de mis amigos más cercanos no es igual a ninguna otra voz
cuando mi oído las reconoce en medio de un salón. Con la diferencia de que
se trata de una voz que, en realidad, jamás he escuchado. Una voz de la
que no existe registro alguno y que se
apagó en 1950, un año antes de que naciera mi padre, treinta y un años antes de
que naciera yo.
La única pieza
audiovisual que existe de Orwell es esta:
Unos pocos segundos que
muestran a Eric Arthur Blair (el verdadero nombre del autor) con 18 años,
caminando junto un grupo de compañeros en Eton College. Blair es el cuarto de
la izquierda.
Pese a que sabemos bastante sobre el proceso que nos permite entender lo que leemos, hasta
donde sé todavía no conocemos la fisiología del cerebro al punto de
comprender la manera exacta en que transformamos las palabras que leemos en
discurso que fluye y resuena en nuestra mente. Sabemos lo que ocurre, pero
no sabemos con certeza cómo ocurre.
No sé qué daría por
entender qué hace posible que las palabras escritas a mano o a máquina por un
oficial inglés de la Policía Imperial India durante la primera mitad del siglo
XX retumben en mi cabeza con la misma claridad que las pronunciadas a mi lado,
en vivo y en directo, por algunas de las personas que más quiero.
¿Qué hay ahí? ¿Cuál es
el mecanismo? ¿Por qué Orwell y no el resto de autores por los que siento
similar admiración? ¿De qué manera particular están organizadas en su
prosa las mismas palabras que usa cualquier persona que escribe en inglés
contemporáneo para conseguir ese efecto? ¿Me ocurre solo a mí o también a
todos esos otros escritores que han dado testimonio de su devoción por él?
¿Qué hay en la prosa de
este hombre que «como señaló Lionel Thrilling, no era un genio; no era un
tipo misterioso; cumplió servicio en Burma; lavó platos en un hotel parisino, y
luchó durante unos pocos meses en España, pese a lo cual no tuvo una vida
aventurera; que pasó la mayor parte de su vida en Londres y reseñó libros» (en palabras del escritor Keith Gessen)?
¿Escuchan esos autores,
o ustedes, también su voz, pero no en sentido metafórico, sino una voz real,
distinta, única, inconfundible, cuando leen Propaganda and Demotic Speech, No, Not One o Politics and the English Language?
Quizá a eso se
refería Christopher Hitchens cuando escribió
en su libro sobre el autor de Homage to Catalonia, Why Orwell Matters (Basic Books,
2002), que pese a no contar con registros grabados de la voz de
Orwell, «en realidad sí tenemos su voz, y no parece que hayamos
llegado al punto en que podamos decir que no sigamos necesitándola» (la
cursiva es mía).
En otro momento del
libro (hay traducción al castellano reciente de
la editorial Página Indómita y una anterior, de 2003, publicada por Emecé bajo
el título La victoria de Orwell), en las páginas
finales, Hitchens dice (el énfasis es mío):
Si es cierto que le
style, c’est l’homme (una afirmación que los admiradores de M. Claude
Simon deben esperar con devoción que sea falsa), entonces lo que tenemos en
George Orwell es en modo alguno el ‘santo’ mencionado por V.S. Pritchett y
Anthony Powell. En el mejor de los casos podría afirmarse, incluso por un
admirador ateo, que Orwell tomó algunas de la virtudes supuestamente cristianas
y mostró cómo podían ‘vivirse’ sin devoción ni fe religiosa. También podría
esperarse que, adaptando las palabras que Auden dedicó a Yeats en su muerte, el
tiempo trate con amabilidad a aquellos que viven por y para la lengua. Auden
añadió que el tiempo ‘con esta curiosa excusa’ podría hasta ‘perdonar a Kipling
y sus opiniones’. Las ‘opiniones’ de Orwell han sido reivindicadas en buena
medida por el paso del tiempo, así que no hace falta que busque perdón. Pero
lo que Orwell demostró, gracias a su compromiso con el lenguaje como socio de
la verdad, es que las ‘opiniones’ en realidad no importan; lo que importa
no es lo que piensas sino cómo lo piensas; y que las posiciones políticas son
relativamente poco importantes, mientras que los principios tienen una manera
de perdurar, de la misma forma que los pocos individuos irreductibles que se
mantienen fieles a ellos.
Aquí pueden ver una
conferencia de Hitchens basada en Why Orwell Matters:
Es al estilo, a ese
«compromiso con el lenguaje», al que podemos atribuir el poder evocador de la
prosa de Orwell. Ningún otro autor que conozco encarna con tanta exactitud
estas palabras de la ensayista y poeta Emily Hiestand, escritas en un pequeño ensayo titulado
precisamente On Style:
El lenguaje no es una
cinta transportadora que acarrea otra cosa llamada «la idea», sino que es
fundamental a la idea. Los poetas -esos científicos investigadores en el
laboratorio del idioma- dirían incluso que el lenguaje es la idea por completo.
Pero incluso en prosa, sea lo que sea que nuestras palabras buscan expresar, la
naturaleza del lenguaje es en sí misma un signo poderoso. Los modismos,
cadencia y finura o languidez del lenguaje, todo trabaja de forma organizada
para comunicar, muchas veces de manera tan enfática como el mensaje explícito (…)
La voz de un escritor tiene, por supuesto, una marca distintiva, y las
variaciones de tono de un trabajo a otro no son un acto camaleónico. Existen
variaciones dentro de la misma voz, que representan nuestra capacidad para
adentrarnos en diversas ideas de forma imaginativa, de explorar temas diversos
a través del lenguaje.
No sé cómo funciona
dentro de nuestro cerebro, pero créanme que, al menos en el caso de Orwell,
funciona.
Si no pongo aquí
ejemplos de su escritura es porque, pese a que debe tratarse de uno de los
autores más citados del siglo XX, la prosa en los ensayos de Orwell trabaja
construyendo sentido poco a poco, paso a paso, sin apurarse ni mostrar las
ideas de golpe. Uno puede entresacar frases citables de cada página, pero el
verdadero valor de su prosa no se encuentra en su efectismo o espectacularidad
sino en la manera en que van abriéndose camino las ideas -palabra a palabra,
oración a oración, párrafo a párrafo-, luego de una ardua discusión consigo
mismo.
Como escribió
Hitchens, «Orwell es un escritor que está permanentemente midiéndose la
temperatura. Si el termómetro indica que se encuentra demasiado alta o
demasiado baja, toma las medidas necesarias para corregirse». Y esto ocurre,
casi siempre, en el mismo texto.
Ahí radica el poder de
la prosa de Orwell. En la manera en que duda, en que va ensayando preguntas y
respuestas, a veces erradas o incompletas, para luego rectificar o salir
reforzado párrafos más adelante.
Leer al Orwell ensayista
es asistir a un partido de tenis o combate de box donde el autor se enfrenta a
sus propias ideas, que va descartando, refinando y ajustando, como quien
devuelve una pelota con un passing shot o se cubre ante un swing y
responde con un hook. Una y otra vez. Hasta quedar rendido o satisfecho.
Quien sale ganando
siempre es el estilo porque, en palabras de George Packer -otro orwelliano confeso, editor de dos volúmenes compilatorios de sus
ensayos-, «Orwell mostró que el duelo realmente absorbente es el que tiene
uno consigo mismo». La magia del estilo de Orwell -lo que nos absorbe- es
que, mientras leemos, asistimos en primera a fila a la discusión que el autor
está teniendo con sus propias ideas. Y eso, cuando por lo general hasta el más
mediocre de los ensayistas suele escribir convencido de su opinión incluso
antes de empezar a teclear, le confiere a su prosa un carácter único y
revelador.
La gran lección de
Orwell y su estilo es que, a diferencia de lo que muchos creen, escribir
ensayos no es una manera de dar sermones desde el púlpito de un teclado. Escribir
ensayos es un método de descubrimiento en el que, para tener éxito, hay que
empezar por cuestionar las verdades asumidas e ideas propias. Ojalá con
una pizca de la lucidez y honestidad que Orwell puso en cada uno de los suyos.
Prodavinci
28 de Enero del 2020
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