miércoles, 26 de abril de 2017

La crisis política venezolana entra en una nueva fase - artículos de Tomás Straka y Luis Enrique Pérez Oramas

Opositores se concentraron en la autopista Francisco Fajardo en el Plantón Nacional convocado por la MUD el 24 de abril. Fotografía de Andrés Kerese
Abril 2017 en Venezuela: ¿qué es lo que está pasando?
Tomás Straka | 25 de abril, 2017

Se escriben estas notas cuando acaba de levantarse el Plantón y se ha convocado a una nueva marcha para dentro de dos días, dejando en el medio uno de descanso. Es decir, resulta imposible saber exactamente en dónde estamos parados. Los acontecimientos son tantos, y tan acelerados, que cualquier opinión corre el riesgo de ser apresurada. La malhadada Sentencia 156, la imagen de Julio Borges rompiéndola ante las cámaras, la lluvia de huevos y otros objetos sobre Nicolás Maduro en San Félix, parecen ya hechos remotos. Incluso la señora parada frente a la tanqueta y el manifestante desnudo han sido desplazados en nuestra atención por los saqueos, los colectivos y los muertos, cada vez más muertos. Todo indica que el conflicto seguirá sin que sea posible predecir el tiempo y sobre todo el modo de su final. Pero no por eso hay que eludir el esfuerzo de ver algunas cosas en perspectiva y tratar de determinar qué es lo que está pasando.
Tal vez, como ya han hecho analistas como Luis Vicente León y sobre todo Rafael Uzcátegui en un iluminador artículo aparecido en lapatilla.com, lo primero es ver qué hay de distinto en estos acontecimientos. Estamos en abril, pero no en el de 2002; como tampoco es febrero de 2014 ni en muchas cosas nada de lo vivido antes. Hay elementos de continuidad, pero hay novedades importantes. De hecho, en buena medida lo que se abrió en 2002 parece estarse cerrando en este abril de 2017.
La primera novedad es, digamos, estructural. Viéndolo en términos más amplios, lo que está en crisis no es el gobierno de Maduro, sino el sistema político que se estructuró hacia 2007, cuando Hugo Chávez, después de derrotar a sus oponentes en una serie de trances (el golpe de 2002, el paro de 2003, el revocatorio de 2004, las elecciones de 2006), promulgó el Estado socialista. El funcionamiento de ese sistema no está del todo definido (¿autoritarismo competitivo, Estado cuartel, democracia mayoritaria, socialismo pretoriano, un poco de cada cosa?), pero más o menos puede decirse que consistió en un régimen estructurado en torno al personalismo de Chávez, apuntalado por la legitimidad de los votos y respaldado por el control del Ejército. Discrecionalmente repartía la enorme renta petrolera, para garantizar el apoyo de ambos sectores, con ayudas a los pobres y participación en la amplia economía estatal a los militares. En una palabra, el modelo ceresoleano Caudillo-Pueblo-Ejército para construir el socialismo, cosa en la que Chávez se aplicó en serio estatizando gran parte de la economía. Los hechos de 2002 le dieron el control pleno de la renta y del Ejército, a lo que se sumó el enorme boom petrolero a partir de 2003. El punto es que poco queda de aquello: el Caudillo murió, los petrodólares escasean, el modelo socialista ha sido un desastre y según todas las encuestas el 80% del pueblo está en contra de los herederos en el poder. Parece quedar sólo el Ejército y el control de la renta, por disminuida que sea. Eso sí, tener las armas y el dinero no es poca cosa.
En este sentido, hay que entender que las protestas no son sólo contra un Gobierno muy malo, sino contra un sistema con una intrincada red de intereses que no tiene cómo sostenerse por la vía electoral, como quedó claramente demostrado en su enorme derrota electoral de 2015, y que ha decidido hacerlo de cualquier manera. El panorama es el de una élite que tiene el control del Estado en contra de la voluntad popular y a la que parecía irle saliéndole bien la jugada hasta que el mal paso de la sentencia desató la presión internacional y la protesta popular. A diferencia de 2002, cuando Chávez era el bueno de la película; y de forma aún más acusada que en 2014, la opinión mundial ve al Gobierno como la dictadura y a la oposición como la que lucha por la libertad. En 2014 el #SOSVenezuela se hizo viral, con apoyos de Madonna, Cher, Rihanna y otras celebridades a las protestas en Venezuela. Hoy el apoyo moral está en los gobiernos, sobre todo los de la región que han dejado de ser aliados incondicionales del chavismo, y muchos organismos multilaterales. Maduro es comparado con Kim Jong-un y Mugabe.
La segunda es que lo anunciado en todas las encuestas se ha demostrado en la calle. Para cierta narrativa, el hecho de que la oposición haya sido fundamentalmente de clase media resolvía una visión simplista de lucha de clases, de “la oligarquía reaccionando contra una revolución que le disputa los privilegios”. Por supuesto, no es que no hubo de eso. La imagen de un empresario derogando todos los poderes, autoproclamándose presidente y rodeado de la vieja élite ayudó mucho a hacerla verosímil; pero encerrar a toda la oposición en el mismo saco ocultaba la existencia de otros grupos y motivaciones, así como, muy importante, sus argumentos, la mayor parte de los cuales probaron ser ciertos: en efecto la democracia estaba en peligro y el modelo llevaría al país a la bancarrota. Hoy, las imágenes son otras. Las protestas en el Oeste de Caracas, considerado coto del chavismo; así como su multiplicación a sitios impensables hasta hace poco (barrios y pueblos en los Llanos, Delta Amacuro, en la Perijá), demuestran que el descontento es mayoritario y de arraigo popular.
La tercera y acaso la más preocupante, es que la protesta política se empalmó con la social. El Observatorio Venezolano de Conflictividad Social ha venido señalando un aumento continuo de las protestas en los últimos años. Pero hasta ahora no se había conectado este descontento por la escasez, la deficiencia en los servicios y la inseguridad con la oposición política al régimen. Al menos no, de forma amplia, en los sectores populares. Los sucesos en Cumaná y Ciudad Bolívar en junio y diciembre de 2016, fueron los dos primeros estallidos sociales lo suficientemente grandes como para romper el control del Estado en una ciudad importante. Y una advertencia que hay que atender con cuidado. Cuando en el contexto de las actuales protestas se han escenificado saqueos y expresiones de rechazo al Gobierno en áreas tan populares como San Félix y El Valle, podemos calcular hasta dónde el descontento popular ya se manifiesta políticamente, como tal vez no ha ocurrido desde finales de la década de 1990.
Estamos, como se ve, en otro momento. El cierre de un ciclo y acaso el nacimiento de otro, aún no sabemos cuál. Ojalá los venezolanos podamos construir la solución de la manera menos traumática posible. Lo mejor de nuestro esfuerzo y de nuestro talento debemos dedicarlo a eso.

La dictadura sí tiene nombre
Luis Enrique Pérez Oramas | 24 de abril, 2017

Fotografía de Giovanna Mascetti.

Hace apenas unos días, aquí en Prodavinci, argumentaba yo que la dictadura venezolana carecía de nombre. Argumentaba, más concretamente, que el manejo intencional de la legalidad como un espacio ambiguo, hasta transformarlo en un abismo vacío y puramente formal donde sólo anida la injusticia y la violencia, contribuía a que el mundo tuviese grandes dificultades en identificar al régimen chavista, y a su sucesor designado, como encarnaciones precisas de una dictadura.

La realidad se ha ocupado de hacer añicos mis palabras. Sigue siendo verdad que el gobierno venezolano se enmascara detrás de tecnicismos legales, pero ahora es claro que su formalismo solo sirve para desencadenar la furia de la violencia y la violación de los más elementales derechos ciudadanos. Ya el mundo sabe que la constitución venezolana, de la que sólo queda en pié una imagen maltrecha, es sólo pretexto de trasvestismo político para que se disfracen de ángeles legales quienes ultrajan la ley, mientras tratan de esconder sus crímenes contra el cuerpo social e institucional de la nación. Es así que el Defensor del Pueblo puede llegar a considerar que no hubo falta grave en la sentencia de la Corte que interrumpió el orden constitucional, según afirmó en la cadena CNN recientemente, ofreciendo como argumento que “el Consejo Moral no lo consideró una falta grave”.
Ya sabemos lo que vale la persona humana y lo que vale el pueblo para este gobierno, para Nicolás Maduro y para el hermano de Hugo Chávez, ministro de cultura y por lo tanto oxímoron político, cuando divulgan, en sus medios, al lado de la imagen de los ciudadanos que escapan de la asfixia lacrimógena a través de la cloaca de Caracas, el lema de al Guaire lo que es del Guaire.

Ya sabemos cuánto le interesa entonces a este régimen la libertad, la salud o la vida: le interesa tanto como le interesan sus propios excrementos. El tema es serio y lleva su carga de jurisprudencia filosófica. Dominique Laporte escribió a fines de los años 70 un libro fascinante, lectura obligada para quienes se interesen por la vinculación del cuerpo humano y la política, por la biopolítica, titulado simplemente Historia de la mierda. Allí se nos recuerda que el Estado moderno surge, entre otras cosas, al instituir para el excremento humano el espacio de lo privado. Es decir, en pocas palabras, según escribe Laporte: “El Estado es la cloaca, y no solamente porque vomita desde su boca devoradora la ley divina sino porque instituye la ley de lo propio encima de sus cloacas”.
Tanto hemos debatido en nuestras bizantinas discusiones el tema del Estado moderno en Venezuela, y hoy sabemos con ardor de agonía y rabia, en este día del silencio por quienes caen injustamente, que el Estado en Venezuela no es moderno, tal como lo denuncia su incapacidad para construirnos cloacas. El Guaire al descampado que atraviesa nuestra ciudad es prueba elocuente de lo que afirmo. Pero la imagen épica de la semana, aquella de los ciudadanos que escapan de la violencia del Estado atravesando la cloaca del río es también la confirmación elocuente de la vinculación genética entre gobierno y cloaca.
Hoy sabemos que la dictadura chavista ha alcanzado su nombre: es una dictadura fecal. Sus dirigentes, el brazo sicarial de la sociedad que los defiende y la fuerza armada que los proteje mientras reprime avorgonzantemente al pueblo pacífico en su protesta, son restos intestinales de la historia. Dominique Laporte ofrece en su libro un capítulo particularmente interesante sobre la obscenidad del tirano:
“Para que los miembros (de la sociedad) hagan cuerpo con la sede del Estado de conquista (…) sólo se requiere que este se asegure el control de los orificios, que sea prevenido de que no defecaremos fuera ni de otra forma sino según los códigos –del amo, del que sabe, y notablemente de aquel que sabe contenerse”
Es curioso que la dictadura haya alcanzado a revelarse obligándonos a nosotros –sus sujetos, ilegalmente– a oler nuestra propia mierda. Esto tampoco es novedad en la jurisprudencia histórica de los gobiernos tiránicos. “Para el gobierno del aprendizaje esfincterial del cuerpo social, el Estado (que es, recordamos, según el filósofo, sinónimo de cloaca) insiste al invitar a sus sujetos a oler. Se conduce como el educador ‘obsceno y feroz’ que castiga la incontinencia del niño haciéndole husmear sus excreta, o peor. De allí la nueva experiencia del olfato que toma sus impulsos, históricamente, en presencia del Estado fuerte. El olor deviene lo innombrable y lo bello todo aquello que se fundamenta en la eliminación del olor, concomitante con el proceso de individuación del desecho, de su instauración en la esfera de lo privado.”

El advenimiento del Estado moderno puede resumirse entonces a través del pasaje del stercus –el estiércol que invade el espacio público– a los excreta –los excrementos como cosa privada–. Tal es, argumenta el filósofo de la mierda, el punto de inflexión en el que identificamos el nacimiento del Estado moderno.

Es muy importante entender entonces, cuando todos estamos en el Guaire, cuando somos todos los venezolanos quienes atravesamos sus fétidas aguas, literal e históricamente, que ese punto de inflexión no logró realizarse nunca en nuestro país. Más aún: lo poco que se logró retorna, inexorablemente, con su fetidez inconfundible, a una fase que antecede a la existencia de un Estado legítimo, en la cual la escena pública, toda ella, se asemeja al stercus.

Resulta que un inmenso escritor de nuestro tiempo, el autor del legendario diario de guerra titulado Tumba para 500.000 soldados, Pierre Guyotat, solía decir lo siguiente: “Confieso que al preferir la mierda pública a la mierda privada no hago más que oponerle al totalitarismo del Estado un totalitarismo de la mierda.”

Venezuela atraviesa ese momento: un momento sin retorno. Todos estamos por lo tanto en medio del río putrefacto. Todos estamos atravesando el Guaire. Puede ser que esa ausencia de retorno, esa travesía, se traduzca en una guerra civil a baja intensidad, o puede ser que los abscesos purulentos provocados por la dictadura, que sí tiene nombre, sigan brutalmente haciendo explosión en nuestra cara. El gobierno, como una hiena, se alimenta de la confusión que ha sembrado, de la censura que ha impuesto, de la violencia que disemina. La institución armada, eunuca, ha permitido que el monopolio de la fuerza se le escape. Lo ha hecho por complicidad y por miedo: el fuego que está en otras manos es sólo fuego de muerte, escueto de justicia, es decir, fuego letal, y también fecal, público estiércol que no cesará de devolverse hacia quienes deberían haber detentado, en el marco del imperio de la ley, el monopolio de la fuerza. Tal es el abismo preciso ante el cual nos encontramos.
Todos sabemos que podemos, en esta hora, evitarlo: restaurando la república, instaurando las competencias plenas de los representantes del pueblo legítimamente electos, designando autoridades electorales y judiciales competentes y objetivas, convocando a elecciones generales, decretando una amnistía que alcance a todos los presos políticos. Sólo esas decisiones harán posible que el país se calme y se encamine por una senda, aunque plena de escollos, esperanzadora.
En nombre de la comunidad cultural hemos puesto a circular todas estas peticiones en un documento que quiere ser de todos. En él argumentamos que cuando la ley no existe, porque ha sido absolutamente violada y es por lo tanto inservible para regular la convivencia, permanece sólo en medio de nosotros como un espantapájaros. Contra ese muñecón desfigurado nos resta apenas el recurso de invocar, y de colocarnos bajo la advocación de la legitimidad política.

El régimen chavista ha dejado a Venezuela al descampado. La legitimidad está, por lo tanto, sólo en la calle, navegando las aguas sucias que han desbordado sobre nosotros. Pueda la libertad, la democracia, la república resurgir de ese Ponto oscuro donde se encuentra, con precisión aterradora y a pesar de la fetidez de la historia, hoy, lo mejor de Venezuela.

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