Para asegurar la gobernanza del cambio se
requiere promover la cultura del cambio, apalancada en un nuevo liderazgo que
comparta esa visión y sea capaz de impulsarla con eficiencia.
La historia de América
Latina está salpicada de los fracasos de gobiernos militaristas, autoritarios y
populistas de todo signo, incapaces de manejar crisis económicas y sociales y
que, además de conculcar las libertades públicas han dejado una herencia de
crímenes, deterioro socio económico y corrupción. Por lo anterior, en la región
se impone promover una nueva visión del desarrollo para erradicar las
tentaciones del populismo y el caudillismo y las recurrencias del
neoliberalismo.
Por ello las malas experiencias del pasado y las que aún
persisten en algunos de los países de la región nos señalan que el desarrollo
de América Latina debe sustentarse en un sistema político y económico promotor
del progreso en libertad y con inclusión social y que se fundamente en el
respeto a la dignidad de la persona humana y en el que, a la par que se
entienda la importancia del mercado como motor del crecimiento, se reconozca
igualmente su función esencialmente social, en un marco ético y jurídico que
proteja a los más vulnerables.
Esa nueva visión del
desarrollo con sentido humano -entendido como el desarrollo humano
sustentable-, supone el rechazo a las perversidades del neopopulismo rentista y
clientelar y del neoliberalismo economicista que sólo valora al ser humano en su
capacidad de consumir, de producir y de competir. Por tanto debe ser un modelo
orientado a impulsar el desarrollo productivo, participativo y equitativo, que
no puede estar signado por el materialismo, ni el consumismo, ni el
fundamentalismo del mercado, sino que debe promover, en libertad, la
erradicación de la pobreza, y fomentar la inclusión social y la conciencia
ecológica, no solo como objetivos de justicia, sino igualmente como antídoto
frente al neopopulismo autoritario y estatista que representa la más grave
amenaza antidemocrática del siglo XXI en América Latina. Simultáneamente con el
cambio económico y político -que debe tener como objetivo prioritario erradicar
la pobreza y la exclusión-, se impone el cambio de los patrones culturales
implícitos en esos obstáculos al progreso y que se derivan fundamentalmente de
la herencia cultural hispana.
Para asegurar la gobernanza
del cambio se requiere promover la cultura del cambio, apalancada en un nuevo
liderazgo que comparta esa visión y sea capaz de impulsarla con eficiencia. Se
requiere igualmente el fomento de estructuras de gobierno que descarten el
presidencialismo autoritario, y que faciliten un nuevo estilo de gerenciar el
Estado y de practicar la política. Ello supone fortalecer la democracia y
promover instituciones que incentiven el progreso, con ese liderazgo renovado
que no se conforme con pregonar los principios del pluralismo, la tolerancia y
la alternancia, sino que además combata activamente los abusos antidemocráticos
y autoritarios, defienda las instituciones y sus funcionamiento autónomo,
promueva el respeto a la propiedad privada y su libre disposición, y el derecho
a exigir cuentas de la gestión pública, y valore el reconocimiento del pueblo
como conglomerado de ciudadanos capaces de labrarse su propio destino y no como
súbditos o reclutas manipulados por un caudillo de turno o por una cúpula
castrense.
Supone igualmente, como lo
plantea Douglas North, fortalecer las normas sociales que rigen el correcto
comportamiento humano, tales como los principios éticos y la honestidad en el
desempeño del Estado como promotor del desarrollo, mediante la generación de
incentivos para el crecimiento económico, concentrándose en asegurar la
transparencia en la gestión y en promover un sistema judicial autónomo que
proteja la propiedad privada y garantice la predictibilidad y estabilidad de
las reglas del juego establecidas en la sociedad para dar forma a la
interacción humana.
Es obvio que el cambio
cultural e institucional debe sustentarse en un gran esfuerzo educativo y en la
promoción de principios éticos y morales para lograr una democracia de
ciudadanos y erradicar el maligno germen de la corrupción que ha estado
presente en todos los regímenes autoritarios y populistas. Por tanto se debe
promover, a todos los niveles del sistema educativo y utilizando el enorme
poder divulgativo de los medios de información y comunicación, los principios
éticos y la cultura de los valores del capital social, incorporando la
enseñanza de la ciudadanía, de la solidaridad, de la asociatividad, la
creatividad, el emprendimiento, el comportamiento ético y el sentido de la
excelencia, condiciones fundamentales para lograr una sociedad emprendedora,
equitativa y solidaria, en donde ni el clientelismo ni el populismo puedan
germinar.
Ante las amenazas latentes
contra el sistema democrático que representan el populismo y el déficit de
ética en el accionar político y en la gestión de los asuntos públicos, debemos
concluir estas notas con dos citas que consideramos de gran relevancia como
respuestas a esas preocupantes realidades. La primera de Winston Churchill, en
1947, durante un discurso en Londres en la Cámara de los Comunes en defensa de
la democracia en el que afirmaba: “la democracia es la peor forma de gobierno
excepto cuando se la compara con cualquier otra.” Y la segunda, el duro reclamo
del Papa contra el morbo de la corrupción, cuando en 2015, en el barrio de
Scampia de Nápoles -feudo de la mafia italiana- Francisco severamente advertía:
“La corrupción es sucia y la sociedad corrupta apesta. Un ciudadano que deja
que le invada la corrupción no es cristiano, ¡apesta!”
Director General del CELAUP
Universidad Metropolitana
Twitter: @caratula2000
Facebook.com/celaup
19 de junio de 2017
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