Cada 23 de abril se celebra en todo el planeta el ‘Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor’ desde que se acordó en 28ª reunión de la UNESCO, celebrada en París entre el 25 de octubre y 16 de noviembre de 1995, que así fuera. Los argumentos aportados por la organización dedicada al fomento de la Educación, la Ciencia y la Cultura, perteneciente a la ONU fue (según dicta el punto 3.18 de la resolución allí acordada) porque el 23 de abril de 1616 coincidieron los decesos de Miguel de Cervantes, William Shakespeare e Inca Garcilaso de la Vega.
Pero curiosamente, el creer que en esa fecha exacta fallecieron tres de los literatos más insignes y universales tanto de la lengua española como de la inglesa, ha sido un error que se lleva cometiendo desde hace muchísimo tiempo.
Por un lado, demostrado ha quedado que Miguel de Cervantes Saavedra no murió un 23 de abril, sino el día anterior, pero durante largo tiempo figuró esa fecha debido a que por aquella época era costumbre consignar como fecha del fallecimiento la del entierro, en este caso el día después de haber expirado. Y así figura en el registro del ‘libro de difuntos’ en el archivo parroquial de la iglesia de San Sebastián en la madrileña calle de Atocha (libro 4º folio 270).
Por otra parte también nos encontramos con el reiterado error de situar el fallecimiento de William Shakespeare en el 23 de abril de 1616, pero esta es una verdad a medias, debido a que esa fecha estaba regida por el calendario juliano, utilizado por aquel entonces en Inglaterra y si tuviésemos que cuadrarlo con nuestro calendario (calendario gregoriano) resulta que el escritor inglés había fallecido once días más tarde: el 3 de mayo.
Por último, nos queda el escritor de origen peruano Inca Garcilaso de la Vega de quien también se dice que falleció el 23 de abril de 1616, pero son muchos los expertos e historiadores que indican que no se puede saber la fecha exacta, debido a que existen inscripciones en el que aparece la fecha 22 de abril, otras el 23 e incluso alguna del 24, por lo que es muy difícil constatar cuál fue el día exacto (posiblemente, al igual que el caso de Cervantes, fallecido el 22 y enterrado el 23 o incluso fallecido el 23 y enterrado el 24).
De todos modos, y a pesar de no coincidir realmente las fechas, se decidió que el 23 de abril debía seguir siendo el declarado ‘Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor’ que viene celebrándose anualmente.
Cabe destacar que, mucho antes de ser declarado por la UNESCO a nivel mundial, el 23 de abril ya se celebraba en España el Día del Libro, desde que comenzase a realizarse en Barcelona gracias a una iniciativa llevada a cabo por el escritor Vicent Clavel Andrés.
20 Minutos
EL LIBRO EN LA ERA DEL CONSUMO
Diego Doncel
Día Internacional del Libro • 23 de abril de 2017
Plan de Fomento de la Lectura en Extremadura
Malasaña, el barrio en el que vivo en Madrid, es un libro ilustrado por grafiteros, modernos de la última modernidad, gastronomía cosmopolita, tiendas de ropa alternativa con un leve aire londinense y bares diseñados según los cánones de los folletos turísticos. Malasaña es un gran centro comercial, pero donde se ejerce el derecho de admisión. Por eso no hay viejos, ni niños, ni gente de barrio. Su pasado de movidas, de música de los 80, de calles heroinómanas, es solo un souvenir. La rebeldía ahora, la transgresión se hace según las estrictas leyes del mercado. La cultura solo consiste en llegar a un determinado nivel de éxito.
Porque en Malasaña, lo que no es comercio no existe, no tiene realidad. Tal vez sea el signo de nuestra época. Estoy sentado en un bar de la plaza del Dos de Mayo. En un rincón donde vengo a curarme de mis naufragios diarios y de las heridas de este tiempo. Es mi sitio favorito para pensar, para pensar entre la gente, no aislado de ella. Para escribir algunas cosas sobre la vida y sobre la literatura, los dos destinos, las dos pasiones a las que irremediablemente estoy condenado. Estoy sentado en un bar de la plaza del Dos de Mayo y pienso en esta Malasaña que se ha convertido en McLasaña, en esta generación mía que está viendo hasta qué punto el sistema capitalista ya no es una mera estructura económica, una compleja maquinaria social, sino algo que hemos interiorizado y ordena nuestra psicología, nuestra forma de existencia, nuestros gustos, nuestros afectos, nuestra mirada sobre las cosas.
La economía es el método, dijo aquella gran pensadora que fue Margaret Thatcher; el objetivo es cambiar el alma. Estoy sentado en este rincón de McLasaña y pienso hasta qué punto la cultura, la literatura de este tiempo, se ha contaminado de esa lógica. Hasta qué punto al combatir el riesgo, la aventura, al asistir a una disolución de categorías tales como lo sublime, la originalidad o la transcendencia, hemos allanado el camino para que no importe la calidad de un libro, sino su impacto en el mercado, es decir, su número de ventas. Hasta qué punto la literatura ha tenido que reducir sus ambiciones: cambiar el conocimiento por el entretenimiento, obedecer a gustos y criterios que pudieran ser admitidos por una amplia masa de lectores, por un gusto y unos criterios que complacen más que perturban.
El libro ya no importa como elemento transgresor, capaz de ejercer una crítica no solo a la propia institución literaria, sino al sistema político y cultural que está detrás. En el éxtasis del mercado, el libro que asume el riesgo, la investigación lingüística, los nuevos modos de narrar o de poetizar, es visto como impertinente, como trasnochado o como viejo. El trasnochado Faulkner, el viejo Vallejo, el impertinente e inaguantable Joyce. A la plaza han llegado mis mendigos, mis okupas, algunos chicos que hicieron un mal viaje con las pastillas; llegan también todas mis novias platónicas e imaginarias. ¿Cómo sería el libro de McLasaña? ¿Cómo debería escribirse sobre este lugar? En mi libreta, solo soy capaz de apuntar fragmentos de vidas: la vida del joven ejecutivo, la de la pobre prostituta china que espera en un prostíbulo ilegal, la del empresario del ocio nocturno que corrompe a las autoridades…
Fragmentos de vidas puestas sobre el tapete de la página, la simultaneidad entre la belleza y la monstruosidad, entre el brillo del neón nocturno y la miseria. Hemos construido un mundo mecanicista y sin alma, una nueva cosmovisión. Al colocar en el centro de ese mundo la economía y el dinero, hemos creado una forma de vida en la que solo está presente esa mecánica brutal del beneficio o de la rentabilidad, no el alma o el sentimiento de la gente. El alma o el sentimiento son una superstición. La gente, un espacio de consumo.
El libro, que es el espejo en el que mejor podemos ver los diferentes rostros del hombre a lo largo de estos siglos de civilización, forma también parte de esta enorme sociedad del espectáculo. La crítica que se hizo a principios de los años 80 a la vanguardia es el momento en el que esta cosmovisión empieza a tomar cuerpo. Al eliminar el elemento crítico, se inicia un ocaso de las ideologías: no hay un sistema político ni un sistema social más allá del que nos dan estas democracias 2.0. Por eso, en la cultura el repliegue hacia formas tradicionales y conservadoras no deja de avanzar. Por eso, en literatura se abandona la ambición de una literatura mayor por una literatura adaptada a los canales de consumo.
Nunca antes el best seller había gozado de tanto prestigio académico, nunca antes el best seller había sido tan aceptado por la crítica. La jerarquía, entonces, entre alta cultura y literatura de consumo se he hecho demasiado porosa, tan porosa que ha habido quien ha confundido el papel de ambas. Hasta tal punto ha existido esa confusión que, para algunos, la literatura de masas y los autores de masas son los que dan el tono de esta época.
Para escribir un libro sobre McLasaña, tal vez tendría que tener en cuenta que la soledad es la mayor epidemia de este barrio. Miles de personas, siempre jóvenes, viviendo en apartamentos. Bloques enteros llenos de seres solitarios que se comunican a través de las redes sociales. No es extraño, por eso, que McLasaña sea el lugar de Occidente donde, por metro cuadrado, más chicos o más chicas se encuentran bebiendo solos en la barra de un bar. En la época del consumo, la escritura de un libro pierde su carácter de creación y adquiere un carácter al que llamaría “industrial”, es decir, una escritura proyectada únicamente para satisfacer el ocio y los gustos populares. Este sentido industrial hace que el libro vaya perdiendo su carácter de aventura estética, su carácter de viaje al fondo del corazón del hombre, de viaje a la complejidad de la vida.
El desprestigio tiene que ver entonces con convertirse en un objeto estéticamente limitado, emocionalmente plano, estilísticamente insulso. No hay ninguna aventura de sentido, ninguna aventura espiritual, ninguna aventura del lenguaje. No se aspira a ser original, a crear algo nuevo. Se repiten fórmulas, se acepta el principio de realidad más tópico. El libro no sirve para problematizar, para abrir una crítica, sino para avalar un sistema.
El libro industrial tiene valor en tanto sea una mercancía lista para ser consumida por las masas. En el libro lo importante es ser; en el libro industrial lo importante es aparecer, exhibirse. Exhibirse, ese es un verbo apropiado para un lugar como McLasaña. Como ocurre en estos espacios urbanos que son centros comerciales y de ocio, la exhibición es ubicua, permanente, casi una forma de vida. La abundancia del sapiens exhibiendo moda, diseño o cultura posee un valor antropológico de igual dimensión a cuando golpeó dos piedras para obtener fuego. Sin embargo, aquí el fuego es el logotipo de una marca comercial prestigiosa.
Otro fenómeno igualmente transcendente para el libro es la “popularización” o banalización del hecho de ser escritor. Si la literatura se ha hecho popular y de consumo, si ya la calidad es una superstición frente al valor de la rentabilidad, la tarea del escritor se reduce a un hábil constructor de historias proyectadas hacia el entretenimiento.
Desde los altavoces neoliberales se nos dice que el escritor no debe tener ideología, no debe aspirar a influir en la sociedad, debe perder su carácter de pensar nuestro mundo. Escribe solo para crear ocio, no aspira a tener lectores sino público, aspira a aparecer en los medios de comunicación tanto analógicos como digitales. Es el escritor-Me gusta, incluso el escritor que, en su versión culta, viene a ser La Gran Sorpresa de la Temporada. El sol se va poniendo en los tejados de la plaza, las terrazas van siendo tomadas por el frío, en la pantalla gigante de la televisión de un bar estoy viendo imágenes de la CNN. En 2008 empezó una crisis que todavía no se ha cerrado. El mundo del libro la sufrió de forma profunda y dramática. Pero, como sucedió en la esfera de lo social, esa crisis no sirvió para corregir errores, para llevar la literatura hacia aquellos territorios que nunca tuvo que abandonar. Todo lo contrario: se trató de salvar la crisis apoyando aún más la literatura hecha un objeto mercantil.
Hay quien piensa que todo este fenómeno indica una profunda mutación. Que la idea del libro que teníamos hasta ahora es una idea romántica ya en desuso. Que se trataba de una literatura concebida para una élite, y que el esfuerzo del lector para poder asimilarla es algo que hoy ya no tiene sentido. Es decir, que la cultura capitalista ha cambiado la literatura para siempre. Para ello se basan en un hecho tecnológico absolutamente crucial: la aparición de internet y lo digital. Internet, dicen, implica una nueva manera de escritura, de lectura y de conocimiento, y, además, replantea el mapa de relación entre libro y lector.
Estos profetas de lo digital (y de aquí excluyo a los que verdaderamente crean un nuevo ámbito de escritura) defienden que la profundidad del pensamiento se adquiere hoy mediante un pensamiento que surfea entre los links del vasto mar del ciberespacio. En internet no hay profundidad, dicen, solo el deslizarse sobre las olas. El conocimiento se adquiere por un movimiento constante entre los puntos de información. Tal vez sea cierto. Tal vez los bárbaros ya han saqueado la aldea de la cultura conocida hasta ahora. Tal vez la calidad literaria tenga una nueva acepción: el hecho de ser masivamente aceptada por los canales, bendecida por los lectores.
Poco importa que esa literatura pueda ser calificada como débil, menor, estéticamente conservadora, continuista y hasta epigonal. Poco importa la escritura de libros débiles, menores, nada conflictivos para el lector, y por tanto, estéticamente tradicionalistas, conceptualmente tópicos. Los bárbaros saquean y, nosotros, agazapados entre las ruinas de nuestra casa, nos mostramos perplejos. Sin embargo, aún aspiramos a la belleza, no a un sustituto comercial de la belleza; aún aspiramos a escribir la verdad, no relatos o poemas que esquivan la verdad; aún aspiramos a pensar la vida y a hacerla habitable mediante nuestras palabras.
Creemos en el libro que es capaz de hacer progresar el mundo, que es capaz de descubrir nuevos sentidos y pensamientos nuevos. Una palabra es una forma de emoción, un puente entre un hombre y otro hombre, un instante de lucidez y una forma de felicidad. Somos hijos de la razón de Galileo, de los puntos de fuga de Cervantes, del corazón que late en cada página de Shakespeare. Estamos enamorados de Anna Karenina o de Madame Bovary. Hemos visitado muchas veces el Nueva York de Lorca o la Venecia de Josef Brodsky. Creemos que un libro es una forma de salvación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario