sábado, 13 de julio de 2019

La violencia como proyecto político - Bernardino Herrera León


 “Y comprendió que la guerra era la paz del futuro” (Silvio Rodríguez, en La canción del Elegido)

Ningún pueblo es más violento que otro. La historia puede demostrar, con un puñado de casos, que no existen culturas predestinadas a la violencia. Pueblos que en el pasado se destacaron por la violencia hoy son sociedades muy civilizadas. Muchas la abandonaron al cabo de un tiempo histórico de aprendizaje, pues la violencia sólo conduce a la destrucción, al estancamiento, a la pobreza. La prosperidad no es posible en un estado de guerra permanente.


Hunos, vándalos, vikingos, mayas, romanos, irlandeses y tantísimos pueblos más lo entendieron. Sus experiencias corroboran que aquellas culturas, extremadamente violentas en un tiempo, dieron paso a auténticas civilizaciones. La Europa bélica de la primera mitad del siglo XX, ha dado paso a un largo período de convivencia económica, política y social, sin precedentes. Europa, la multi-étnica, la de tantos idiomas, la que vivía en eterno conflicto, es hoy emblema de convivencia no violenta. Muchos casos así pueden estimular al lector para extraer de lecciones del pasado lejano y reciente. Siempre tendrá el mismo resultado. El algún momento la violencia cede.


Tampoco es cierta la idea según la cual estamos condenados a sufrir de violencias cíclicas. Si la especie humana fuese autodestructiva por naturaleza, el homo sapiens ya se habría extinguido. Por el contrario, los humanos se distinguen por un intenso sentido de la preservación. Sus críos nacen extremadamente desprotegidos, por más de una década y media después de nacidos, luego de lo cual apenas logran valerse por sí mismos. En todo ese tiempo se necesita una cierta paz para sobrevivir como especie. Los críos requieren protección y cuidados por largos períodos de tiempo. Esa sí es parte de nuestra naturaleza. El criar hijos es un acto de amor puro, nunca de odio. Y por ello, los humanos necesitamos civilización como requisito esencial de supervivencia. Está en nuestra condición, en nuestra genética cultural.


Probablemente, ese instinto de supervivencia civilizatoria convirtió a nuestra especie en muy reproductiva. Nuestra población crece constantemente, y este aumento sostenido presiona por la competencia de los recursos escasos. La competencia es fuente frecuente de conflictos entre los grupos humanos. Las primeras formas de civilización no lograron asimilar este problema. Pero con el tiempo, el instinto de supervivencia civilizatoria promovió formas y tecnologías para vencer el reto de los recursos escasos. La agricultura, los acueductos, las artesanías, las tecnologías. Hoy producimos más alimentos de lo que la humanidad puede consumir. Sólo que aún, muchas naciones no logran entender esto y concentrarse en producir lo suficiente o más. La asimetría en el desarrollo histórico social es otro problema. Pero el de la violencia es una gruesa traba. Es imposible producir suficiente para vencer la hambruna mientras la violencia se parte de la cultura y forma usual de depredación social.


Desde esta perspectiva, la historia describe una ecuación simple: a mayor cultura normativa menos violencia. Es decir, a más civilización menor será la violencia que sufran los pueblos. La violencia siempre es muy costosa. Es cada vez más cara. Implica mantener guerreros, financiar ejércitos, abandonar los campos, destruir las propiedades, aumentar la mortalidad.


El acuerdo y la no violencia son más convenientes, más rentables. Muchos pueblos del pasado remoto y presente lo han entendido. Se cansaron de guerrear entre ellos y descubrieron que los acuerdos y tratados de convivencia eran mucho más viables en garantías. Los pueblos que entendieron esto lograron disfrutar de largos períodos de paz, con baja intensidad de violencia interna. De eso se trata la supervivencia. La violencia sólo atrae a la muerte.


Pero las ideologías persisten. Siempre habrá un grupo que desee sacar ventajas del fruto del esfuerzo ajeno. Nada mejor que un mito, una fe, una causa, lo que sea, para justificar un acto de transgresión contra la propiedad del otro. Contra la prosperidad lograda con el esfuerzo de los demás. En el fondo, las ideologías justificadoras de la violencia son todas delictivas. El socialismo, como ideología, es la perfección de un orden delictivo. Un grupo de funcionarios que se hacen nombrar representantes de la sociedad, pueden lucrarse con el esfuerzo de ésta. Con impuestos, expropiaciones o coacciones y muchas formas más. Todo en nombre del bienestar de todos. El socialismo siempre comienza y termina en un ciclo vicioso de transgresión y de corrupción. Un ciclo corto, pues la ruina siempre aparece al cabo de agotarse rápidamente la riqueza que ya nadie quiere producir. La mayor parte de los más de 120 millones de víctimas del socialismo en el mundo han muerto de hambre. La hambruna alimenta el ciclo de la violencia cotidiana. Pero el instinto de supervivencia vuelve tarde a imponerse hasta el siguiente ciclo ideológico.


La experiencia histórica puede aportarnos elementos sólidos para una teoría de la violencia. Contrario al instinto de supervivencia, todas las culturas están expuestas a olas de violencia. A largos períodos en que sólo la guerra es lo que se conoce como modo de vida. Los combatientes “exguerrileros” de las FARC, en Colombia, no sabían a qué dedicarse tras el acuerdo de paz. Muchos regresaron al único oficio que aprendieron, la guerra.


Se puede afirmar que la violencia es un estado que requiere dos requisitos esenciales: Una ideología que la legitime, y un modelo social que la tolere. Una cruzada religiosa, una independencia, una expansión imperial, una causa redentora. Las ideologías pueden hacerse de un ideal perfecto para matar. Toda ideología lleva la violencia como sustancia.


Venezuela es un reciente ejemplo de colapso social. El proyecto socialista que conocemos como chavismo ha sumergido al país en un estado de violencia como norma. O su opuesto, la sumisión. Desde hace veinte años, la prédica de Estado legitima la violencia como forma de gobernar. Predican una “revolución pacífica pero armada”. Eso no es cierto. Ninguna revolución es pacífica. Desde que el llamado chavismo se hizo del poder no ha hecho otra cosa que promover el odio como fuente de su proyecto político. El chavismo nace de un acto violento. Es su manera de entender la política y la sociedad. El símbolo del puño izquierdo golpeando la palma de la mano derecha resume su esencia existencial. Sin violencia el chavismo sería un remedo, una logia más sin peso ni atractivo, una historieta falsa, aburrida, sin interés.


De algún modo arribó al poder. Es otra historia. Otro problema. Lo cierto es que un caudillo mediocre logró seducir al país con un dislocado proyecto falsamente redentor. Ciertamente, la clase política, que entonces ostentaba la responsabilidad de conducir la democracia por buen camino, se desvió hacia el cretinismo y la corrupción. Las bonanzas y riqueza fácil, mal administradas, suelen pervertir a los dirigentes. Eso facilitó las cosas al chavismo. Su mérito fue sumar unos cuantos muertos en dos intentos de golpes de estado. Suficientes como para construir una narrativa épica, guerrera. Hombres de armas salvando a la patria y luchando por lo pobres.


Una vez en el poder, el chavismo fue improvisando su modelo político. Imponiéndolo por coacción violenta. Nunca ha sido por las buenas. Siempre fue por corrupción, por engaño o por terror. Todas son formas violentas de transgredir. El resto de las modalidades de violencia se fueron incentivando exponencialmente. Robar por hambre se justificaba. Robar en nombre de la “revolución”, también. La moral comenzó a resquebrajarse. La delincuencia se fue convirtiendo en aliada de revolución socialista, que define a la propiedad, irónicamente, como un robo. Agredir la propiedad se considera un acto justo, insurgente, de pureza revolucionaria.


La violencia se detonó como un resorte contenido. Donde no había habido violencia, también surgió como un acto de defensa propia, de supervivencia. La percepción de que el crimen no se castigaba incentivó al máximo los peores instintos. El país se convirtió en un gigantesco mercado negro. Robar lo que sea. Traficar productos subsidiados. Desfalcar los dineros del Estado. Traficar drogas. Dedicarse al contrabando. De pronto, todos los delitos fueron permitidos como único modo de ascenso social. La honradez equivalía a la más atroz de las pobrezas. Una porción importante de la población descubrió que el esfuerzo honesto no es rentable. De nada vale estudiar. Si hasta se pueden comprar los títulos universitarios. La sociedad, bajo el régimen chavista comenzó a colapsar. Hasta hoy, que sólo quedan ruinas, hambruna, muerte, más violencia.


La violencia no es un mal natural. No se encuentra en la naturaleza humana, sino como una excepción, una psicopatía, una anormalidad. La violencia es también un proyecto político, cuando las ideologías la asumen como la herramienta imprescindible para imponerse. Es que no tienen otro modo. La racionalidad no suma seguidores, sólo críticos que demandan explicaciones inteligentes. Algo imposible para las ideologías. La violencia, en cambio, prescinde de racionalidad. Atrae pocos pero suficientes seguidores para lograr el control social. Basta un uno por ciento de la población para hacer estallar una guerra civil. Escenario ideal para los delincuentes trajeados de políticos, quienes se imponen sobre habitantes indefensos.


El chavismo entendió esto desde un principio. Corromper y promover el odio. El “Plan Bolívar 2000”, la oligarquía, las cúpulas podridas, la cuarta república, y muchos conceptos más, creados para corromper y odiar al mismo tiempo. Para aceptar el uniforme militar como inevitable símbolo del poder. Odio entre clases sociales. Odio a los políticos. Odio a la política. Odio como combustible por excelencia de la violencia. El odio es la fuente más elemental y básica de las ideologías.


De eso se trata el chavismo. He allí la esencia de su proyecto.


Imagen: Los colectivos en las afueras del Palacio de Miraflores, 2016. Foto Christian Veron/Reuters

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