Al menos
cuatro grandes transformaciones desarrolladas en las últimas décadas han
alterado profundamente el contrato social que rubricaron implícitamente las
fuerzas de la izquierda (socialdemócratas) y de la derecha (democristianos)
tras la II Guerra Mundial, que formalizó las reglas del juego para la
convivencia pacífica durante más de medio siglo. Se trata de la revolución
tecnológica, que ha hecho circular al mundo de lo analógico a lo digital; la
revolución demográfica, que convirtió a Europa, cuna de ese contrato social, en
un espacio compartido de gente envejecida después de haber sido un continente
joven; la globalización, que ha llegado a ser el marco de referencia de nuestra
época desplazando al Estado-nación; y la revolución conservadora, hegemónica
desde la década de los años ochenta del siglo pasado y que ha predicado las
virtudes del individualismo y de que cada palo aguante su vela, olvidando los
principios mínimos de solidaridad social. El conjunto de estas revoluciones —la
tecnológica, la demográfica, la globalizadora y la política— ha dado lugar a
una especie de refundación de lo que el gran pensador vienés Karl Polanyi
denominó a mitad de los años cuarenta “la gran transformación”.
El concepto de
contrato social pertenece en su inicio al pensador Jean-Jacques Rousseau, que a
mediados del siglo XVIII escribió un libro del mismo título, considerado
precursor de la Revolución Francesa y de la Declaración de los Derechos del
Hombre, y que trataba de la libertad y la igualdad de las personas bajo Estados
instituidos por medio de un contrato social. Ese contrato era una suerte de
acuerdo entre los miembros de un grupo determinado que definía tanto sus
derechos como sus deberes, que eran las cláusulas de tal contrato. Esas
cláusulas no son inmutables o naturales, sino que cambian dependiendo de las
circunstancias y transformaciones de cada momento histórico y de las
correlaciones de fuerzas entre los componentes de los grupos.
El contrato
social que surge en Europa y se extiende por buena parte del planeta, a
distintas velocidades, después de la II Guerra Mundial decía básicamente lo
siguiente: quien cumple las reglas del juego, progresa, logra la estabilidad y
la tranquilidad en su vida. Una buena formación intelectual, la mejor
educación, el esfuerzo permanente, la honradez y ciertas dosis de suerte (que
había que buscar) aseguraban el bienestar de los ciudadanos y sus familias. Con
un empeño personal calvinista, el funcionamiento de las instituciones de la
democracia y el progreso económico general, el nivel de vida mejoraría poco a
poco y nuestros hijos vivirían mejor que nosotros. Unos, los más favorecidos,
se quedarían con la parte más grande de la tarta, pero a cambio los otros, la
mayoría, tendrían trabajo asegurado, cobrarían salarios crecientes, estarían
protegidos frente a la adversidad y la debilidad, e irían poco a poco hacia
arriba en la escala social. Un porcentaje de esa mayoría, incluso, traspasaría
la frontera social imaginaria y llegaría a formar parte de los de arriba: la
clase media ascendente.
Esto ya no es
así. Ese contrato social ha sido sustituido, por efecto de las transformaciones
citadas, por lo que el sociólogo Robert Merton ha denominado “el efecto Mateo”:
“Al que más tiene, más se le dará, y al que menos tiene se le quitará para
dárselo al que más tiene”. Se inaugura así la era de la desigualdad y se
olvidan las principales lecciones que sacó la humanidad de ese periodo negro de
tres décadas (1914-1945) en las que el mundo padeció tres crisis mayores
perfectamente imbricadas: las dos guerras mundiales y, en el intervalo de
ambas, la Gran Depresión.
El historiador
Tony Judt, entre otros, ha descrito con exactitud (Postguerra) cómo a partir de
lo acontecido en esos 30 años nació otro planeta con distintas normas, ya que
parecía imposible —decenas de millones de muertos después— la vuelta a lo que
habían sido las cosas antes. Se acordaron señas de identidad diferentes,
basadas en la intervención estatal siempre que fuese precisa, y con una nueva
arquitectura institucional que pretendía que nunca más se pudieran repetir las
condiciones políticas, sociales y económicas que habían facilitado los
conflictos generalizados. Hubo un consenso entre las élites políticas (los
partidos), económicas (el empresariado) y sociales (los sindicatos) para
alcanzar la combinación más adecuada entre el Estado y el mercado, con el
objetivo final de que toda práctica política se basara en la búsqueda de la
paz, el pleno empleo y la protección de los más débiles a través del Estado de
bienestar.
Recuerda Judt
que en una cosa todos estaban de acuerdo, aunque hoy sea un concepto obsoleto:
la planificación. Los desastres de las décadas del periodo de entreguerras (las
oportunidades perdidas a partir de 1918; los agujeros ocasionados por el
desempleo, las desigualdades, injusticias e ineficacias generadas por el
capitalismo de laissez-faire que habían hecho caer a muchos en la tentación del
autoritarismo; la descarada indiferencia y arrogancia de la élite gobernante, y
las inconsecuencias de una clase política inadecuada) parecían estar todos
relacionados con el fracaso a la hora de organizar mejor la sociedad: “Para que
la democracia funcionase”, escribe el historiador, “para que recuperase su
atractivo, debía planificarse”. Así se amplió la fe ciudadana en la capacidad
—y no solo en el deber de los Gobiernos— de resolver problemas a gran escala,
movilizando y destinando personas y recursos a fines útiles para la
colectividad.
Quedó claro
que la única estrategia con éxito era aquella que excluía cualquier retorno al
estancamiento económico, la depresión, el proteccionismo y, por encima de todo,
el desempleo. Algo parecido subyacía en la creación del welfare state: la
polarización política había sido consecuencia directa de la depresión económica
y de sus costes sociales. Tanto el fascismo como el comunismo habían
proliferado con la desesperación social, con el enorme abismo de separación
entre ricos y pobres. Para que la democracia se recuperase como tal era preciso
abordar de una vez “la condición de personas” de los ciudadanos.
Estos
elementos seminales del contrato social de la posguerra ya estaban de retirada
antes de 2008. Entonces llegó como un tsunami de naturaleza humana la Gran
Recesión, la cuarta crisis mayor del capitalismo, de la que estos días se cumplen
los 10 primeros años. Sus consecuencias han exacerbado tal crisis y han
regresado con fuerza las dudas entre muchos ciudadanos en la convivencia
pacífica entre un sistema de gobierno democrático y un capitalismo fuertemente
financiarizado: los mercados son ineficientes (el desiderátum de mercado
ineficiente es el mercado de trabajo), y el sistema político, la democracia,
que se legitima corrigiendo los fallos del mercado, no lo hace. Así surge la
desafección respecto a la democracia (el sistema político) y el capitalismo (el
sistema económico).
Una buena
parte de la población ha salido de la Gran Recesión más pobre, más desigual,
mucho más precaria, menos protegida socialmente, más desconfiada (lo que
explica en buena parte la crisis de representación política que asola nuestras
sociedades) y considerando la democracia como un sistema instrumental (somos
demócratas siempre que la democracia resuelva nuestros problemas). Muchos
ciudadanos expresan cotidianamente sus dudas de que los políticos, aquellos a los
que eligen para que los representen en la vida pública, sean capaces de
resolver los problemas colectivos. De cambiar la vida a mejor.
Además de la
ruptura del contrato social tradicional, en la última década se ha aniquilado
el pacto entre generaciones. No se cumple lo que hasta hace unas semanas decía
un anuncio en la radio de una empresa privada de colocaciones: “Si estudias y
te esfuerzas, podrás llegar a lo que quieras”. El historiador Niall Ferguson
escribe que el mayor desafío que afrontan las democracias maduras es el de
restaurar el contrato social entre generaciones, y Jed Bartlet, el presidente
ficticio de EE UU en la serie televisiva El ala oeste de la Casa Blanca,
comenta a su interlocutor: “Debemos dar a nuestros hijos más de lo que recibimos
nosotros”. Este es el sentido progresista de la historia que se ha roto.
El estrago
mayor que ha causado la Gran Recesión en nuestras sociedades ha sido el de
truncar el futuro de una generación. O de más de una generación. Ha reducido
brutalmente las expectativas materiales, y sobre todo emocionales, de muchos
jóvenes que se sienten privados del futuro que se les había prometido. Se ha
actualizado la llamada “curva del Gran Gatsby”, que explica que las
oportunidades de los descendientes de una persona dependen mucho más de la
situación socio¬económica de sus antecesores que del esfuerzo personal propio.
Ello conlleva la transmisión de privilegios más que la igualdad de
oportunidades.
Una joven
envía un tuit que se hace viral, y que se pregunta: “¿Cómo hicieron nuestros
padres para comprar una casa a los 30 años?, ¿eran narcos o qué?”. La Gran
Recesión ha profundizado en los desequilibrios que ya existían antes de ella e
introducido nuevas variables en el modelo; escenarios dominados por la
inseguridad vital, que ya no es solo económica, sino cultural. Muchas personas,
millennials o mayores de 45 años que se han quedado por el camino, sobreviven
en la incertidumbre, la frustración y sin opciones laborales serias; no esperan
grandes cosas del futuro, al que presuponen más amenazas que oportunidades, y
que en buena medida no entienden. Estos jóvenes son los que han sido
calificados como un “proletariado emocional” (José María Lasalle).
El nuevo
contrato social habrá de tener en cuenta las transformaciones citadas y otros
elementos que se han incorporado a las inquietudes centrales del planeta en que
vivimos, como el cambio climático. El objetivo del mismo debería condensarse en
la extensión de la democracia en una doble dirección: ampliar el perímetro de
quienes participan en tomar las decisiones (ciudadanía política y civil) y
extender el ámbito de decisión a los derechos económicos y sociales (ciudadanía
económica) que determinan el bienestar ciudadano.
16 de
septiembre
El País
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