Entramos en un "período
oscuro" en el cual el malestar social es canalizado por la derecha
populista (Trump, Brexit, etc.). ¿Podemos reconvertir el malestar en una
energía de transformación social?
Hay historias que parecen resumir épocas o momentos
históricos. Willy Pelletier cuenta una de ellas en el último número de Le
Monde Diplomatique que lleva por título: "Mi vecino vota al
Frente Nacional".
Pelletier es un militante de largo recorrido en
organizaciones antirracistas de extrema izquierda y narra en el artículo
distintas acciones desarrolladas contra el Frente Nacional. Pero todo su relato
está punteado por la duda y la autocrítica: al fin y al cabo, esas
movilizaciones no han logrado frenar el ascenso del FN. Entre líneas nos ofrece
una explicación: sucede que ninguna de esas acciones tocaba jamás a un
simpatizante del FN, porque se desarrollaban siempre en circuitos muy cerrados
(entre militantes políticos que habitan determinados barrios, hablan de
determinada forma, tienen determinados valores, etc.).
Pelletier conoce (¿por primera vez?) a un
simpatizante del FN cuando, medio "jubilado" del activismo, se va a
vivir con su pareja al campo en la zona de Aisne (Picardía). Se trata de Éric,
un obrero especializado en embalaje industrial. Se hacen muy amigos y un día,
algo borrachos, Éric le confiesa que vota por Marine Le Pen: "Se me eriza
el vello cuando la escucho, la manera en que habla de los franceses te hace
sentir orgulloso. Además, en esta zona el FN ha ayudado a mucha gente".
¿Qué tipo de zona es Aisne? Un escenario típico de
la crisis, según lo pinta Pelletier. Muy degradado, apenas sin equipamientos
(salud o transportes), ni lugares de encuentro (los bares, las parroquias y las
asociaciones deportivas cierran). No hay trabajo, todo el mundo está endeudado,
los jóvenes se marchan, la violencia contra las mujeres aumenta y también la
"sensación" general de inseguridad (aunque los robos no sean
frecuentes). Por contra, hay guetos de ricos por todo el territorio: son
ejecutivos o profesionales liberales que vienen de París y compran buenas casas
de piedra o granjas abandonadas a precio de saldo.
Tras el encuentro con Éric, Pelletier se hace
nuevas preguntas. La superioridad moral con la que antes juzgaba a los votantes
del FN (abstractos, desconocidos) ya no le parece de recibo. Ahora tiene a uno
enfrente suyo de carne y hueso, con su historia y sus razones. Y es su amigo.
Pelletier concluye el artículo así: "En el trabajo, Éric considera que
'los jóvenes' no le escuchan ni le respetan... Al vivir allí, inmovilizado en
un espacio en decadencia, impotente frente al derrumbe de un mundo que ya no
resiste, viendo que su territorio se llena de 'parisinos', ¿cómo podría Éric
sentirse 'orgulloso'?".
Crisis de la presencia
Abandono y falta de recursos, paro y endeudamiento,
ruptura del hilo generacional y destrucción de los lugares de encuentro... La
crisis no es sólo "crisis económica", sino también de referencias y
fidelidades, de creencias y valores. Una crisis cultural, en el sentido
antropológico de "formas de vida", muy profunda.
El colectivo Tiqqun nos propone pensarla como
"crisis de la presencia". ¿Qué significa esto? Que nuestra presencia,
es decir nuestro estar en el mundo, ya no es firme, no está asegurado, ni
garantizado. Golpeados en el plano de lo económico (el paro), de lo social (los
contextos degradados) o de los valores (la ausencia de comunidad o hilo
generacional), lo que entra en crisis "por debajo" es precisamente
nuestra misma facultad de mantenernos "erguidos" ante el mundo. Lo
que parecía sólido comienza a desintegrarse: el sentido de la vida y de la
realidad, la consistencia subjetiva y la fijeza misma de las cosas.
Pero la crisis de la presencia no es sólo pérdida o
peligro, sino también ocasión y oportunidad. ¿En qué sentido? La presencia que
se tambalea es la "presencia soberana": un tipo de relación con el
mundo en términos verticales de dominio y control. Una experiencia de vida
basada en la distinción nítida entre un sujeto (que gobierna) y un objeto (el mundo
a gobernar). Una concepción de la libertad como "dominio" (sobre la
naturaleza, sobre los demás, sobre el tiempo, sobre la realidad). Como
autosuficiencia e independencia.
Crisis de la presencia significa que una zozobra
muy íntima nos atraviesa (tanto más fuerte cuanto más hemos sido educados en el
molde de la presencia soberana: como hombres blancos, adultos y propietarios,
trabajadores en un mundo sin trabajo, etc.). Lo que nace de esa zozobra, de ese
tambaleo, es la inquietud, el malestar. La sensación de no encajar,
de que ya nada lo hace. El malestar es la manifestación sensible de la crisis
de la presencia.
Por tanto, con la crisis de la presencia se abre la
posibilidad de una bifurcación, de un desplazamiento, de la invención de otras
formas de estar y relacionarnos con el mundo, tanto personales como colectivas.
El malestar social puede ser el motor y el centro de energía de una
transformación profunda, a un tiempo política, económica, cultural,
existencial, etc.
Un período oscuro
¿Estamos entrando en un "período oscuro"?
Vamos a llamar "período oscuro" a aquel en el cual el malestar –esa
inquietud, ese no encajar, esa energía potencial de cambio– es canalizado
por derecha.
Una derecha que no es simplemente establishment,
sino una suerte de paradoja andante: establishment anti-establishment, élite
anti-elitista, neoliberalismo antiliberal, etc. Es el Frente Nacional, es
Trump, es el Brexit y las demás variantes de derecha populista apoyadas por
todos los Éric del mundo. Proscritas por la "cultura consensual" que
ha definido el marco de lo posible durante las últimas décadas y que hoy se cae
en pedazos (aquí la Cultura de la Transición). Rechazadas porque no guardan las formas de lo "políticamente
correcto" (lo liberal-democrático): polarizan, exageran y mienten sin
ningún pudor, son agresivas y fomentan el odio machista, xenófobo, etc.
La derecha populista parece satisfacer a su modo
las dos pulsiones que Freud hallaba en nuestro inconsciente: el eros y la
pulsión de muerte, es decir, la pulsión de orden y la pulsión de desorden.
— Orden: me refiero
a la promesa de restauración de la subjetividad en crisis. La fuerza
cautivadora de la promesa de un trabajo, de un lugar en el mundo, de una
continuidad con la tradición, de la pertenencia a una comunidad, etc.
"Make America great
again", exclama
Trump. "Let's take back control", proponen los partidarios del Brexit. Recuperemos el control que
una vez tuvimos. Y con él la normalidad, la grandeza incluso. ¿Y cómo? A través
de la exclusión, mediante altos muros y todo tipo de barreras, de aquello que
nos amenaza. De lo que ha traído la decadencia a nuestro mundo y a nuestras
coordenadas de sentido. El chivo expiatorio pueden ser los
"parisinos" de Éric, o los "refugiados", o los
"mexicanos", o la "igualdad de género" (preguntado por su
voto, un taxista de procedencia africana le dijo a un amigo en la ciudad estadounidense de Baltimore: "No
puedo votar, pero si pudiera lo haría por Trump. Porque si gana Hillary las
mujeres tendrán mucho poder en este país. Los hombres ya no importan aquí. Se
necesita un hombre fuerte").
En cualquiera de los casos, el malestar se concibe
como un "daño" que nos inflige un "otro" al que debemos
dejar "fuera" del "nosotros" para recuperar la normalidad.
Y de ese modo, cerraremos la herida, calmaremos tanta inquietud, detendremos la
zozobra y recuperaremos el equilibrio, revirtiendo nuestra
"decadencia".
Deseo de orden y normalidad, deseo de protección y
soberanía. Eso por un lado, pero no sólo. También deseo de que todo
salte por los aires.
— Desorden: me refiero
al gozo de "dar una patada al consenso" que, con buenos modales
y bonitos discursos, nos ha traído la ruina. A una izquierda que extiende por
todas partes la desigualdad, la guerra y la deportación de personas, pero
"guardando las formas". A la élite progresista del Partido Demócrata
que vive ajena e insensible a las preocupaciones de las clases populares y se
burla además de sus modos de vida, sus gustos y sus referentes. A los
"parisinos" que votan socialista, compran a precio de saldo las casas
y las granjas que los habitantes de Aisne ya no pueden sostener y despotrican
contra los pobres que votan a la derecha. Etc.
En un mundo en el que todo parece atado y bien
atado, en el que ningún gesto (por arriba o por abajo) parece capaz de
cortocircuitar el estado de cosas y abrir lo posible, Trump, el Brexit, el FN
canalizan las ganas de que "pase algo", de ver ocurrir "lo
imposible", eso justamente que todas las voces políticamente correctas
consideran "que no puede ni debe pasar", lo demoníaco... ¿Quién
da más? ¡Y sólo con un voto! Es decir, sin perder en ningún momento la posición
del espectador en la película de catátrofes.
Debates en el campo progresista
Más allá de la "superioridad moral", que
renuncia a preguntarse por lo que no entiende, etiquetándolo simplemente como
el resurgir de la ignorancia y la brutalidad, hay otras dos lecturas de la
situación actual en el campo "progresista" que merecen atención y
discusión: la "marxista" y la "populista".
— La lectura "marxista" encuentra
el origen-causa de lo que pasa en la desconfiguración de la izquierda (y, en
general, del paradigma de la lucha de clases). Es decir: el malestar social,
que antes tenía estructuras organizativas y cognitivas para enfocarse por
izquierda, hoy ha quedado huérfano.
Y es la derecha populista la que adopta al
huérfano, elevando el tono de voz e interpelando al descontento, ofreciendo al
malestar (el miedo, la rabia, la incertidumbre) esquemas explicativos, vías
para canalizarlo y enemigos contra los que dirigirse. A través de las
"guerras culturales" (en torno al aborto, las creencias religiosas,
los estilos de vida, etc.), la derecha populista capta el "resentimiento
de clase" redirigiéndolo contra "los enemigos de los valores
tradicionales". Es decir, traduce los conflictos
político-económicos como conflictos morales e identitarios. "La guerra
cultural es una guerra de clases, pero deformada", dice Zizek.
¿De qué se trata entonces? De re-crear las
estructuras cognitivas y organizativas de la lucha de clases, politizando la
economía, hablando de intereses materiales, reconstruyendo la izquierda. Pero,
¿podemos reducir el malestar contemporáneo a una cuestión económica-de clase?
En la propia historia de Éric hemos visto que convergen muchas situaciones,
procesos y factores; cómo se mezcla lo económico, lo social, lo cultural, lo
existencial, etc. ¿Podemos pensar las cuestiones culturales como meros
"engaños", "distracciones" o "cortinas de humo"
que nos impiden ver lo "esencial"? ¿Podemos suponer que el racismo o
el machismo de los votantes de Trump son "fenómenos ideológicos"
(secundarios) que se esfumarán una vez que el malestar se enfoque en las
cuestiones económicas y de clase?
Me parece que la derecha populista tiene éxito, no
porque hable de cuestiones culturales disimulando lo
económico-de clase, sino porque tiene algo que decir al respecto. Porque sitúa
la pelea política en el terreno ético, antropológico y de las formas de vida.
Es decir, de las maneras de verse uno mismo, de relacionarse con los
demás, de hacer las cosas y de estar en el mundo. ¿Qué tiene la izquierda
que proponer sobre ello? Me temo que muy poco: apenas el "ideal
militante", con tan poco alcance y tan poco atractivo como ya sabemos.
— La lectura "populista" (hablo
ahora del populismo progresista) vendría a decir que no se trata
tanto de encontrar las "verdaderas causas" del malestar como de
"construir su sentido" e imprimirle una dirección. La política es,
por tanto, una pelea por "definir los acontecimientos". Por ejemplo,
¿cuál es el significado que vamos a dar a la crisis? ¿Es responsabilidad de
"la gente que ha vivido por encima de sus posibilidades" o más bien
de "la casta" oligárquica que ha saqueado el país? Lo decidirá una
"batalla cultural" entre discursos y relatos cuyo desenlace no
depende de la verdad de la que son portadores, sino de la eficacia comunicativa
de las metáforas en juego.
La construcción de sentido, desde estos
planteamientos, obedece una lógica formal. Es decir, no se trata del sentido
que deriva de la "experiencia misma", sino del sentido que recibe de
un discurso (en sentido amplio) que la articula en cierto código. A estas
alturas en España, con la presencia constante de los líderes de Podemos en los
medios de comunicación, todos hemos aprendido ya cuál es el "código"
populista: la articulación, a través de "significantes vacíos" y del
antagonismo con un Otro, de las demandas insatisfechas de la sociedad en un
nuevo bloque histórico (identidades nacional-populares capaces de representar
al todo, no sólo a una parte).
Sin lugar a dudas Íñigo Errejón es el maestro del
código, el Señor de los signos. Me recuerda a veces a aquel niño prodigio que
en clase era siempre capaz de resolver el maldito cubo de Rubik a increíble velocidad. A partir de lo que sea que pase, a partir
de cualquier colección de datos que ofrezca la realidad, Errejón es capaz de
armar una y otra vez el rompecabezas: lo cuadra todo en el código de las
demandas, los significantes vacíos, la frontera antagónica y las identidades
nacional-populares. De ahí también la sensación recurrente de que siempre dice
lo mismo, aunque los contenidos sean distintos. Porque el código está siempre
ahí, antes de cada situación, antes de cada proceso, antes de cada palabra y
antes de cada gesto, lo que requiere es una inteligencia combinatoria capaz
de hacer encajar las piezas y los colores de la realidad.
El problema aquí es todo lo que perdemos pensando
el mundo (y la política) como el juego de Rubik, con sus ejes y sus modos de
girar pre-establecidos. Se pierde la materialidad de lo real
(porque lo que se interpretan son signos-mensajes, el resto no interesa y se
abstrae). Se pierde la singularidad irreductible de los
acontecimientos y sus relaciones (que nos requiere una inteligencia sensible
más que combinatoria). Se pierde la autonomía de los procesos
(que pueden ser pensados-dirigidos-codificados desde el exterior, sin mantener
ninguna relación de interioridad o intimidad con ellos). Y se pierde,
finalmente, la posibilidad de creación de nuevos sentidos para
la vida social (porque una y otra vez se reintroduce lo "otro", lo
nuevo o desconocido, en una lógica de lo mismo).
El malestar como energía de transformación
Volvamos un momento a Éric, "inmovilizado en
un espacio en decadencia, impotente frente al derrumbe de un mundo que ya no
resiste". Esa inmovilización, esa impotencia hacen de él una víctima.
El malestar se asume como daño, pérdida. La culpa de todo la tienen
"otros". Y lo que se desea es "devolver el golpe" (ver
rodar la cabeza de los culpables) para reequilibrar de nuevo las cosas y el
mundo (la presencia), regresar a la normalidad.
¿Cuánto tiempo más podremos sostener esta condición
de víctimas? ¿No nos cansamos de ella? No cambiamos mucho sustituyendo un
enemigo por otro: "los inmigrantes" por "la casta".
Mantenemos intacta la subjetividad victimista que critica pero no emprende
ningún cambio, que piensa que el mal viene de otro (tal grupo o persona) y que si
lo eliminamos todo estará bien, que delega siempre en el salvador de turno la
tarea de "restaurar el equilibrio" (muchas veces nostalgia de algo
que nunca existió).
No necesitamos crítica victimista y resentida, sino
fuerza afirmativa y de transformación. Otra relación, pues, con nuestro
malestar. Es lo más difícil porque apenas nada en nuestra cultura occidental
nos educa para ello. El ideal normativo de la "presencia soberana"
(el control, el dominio, la autosuficiencia) nos hace ver las crisis como algo
"que no debería pasar" o, en todo caso, como algo de lo que tenemos
que salir enseguida, algo que debemos "reparar" cuanto antes para
volver a la normalidad. Otra relación con el malestar supone no verlo sólo como
daño o pérdida, sino también como ocasión y oportunidad, motor de cambio.
¿Podemos salir de la inmovilización e impotencia
usando el malestar mismo como palanca? Es un planteamiento
"energético" del malestar: las energías que se desatan en él son
"conmutables", es decir, transformables en otras cosas (en acciones,
en palabras, en "obras", en otros modos de vida, en nuevas
sensibilidades y referencias, etc.). Las lágrimas que no se tragan, sino que
comparten y se elaboran pueden metamorfosearse en acciones colectivas, en
procesos de ayuda mutua, en la creatividad de nuevas imágenes y palabras, en
gestos de rechazo y desafío. La sanación no pasa entonces por la
reparación, sino por la (auto)transformación.
Un ejemplo. Suele decirse que en España la derecha
populista no tiene apenas vigor (aún) porque el 15M nos hizo "entender"
que el enemigo es el 1% (políticos y banqueros) y no el 99% (los inmigrantes,
los refugiados, los pobres). Pero así permanecemos en el planteamiento
"semiótico" y de lucha de interpretaciones. Sería mejor ver las
plazas del 15M como lugares de un proceso casi "alquímico" por el
cual un tipo de energía (el malestar vivido en soledad e impotencia) se
convirtió en otra (la alegría de la potencia colectiva). A través del
estar-juntos, de la presencia compartida, del acompañamiento mutuo, de la
"complicidad afectuosa entre los cuerpos", como dice Franco Berardi (Bifo).
Al tipo de fuerza que se genera en esta presencia
compartida la llamaremos "fuerza vulnerable". Es decir: una fuerza
que nace –paradójicamente– de la debilidad. Del hecho de haber sido tocados,
afectados, "golpeados" por el mundo. No es la fuerza de voluntad de
la presencia soberana, que se pone a distancia del mundo para empujarlo en la
"buena dirección", sino una fuerza afectada por el mundo y que
precisamente por eso puede afectarlo a su vez. Es la fuerza de los
afectados: los del atentado del 11M de 2004, los de la PAH o de cualquiera capaz de convertir el sufrimiento en
energía de transformación
El malestar, como energía (no como objeto a
movilizar ni como signo a interpretar), es entonces la materia prima del cambio
social. Pero su "politización" hace estallar sin embargo las formas
tradicionales de lo político.
Supone mantener un vínculo vivo entre lo
existencial y lo político tan ajeno al grupo militante (donde no caben los
problemas personales) como al grupo de autoayuda (donde no entran los problemas
del mundo). Nos requiere un "saber hacer con el no saber", porque no
pueden conocerse de antemano las elaboraciones de sentido a las que puede dar
lugar el contacto con el malestar (no hay código-maestro que tenga de antemano
las respuestas). Necesita espacios capaces de acoger el malestar sin juzgarlo
(¿qué espacio "anticapitalista" sería capaz de acoger a Éric, por
ejemplo?). Nos exige formas de acompañamiento horizontal: no se trata de
"organizar" o "interpretar" lo que les pasa a otros, sino
de hacer un viaje juntos. Y mucho más.
Abrir una bifurcación
En el "derrumbe de un mundo que ya no
resiste", la derecha populista nos promete la vuelta al orden y la
normalidad. Una salida falsa. Canaliza el malestar señalando chivos
expiatorios, pero no da ninguna respuesta a los problemas de fondo (crisis de
representación, crisis económica, crisis ecológica, etc.). Todo lo contrario:
ocultando y reproduciendo sus condiciones, convirtiéndonos en víctimas y
bloqueando toda posibilidad de transformación, prepara los nuevos desastres.
El populismo progresista también nos promete volver
al orden y la normalidad (del Estado del bienestar, la soberanía nacional,
etc.), desalojando a "la casta" del poder y planteando "un horizonte
alternativo de certezas y seguridades". Los contenidos son diferentes
(qué tipo de orden, qué tipo de enemigo), pero se trata de un mismo
planteamiento que interpela principalmente a la subjetividad victimista
necesitada de compensar la sensación de pérdida y reforzar las referencias en
crisis (un poco de "orgullo"). Esta opción puede ofrecernos un
"mínimo de protección" si llega al poder. Nada que despreciar, pero
muy insuficiente si pretendemos un cambio en profundidad.
Entre la "vuelta atrás" (imposible) o la
"fuga hacia adelante" (suicida), ¿hay una tercera opción? Más difícil
todavía: no pensar en "salir de la crisis", sino abrir en
ella una bifurcación. Convertir la "crisis civilizatoria" en
"mutación civilizatoria". No agarrarse desesperadamente a algo, sino
emprender un viaje. No contener el derrumbe, ni soñar con revertirlo para
volver donde estábamos, sino abrir y sostener otros mundos aquí y ahora: otros
modos de relación con el trabajo, el cuerpo, el lenguaje, la tierra, la ciudad,
el nosotros, etc. Aprovechar la crisis, hacer palanca en la fuerza vulnerable.
Históricamente, las mujeres han sido muy capaces de
convertir situaciones y lugares de dependencia en focos de potencia: desplegar
fuerza vulnerable. En ese sentido, la mejor noticia sobre la victoria de
Trump han sido las masivas marchas de mujeres que tuvieron lugar en Estados
Unidos el día de la proclamación. Convocadas anónimamente por tres mujeres
"cualquiera" apoyadas en la capacidad de contagio de las redes
sociales (así se propagan los movimientos por afectación, a través del
anonimato y la horizontalidad), permiten imaginar una oposición a Trump que va
más allá de la mera reacción anti-Trump. Una oposición que no es sólo
ideológica o partidista, que no es sólo defensiva o resistencialista (aunque
por supuesto haya muchísimas cosas que defender), sino sobre todo afirmativa
y de paradigma, con planteamientos (teóricos y prácticos) de mutación
civilizatoria en torno al trabajo, los cuidados, la familia, las relaciones,
etc.
"Un mundo sólo se para con otro mundo".
No se trata sólo de oponernos a Trump, sino al mundo del que Trump es
la figura insignia. El mundo de la presencia soberana hoy
tocada, que sólo sabe revolverse ante ello con violencia y que amenaza con
hundirnos a todos y a todas consigo.
** Este texto es una versión de la ponencia
presentada en el encuentro "Politizaciones del
malestar" al que fui invitado por Laia Manonelles,
Daniel Gasol y Nora Ancarola.
** El planteamiento "energético" sobre el malestar está
ampliamente inspirado en Economía libidinal, el libro de Jean-François Lyotard.
27/01/2017 - 20:41h
Marcha de mujeres, 21 de enero, Ann Arbor (Michigan). Autor: Matt Weigand
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