jueves, 29 de junio de 2017

Rescatar la democracia en Venezuela: apuntes para el debate - Jorge Lazo Cividane


Sin adjetivo, la transición puede representar por igual la profundizacion de la tiranía o un proceso de democratización. Un avance o un retroceso, donde el qué suele importar tanto como el cómo. Esa inclinación normativa caracteriza buena parte de los debates sobre las transiciones

La incertidumbre
Una transición es, dicho de la manera más simple, el paso de un régimen político a otro. Es un momento de excepción en el que las reglas o normas que condicionaban la vida política de un país dejan de regir, parcial o totalmente. Un período de enorme incertidumbre, dominado frecuentemente por una dinámica de confrontaciones, negociaciones y pactos, entre quienes resisten el cambio y quienes lo promueven (1). Guiados (partidarios y opositores) por tácticas y estrategias que se adoptan con base en percepciones y preferencias que muchas veces cambian en el curso de la interaccion política, de la lucha por el poder. Las transiciones, además, presentan algunos patrones distintivos dependiendo del contexto histórico en el que se desarrollan: 1970-1980s (tercera ola), 1990s (colapso del comunismo soviético), 2000s y más (las que se produce luego). Y han sido estudidas enfatizando unas veces los factores socioeconómicos y otras el liderazgo, la influencia externa o la fortaleza de la sociedad civil frente al estado y su capacidad de movilización (2). Las transiciones, como es de esperar, no siempre se ajustan a las pautas de los distintos modelos teóricos que intentan explicarlas. Son, en síntesis, contigentes y accidentadas. La famosa “transitología”, lejos de ser una “ciencia de las transiciones”, constituye un dinámico ámbito de investigacion en el que es frecuente encontrar interesantes disputas intelectuales. Un terreno que (como es el estudio de la política en general) suele ser inconclusive (3).
¿Cómo se produce el cambio?
Sin adjetivo, la transición puede representar por igual la profundizacion de la tiranía o un proceso de democratización. Un avance o un retroceso, donde el qué suele importar tanto como el cómo. Esa inclinación normativa caracteriza buena parte de los debates sobre las transiciones. Y frecuentemente hace que los mismos tomen la forma de un (falso) dilema entre “paz o guerra” o “votos o balas”. O que quienes participan en ellas sientan la necesidad de mostrarse particularmente virtuosos y políticamente correctos. Como cuando se impuso entre los líderes de la oposición venezolana aquella fórmula de cambio “democrático, pacífico, constitucional y electoral”. Como si la misma no fuese, implícitamente, una negación de la situacion indeseada que se pretende cambiar (la dictadura). ¿O acaso no es una cualidad de la democracia (tal vez la mayor) el que los cambios se produzcan de manera “democrática, pacífica, constitucional y electoral”? Confundir los fines (democracia, restablecimiento de la Constitución y el estado de derecho) con los medios (elecciones sin violencia) resulta fatal en toda estrategia. Tanto como ingenuamente pensar que si hay “votos” no habrá “balas”, cuando la experiencia histórica muestra que en todas las transiciones demócraticas siempre, al final, hay “votos” sin que por ello, necesariamente y en todos los casos, deje de haber “balas”. En sentido literal o metafórico (es decir, disuadiendo a través de la amenaza del uso de la fuerza).
La inmensa mayoría de los venezolanos perseguimos el mismo objetivo: rescatar la democracia. Pero nos cuestionamos sobre cómo lograrlo (los medios). Y como “ningún hombre es tan desprovisto de razón para preferir la guerra a la paz” (Heródoto), quisiéramos naturalmente lograrlo de manera “pacífica y electoral”. ¿Es posible? La respuesta es sí. Al menos para una parte de la literatura politológica. Pero ese “sí” es en verdad condicional (si…). Depende. No sólo de las estrategias y tácticas de los actores, sino también del tipo de régimen que se trata de sustituir. Roessler y Howard (2009) analizan, por ejemplo, qué tipos de regímenes son más suceptibles de experimentar una transición democrática mediante elecciones. Ellos distinguen y estudian cinco tipos regímenes: autoritarismo cerrado, autoritarismo hegemónico, autoritarismo competitivo, democracia electoral y democracia liberal (4).
En términos de cambio político y con base en el nivel de apertura para la participación y la competencia electoral, su análisis establece (resumiendo bastante) lo siguiente: en general, los regímenes más autoritarios (autoritarismos cerrados o hegemónicos) son bastante estables (aunque más el primero que el segundo). Al igual que las democracias, sean liberales (elecciones libres y transparentes más estado de derecho) o electorales (elecciones libres y transparentes, pero frágil estado de derecho y bajos niveles de governanza). El más volatil de los regímenes es, en consecuencia, el autoritarismo competitivo. Una categoría, por cierto, que ellos mismos califican de residual. Es decir, para casos que no satisfacen los criterios de las otras categorías y que, en el fondo, representan autoritarismos “volátiles e inestables”. En otras palabras, son regímenes que no disponen de los recursos suficientes para acabar de forma permanente con la “amenaza electoral”. E intentan, por ello, simplemente sobrevivir, utilizando el ventajismo, el fraude y la represión, pero respetando la regularidad de los procesos electorales y tolerando un mayor nivel de pluralismo.
El que casi la mitad de las elecciones conlleve a un cambio de régimen ilustra bien la volatilidad de los autoritarismos competitivos. No obstante, ello no quiere decir que el cambio que las elecciones produce sea en una sola dirección. Por el contrario, unas veces el cambio transforma el régimen en una democracia electoral (32%) y otras en un autoritarismo hegemónico (19%). Que se oriente en una dirección u otra depede, en parte, de que la coalición opositora se mantenga unida (aumentando los costos asociados al fraude y el uso de la fuerza y, en consecuencia, disuadiendo al regímen de su uso), o de que por alguna razon (muerte, abandono del cargo, etc.) se produzca un cambio en la jefatura del Estado que afecta el funcionamiento del aparato clientelar e impulsa a una parte de la élite a la defeccion (5).
¿Dónde ubicar a Maduro?
La respuesta no me parece evidente. Al régimen de Hugo Chávez (1998-2013) se le solía considerar un autoritarismo competitivo (6). Y aunque en muchas formas Maduro puede ser visto como la continuación de aquél, algunas diferencias se imponen. El régimen de Maduro, desde mi punto de vista, fue inicialmente un autoritarismo competitivo. Pero hoy claramente muta en un intento por mantenerse en el poder. De competitivo va (o prentende) convertirse en hegemónico, como inevitable consecuencia de: 1)la pérdida de las bases tradicionales que sostuvieron al chavismo en el poder hasta la muerte de Chávez y 2) la creciente percepción de que las restricciones actuales a la competencia electoral son insuficientes para evitar un cambio político en futuros procesos electorales. Si para el régimen había alguna duda sobre la imposibilidad de seguir jugando con las antiguas reglas, la pérdida de la mayoría parlamentaria tras las elecciones del 6 de diciembre de 2015 la despejó.
El éxito del modelo de dominación chavista se basó en: a) el liderazgo carismático de Hugo Chávez, b) la condición de mayoría electoral del chavismo, c) los ingentes recursos fiscales que permitieron financiar un enorme aparato clientelar a través de las llamadas “misiones” y el crecimiento brutal de la burocracia estatal y d) el control sobre el aparato represivo del Estado, particularmente sobre las fuerzas armadas. Esta última es la única de las cuatro bases que sostiene al régimen en la actualidad (aunque sufriendo, sin duda, el progresivo desagaste que produce el derrumbe de las otras tres).
El continuo uso de la represión, cada vez más indiscriminada y a mayor escala. La violación de los calendarios electorales. La adición de nuevas y arbitrarias exigencias a los partidos políticos, limitando de modo creciente su capacidad de competir electoralmente. El aumento de la censura y los intentos por limitar formas alternativas de comunicación a través de plataformas tecnólogicas. En definitiva, el nivel y la frecuencia con que Nicolás Maduro utiliza instrumentos represivos de los que Hugo Chávez se sirvió con muchísima más prudencia y moderación evidencia, a mi juicio, el cambio. Una mutación que apunta, como ya dije, a la creación de condiciones que garanticen el que la oposicion (siendo mayoría) participe, pero no gane (uno de los criterios centrales para que Roessler y Howard clafiquen un caso como autoritarismo hegemónico). El régimen de Maduro, en otras palabras, se hace cada vez menos “competitivo” y más “hegemónico”. Y aunque no fuese aún propiamente un autoritarismo hegemónico, en los hechos ha dejado de ser un autoritarismo competitivo. Si eso es así, una transición “electoral y pacífica” en Venezuela no sería imposible, pero nos va a resultar más difícil y complicada.
Aprender de otras histórias
Hay tres transiciones democráticas a las que me quisiera referir brevemente. Me parece que ellas iluminan importantes aspectos del proceso de cambio que pueden ser útiles conocer y considerar. Son los casos de Filipinas (1986), Indonesia (1998) y Chile (1990). Los tres casos tienen en común que la transición se produjo: 1) en medio de grandes movilizaciones, 2) en un contexto de dificultades económicas y 3) acompañadas de una fractura en la coalición de gobierno que llevó a la conformación de una alianza entre moderados de ambos lados. Todo ello, sazonado por 4) un contexto internacional favorable al cambio democrático.
En los casos de Filipinas e Indonesia, la fractura se produce a partir de defecciones de “último minuto”, protagonizadas por miembros de la coalición gobernante que hasta ese momento eran prácticamente “indistinguibles” de aquellos otros miembros de la cúpula considerados “de línea dura”, tanto desde el punto de vista político como ideológico (7). En los 3 casos, además, las fuerzas armadas tuvieron un rol fundamental en el fin de la dictadura, a pesar del fuerte nexo que las unía a ella. Bien sea mediante la aquiescencia frente al cambio (Indonesia), la participación directa en el mismo (Filipinas) o la presión interna para su aceptación (Chile). En el caso chileno es conocida, aunque a veces olvidada, la tensión que se vivió la noche del plesbicito entre miembros de la Junta y que desembocó en la aceptación de los resultados adversos (8). “Las fuerzas armadas -cabría recordar- son el espejo de la sociedad y sufren todos sus padecimientos, normalmente a una temperatura más elevada” (Trotski).
Menos conocido, seguramente, es el impacto que tuvo la estrategia militar adoptada por del Partido Comunista de Chile luego del primer plebiscito (1980). No obstante su fracaso, las acciones violentas del Frente Patriótico Manuel Rodriguez (algunas de ellas de carácter terrorista) contribuyeron paradójicamente a cambiar la actitud de Washington hacia el régimen de Pinochet. Y a crear condiciones para el surgimiento de una alianza entre moderados de la oposición y de la dictadura. Todo ello con el fin de evitar, a través de una transición controlada, la posibilidad de una guerra civil o el desencadenamiento de un proceso revolucionario similar a los que se vivían entonces en algunos países centroamericanos (9). En consecuencia, la “amenza revolucionaria” representada por las acciones violentas de la extrema izquierda, el estacamiento económico y el ambiente de inestabilidad política y social que las movilizaciones populares produjo minó la legitimidad del régimen de Pinochet, dejándolo al mismo tiempo sin base ideológica, sin razón de ser. Asimismo, la utilización de las fuerzas armadas para complementar el esfuerzo represivo de los carabineros fue creando tensiones en el cuerpo de oficiales, muchos de los cuales (particularmente los más jóvenes) comenzaron a cuestionar “el buen juicio” del general al oponerse a una transición necesaria. Convergieron todas esas fuerzas y hubo entonces en Chile una salida “pacífica y electoral”. Aunque, como se ve, no exenta de tensiones, episodios de violencia y grandes peligros.
¿Qué nos falta?
Venezuela padece una muy profunda crisis económica y humanitaria. Aunque su impacto no sea equitativo, esa crisis nos afecta a todos. Y a todo, incluyendo el aparato clientelar del régimen. Las movilizaciones recurrentes, masivas y pacíficas hacen cada vez más costosa la represión, al tiempo que van aislando internacionalmente al régimen y le alienan apoyos internos, incluyendo en el seno de las fuerzas armadas. Más aún cuando parte de la brutal represión ordenada por el régimen la realizan bandas paramilitares cuya existencia cuestiona la razón de ser de los cuerpos de seguridad del Estado y los componentes militares. Nicolás Maduro está al frente de un gobierno que la inmensa mayoría de los venezolanos repudia. Se enfrenta a una oposición unida y determinada. Maduro dirige un régimen que actúa fuera de la ley y carece de legitimidad. Se encuentra en una situación precaria. ¿Qué falta para su caída? Más presión (interna y externa). Hasta que las contradicciones del régimen produzcan esa fractura que permita materializar el cambio político que el país pide y necesita. Esa fractura (y el subsecuente cambio) terminará produciéndose. Mucho dolor, sin embargo, podríamos ahorrarnos si algunos de los miembros de la cúpula del régimen identificaran la ventana de oportunidades que la transición representa y el costo creciente que supone resistirla y obstaculizarla. Los buenos políticos (y también los buenos militares) saben identificar el momento. “En política -decía Napoleon- siempre hay que anticipar los eventos”.
Notas:
1. O’Donnell, G. A. and Schmitter, P. C. (1986). Tentative conclusions about uncertain democracies. Woodrow Wilson International Center for Scholars. Latin American Program. Véase también, Khachaturian, R (2014) “Uncertain Knowledge and Democratic Transitions: Revisiting O’Donnell and Schmitter’s Tentative Conclusions about Uncertain Democracies”. Polity, Vol. 47, No. 1.
2. Stoner, K, Diamond, L. y McFaul, M (2013) “Transitional Successes and Failures: The International-Domestic Nexus”, en Stoner, K. y McFaul, M (editor) Transitions to Democracy: A Comparative Perspective. (Baltimore: Johns Hopkins University Press).
3. Schmitter, P. C. (2010) “Micro-foundations for the Science(s) of Politics. The 2009 Johan Skytte Prize Lecture”. Scandinavian Political Studies. Vol. 33 No. 3. p. 329
4. Roessler, P. G. and Howard, M. M. (2009) “Post-Cold War Political Regimes When Do Elections Matter?”, en Lindberg, S. I. (editor) Democratization by elections: a new mode of transition. The Johns Hopkins University Press. Baltimore, Maryland.
5. Roessler y Howard, p. 122.
6. Levitsky, Steven and Loxton, James (2013) “Populism and competitive authoritarianism in the Andes”. Democratization, 20:1, p. 107-136. p.123
7. Fukuoka, Y (2015) “Who brought down the dictator? A critical reassessment of so-called ‘People power’ revolutions in the Philippines and Indonesia”. The Pacific Review, February, p.1-23
8. En este enlace puede leerse un documento desclasificado por el gobierno de los EE.UU que describe lo sucedido: http://nsarchive.gwu.edu/NSAEBB/NSAEBB413/docs/nodiajuntameeting.pdf
9. Figueroa Clark, V. (2015) “The Forgotten History of the Chilean Transition: Armed Resistance Against Pinochet and US Policy towards Chile in the 1980s”. Journal of Latin American Studies, Vol. 47 (3), p. 491-520.
Jorge Lazo Cividane es politólogo y venezolano, profesor de la Universidad de Ottawa, Canada.

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