La infancia y la escuela se
amalgamaron en el Grupo Escolar Francisco Esteban Gómez y sería imposible
tratar de distinguir donde terminaba una y comenzaba la otra. En aquellos años,
la escuela era el lugar donde uno aprendía más cosas y donde nuestros ojos
margariteños, rodeados de agua por todas partes y, encima, privados de la
televisión, podían mirar más lejos. La escuela fue también el lugar donde más
se ejerció la infancia, el escenario donde recrear la película del domingo, a
galope tendido por sus espacios abiertos, en nuestros caballos de dos patas, o
a toda vela, blandiendo las espadas y con las dagas apretadas entre los
dientes, para dar caza y abordar navíos enemigos, desde el flamboyant más
grande del patio, el buque insignia de nuestra flota pirata.
La Francisco Esteban fue
asimismo la fuente de nuestros primeros temores, de ese miedo universal de los
niños por la escuela, de ese terror –incomprendido por los adultos– a estar
prisionero detrás de una cerca que clausuraba, puertas afuera, el único mundo
en el que hasta entonces habíamos vivido. Temor que en mi caso estaba
exacerbado por la idea que tenía entonces de lo que significaba salir “quebrado”.
Y es que en mi azorada mente infantil imaginaba que a los pobres alumnos que no
habían aprendido sus lecciones los paraban en el último peldaño de la escalera
principal de la entrada y allí, con un garrote, los maestros les golpeaban el
espinazo, justo a la altura de la cintura, y eran arrojados escaleras abajo a
la vista de todos, quebrados para siempre. Ahora no recuerdo cuándo ni quién
corrigió mi falsa creencia, pero hasta ese momento, viví aterrado con el
comienzo de mi escolaridad que, inexorable, me exponía a llevar de por vida a
la ignominia de “salir quebrado”.
Corregida mi errónea idea
del quebrado, el miedo más grande de la escuela estaba entonces en cuarto grado
y se llamaba Fiel Malaver. En aquellos tiempos en que el castigo físico era una
técnica pedagógica de amplia difusión –muy bien acogida en La Asunción por los
padres que querían que sus hijos sirvieran para “algo”–, el maestro Fiel era
uno de sus cultores más ortodoxos. Como los buenos boxeadores, pegaba duro con
las dos manos y, por si eso fuese poco, solía auxiliarse con una gruesa y
pesada regla de madera que encargó a un amigo que trabajaba en la carpintería
del Estado.
Cuando terminé el tercer
grado y esa amenaza magisterial apareció en el horizonte, aproveché que en las
vacaciones de agosto previas al comienzo de clases había hecho la primera
comunión y busqué la ayuda divina. Pero, por más que le pedí a la Virgen del
Valle que hiciera el milagro de ubicarme en la otra sección de cuarto grado,
con una maestra mucho más amable, la fatalidad se impuso y me convertí en
alumno del temible maestro Fiel.
Fiel Malaver, sin embargo,
no parecía tan fiero como lo pintaba la leyenda; por lo menos eso fue lo que
creímos durante las primeras semanas que estuvimos bajo su tutela. Las clases
durante ese período inicial fueron una suerte de rounds de estudio
donde el maestro se limitaba a establecer la rutina del aprendizaje, a
explicarnos pacientemente las materias, sobre todo la aritmética, y a responder
a todas nuestras preguntas. Las sesiones de la mañana, de nueve a once y media,
se dedicaban a matemática y lenguaje y las de la tarde, de dos a cuatro y
media, a las ciencias naturales y sociales. Infantes al fin y al cabo, no
prestábamos mucha atención a las advertencias que el maestro Fiel nos hacía con
aquella voz nasal de la que todos nos mofábamos y que algunos podían imitar muy
bien: “Estudien, estudien, hagan caso, no se confíen. Miren que ustedes son
como el agua de un río que pasa rauda y tranquila hasta que se encuentra con un
dique, un dique como el de El Valle, es decir, conmigo, y no puede seguir
pasando”, anunciaba. Amenaza que no tomábamos muy en serio porque se parecía
mucho a las que recibíamos de padres y abuelos en nuestras casas. (Desde
tiempos inmemoriales la amenaza con un castigo futuro incierto ha formado parte
de la cultura pedagógica margariteña dentro y fuera de clases).
Y el dique se apareció una
mañana infausta con tres divisiones insólitas de números decimales, algo así
como 0,107039 entre 0,0035091 acompañadas de una sentencia terrible: “Por cada
cuenta mal sacada, un reglazo en la mano abierta”. El agua de mi pequeño río se
estancó en el dique de Fiel Malaver con dos reglazos que regué con copiosas e
inevitablemente indiscretas lágrimas que, aunque no quería derramar, me
saltaban de los ojos con la misma intensidad de mi rabia y mi dolor. Esa noche,
por primera vez en mi vida estudiantil, me quedé hasta tarde practicando las
infaustas operaciones y repasando sus reglas, ya no hubo más castigos por esa
razón.
En las tardes, las condenas
no eran tan severas. Después de las explicaciones, el maestro se limitaba a
recorrer las filas y, uno a uno, nos interrogaba sobre los misterios de la
biología o la historia, o sobre cuestiones que parecían ciencia y eran
imposibles de responder, como aquella de por qué a los viejos de Margarita les
daba frío cuando soplaba la brisa en las tardes de diciembre. (Para quienes no
tuvieron el privilegio de ser alumnos de Fiel Malaver: “porque han perdido el
tejido adiposo”). Salvo que la respuesta fuese muy disparatada –como la de un
compañero que aseguró, con demostración incluida, que el frontal, además del
maxilar inferior, era el otro hueso de la cara que se movía y recibió el
trancazo en la misma frente–, el maestro dejaba descansar la tormentosa regla.
Sin embargo, según el calibre de la ignorancia manifestada en las respuestas,
se prodigaba en jalones de orejas y de cabello acompañados de una profecía por
el estilo de: “porquería no vas a servir para nada. Ni para recoger pepinos vas
a servir”, o más simplemente, un epíteto: “animal”.
No obstante su dolorosa
contundencia, la experiencia de ser alumno de Fiel Malaver tenía grandes
compensaciones; era probablemente el mejor pintor de pizarrones del mundo y sus
dibujos con tizas de colores nos revelaron las maravillas de la botánica, la
zoología y la anatomía humana. Sus clases de geografía física y política
universales fueron inolvidables y cualquiera de sus alumnos podría todavía
recitar las capitales de Europa con la certidumbre de quien ha pateado sus
calles, o ganar un concurso en la televisión enumerando las montañas más altas
de América del Norte: el Mac Kinley en Alaska, el Whitney en California, el
Rainier en Washington y el Popocatepetl en México, recitado como un mantra, con
la pronunciación arcillosa del maestro y acentuadas, todas, en las últimas
sílabas. O saber exactamente cuáles son las dimensiones del río Orinoco: “el
más grande de Venezuela, el tercero de la América del Sur, el quinto del Nuevo
Mundo y el noveno de toda la Tierra”.
Con la llegada de junio, el
maestro Fiel dio inicio a una de sus campañas más intimidantes:
“Estudien que por ahí viene
el examen final, pero también vienen los días de San Juan y San Pedro y todos
ustedes se van a ir a playa Guacuco a bañarse. Yo también voy a ir, pero yo no
tengo que presentar ningún examen. Ustedes van a estar gozando y ninguno me va
a ver, pero debajo de una de las matas de uva voy a estar yo mirándolos a
ustedes saltar entre las olas. Y ninguno se va a ahogar allá en ese montón de
agua pero, por no estudiar, se van ahogar aquí. Ni siquiera en un vaso de agua,
como dicen por ahí, sino en un platico llano que les voy a poner en el examen”.
El temido día de nuestro
juicio final, sin embargo, Fiel Malaver, el duro maestro, se nos reveló como el
sentimental que era y, a guisa de despedida, con gran sentimiento, nos aseguró
que pasados unos años nos olvidaríamos de él y ni siquiera lo saludaríamos
cuando nos lo cruzáramos en la calle. Mucho tiempo ha transcurrido desde
entonces. La Francisco Esteban no parece la misma ni a La Asunción la cubre
ahora esa calina perfumada a pan recién horneado que al final de la jornada
escolar nos acompañaba en la vuelta a casa. Fiel Malaver murió hace ya varios
años. La última vez que lo vi, tenía blancos el pelo y el mítico bigote, su
cuerpo estaba más enteco, había perdido mucho de su tejido adiposo, y pensé que
en las tardes de diciembre ahora sentiría frío.
En cuanto a que lo
olvidáramos, creo que el maestro se equivocó. Creo que por más de una razón,
quienes fueron sus alumnos, como hago yo, al pasar frente a la escuela, miran
nostálgicos el salón de hace tantos años y lo recuerdan bien. O, por lo menos,
recordaran sus viejas lecciones, como aquella de los puntos cardinales. Aun
puedo mirarlo en el medio del salón, con los brazos en cruz, apuntando la mano
derecha hacia donde sale el sol “así se da con el Este”. Y que, hecho eso, “el
Norte es el que siempre está al frente de uno”, y así, con tener clara esa
técnica, encontraríamos nuestro camino en cualquier lugar de la Tierra y en
cualquier tiempo. En la vida una lección como ésa, maestro Fiel, es demasiado
grande como para olvidar a su autor.
***
Texto publicado en el libro de Crónicas
Margarita Infanta(Mondadori, 2010)
15/01/2018
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