Hoy en día parece suicidio demencial que a alguien
se le ocurra plagiar cualquier párrafo, sabiendo que con un leve googleo
cualquiera descubrirá las costuras del engaño
En uno de sus acostumbrados y bien
cocidos thrillers, Stephen King aborda el tema del plagio entre escritores con la
escalofriante tensión dramática que precisa una suerte de enfermedad en donde
el enfermo suele sentirse víctima: en cuanto cachan a un plagiario se siente
acosado por los brujos, amenazado su endeble prestigio por obra y gracia de
quienes él cree que lo envidian. El cuento largo o novela corta de King se
titula “La ventana secreta, jardín secreto” y fue llevada hábilmente a la
pantalla grande como La ventana secreta, protagonizada por Johnny Depp y John Turturro, sazonado cada
instante de sus espantos con la música de Philip Glass y sigue transpirando
terror sanguinario –a pesar de que tanto el cuento como la película se
desarrollan en tiempos previos a la internet y teléfonos móviles.
Hoy en día parece suicidio demencial
que a alguien se le ocurra plagiar cualquier párrafo, sabiendo que con un leve googleo cualquiera descubrirá las
costuras del engaño, pero en tiempos de King y de la película con Depp, la
posibilidad de que un fantasma supuestamente sepultado en la amnesia se
apareciera de pronto clamando justicia o al menos reparación de daños por algún
texto plagiado era no sólo remota, sino rápidamente superada por arreglitos
extrajudiciales y el implacable olvido que concede la fama a quienes seguirán
sintiéndose intocables aunque se crean impunes. Al final, la diabólica mirada
del escritor plagiario que encarna Johnny Depp revela que en realidad la
verdadera ventana secreta que se abre al descubrirse sus engaños es el empañado
cristal de su propia conciencia. Nadie conoce mejor al villano que él mismo.
En días pasados, el muy famoso y
justificadamente protegido Roberto Saviano mostró en este periódico su pasajero
estupor al enterarse de que un ejemplar de su exitoso libro CeroCeroCero se halló sobre la cama en la
guarida donde se escondía Joaquín Guzmán Loera, El Chapo. El asombro le duró poco a
Saviano, pues él mismo aclara que todos aquellos que creían que los sicarios y
capos de la más baja ralea no leen, se equivocan pues estamos ante criaturas
malévolas que no solo dominan todos los hilos del titiritero, sino cada pliegue
de las realidades del mundo y la cultura que afectan o rodean a su imperio del
mal. Dice Saviano que solo alguien como él “que estudia la dinámica de la
mafia, pero no forma parte de ninguna organización criminal, alguien como yo,
que no puede trabajar como infiltrado, pero puede recopilar fragmentos y tratar
de recomponer el conjunto en un marco coherente, sabe que la epopeya de El
Chapo Guzmán debe leerse a través de cada gesto, de cada palabra, de cada
señal”.
Pues bien, en la edición de febrero de la
revista mexicana NEXOS, el periodista Michael Moynihan abre
la ventana de Saviano y publica cada una de las señales que indican que al
afamado escritor italiano le gusta plagiarse párrafos ajenos, citar casi
textualmente líneas enteras de Wikipedia y pasajes enteros producto de
arriesgados reportajes realizados por periodistas de investigación (que, desde
luego, no cuentan con escolta de protección constante como el propio Saviano) y
además, ciertos gestos de Saviano que lo presentan no como el valiente
periodista que farda sus libros como auténtico resultado exclusivo de su tinta,
sino además como joyas de la investigación participante donde es capaz de
inventar una entrevista con un sicario para contextualizar mejor los datos que
leyó de su semblanza en una página escrita por otro.
Michael Moynihan ha hilado párrafo a
párrafo el modus operandi de Saviano no solo para abrir la ventana a la
indagación de los posibles delitos de propiedad intelectual en los que ha
incurrido el italiano, sino hacia la sana reflexión de que el propio Saviano
–cuando le conviene—define su trabajo como el del novelista sin ficción, pero eso no aparece en la cartelera de su
fama, donde se vende como periodismo puro y duro, hechos y no conjeturas, el arte del hecho... todo para justificar los elevados montos que
cobra por sus líneas y el Rush(die) que entraña todo su
show en foros y revistas del mundo. Como bien comentó Juan Villoro en las
páginas de este diario, “usar información ajena es perfectamente válido,
siempre y cuando se reconozca. (…), pero “¿Es lícito que unos mueran y otros se
apropien de la información? Cubrir casos de violencia o corrupción puede
provocar una fascinación a contrapelo. De pronto, el cronista imita algo que
condena”.
Abierta la ventana, sugiero que Saviano
salga del clóset (que podría convertírsele en un hipnótico mareo como el que
acosa al personaje de Stephen King) y no solo limpie el cristal de su
conciencia, sino su apariencia ante sus miles de lectores declarando sin
ambages que mucho de lo que escribe se llama literatura. Lo honra la habilidad de la prosa cuando –más allá del
palimpsesto—realiza zurcido no tan invisible, repostería de adjetivos,
ebanistería fina y carpintería calificada con las mismas palabras que
utilizaron sus fuentes originales, transformándolas en lo que él mismo ya
explicó como “recopilar fragmentos y tratar de recomponer el conjunto en un
marco coherente”.
A mi generación nos tocó leer la
primera edición de Cómo se hace una tesis de Umberto Eco, donde con finísima ironía aclara en el prólogo que
si al lector le urge obtener un grado por razones de prestigio o urgencia
laboral puede contratar a un tercero para que la escriba en su lugar o bien,
viajar a una biblioteca universitaria lo más alejada posible del plantel donde
pretenda graduarse y abiertamente copiar una tesis y presentar el plagio a
examen profesional como si fuera propio. Desde luego, Eco lo escribía para
advertir que su libro estaba más bien dirigido a quienes están dispuestos a
realizar una investigación propia, avalar y discutir información ajena siempre
que se cite, enseñándose precisamente a citar para entonces construir la mejor
conversación posible para las ideas y desde luego, Eco publicaba esa primera
edición en tiempos muy anteriores a la internet. Con lo de Roberto Saviano, y
hace pocos años Alfredo Bryce Echenique y otros célebres plagiarios que campean
por los estantes de las librerías como best-sellers y en los círculos más carcomidos de la llamada cultura actual
surge la inevitable pregunta de cómo se atreven a plagiar tinta ajena,
refriteando descontextualizaciones constantes, en una época en la que es tan
fácil que se sepa y sean descubiertos, e incluso, denunciados. También se me
ocurre que no será del todo nocivo que los magos del marketing editorial y los
propios autores encasillados en géneros que no son del todo lo que realmente
transpiran empiecen por honrar abiertamente lo que tienen de novela los libros
que se creen exclusivamente de no-ficción. Esa rara manía norteamericana de
definir las cosas por lo que no son hizo que se inventara el término de non-fiction, como si vendieran automóviles como non-bicycles.
Es muy probable que el propio Saviano o
sus agentes literarios argumenten que vende mucho y tanto precisamente porque
se ha consolidado como un periodista a prueba de balas, en constante amenaza
por la camorra italiana desde Gomorra y sin tener que explicarnos
cómo fue posible que, habiendo recibido información secreta de la DEA
norteamericana para desenredar las tramas del mercado mundial de la cocaína en CeroCeroCero denuncia a tinta suelta a los
malos de siempre, pero a ninguno, ni uno solo de los capos o grupos que
distribuyen la merca en The Good Old United States, el
mercado de venenos más grande del planeta. En la suma de los tres ceros de
Saviano falta por lo menos un Uno: que nos revelase al menos Uno de los muchos
que logran distribuir las drogas en Detroit o colar la mota en los estados que
aún no la legalizan o las anfetas en comunidades calladas de Nuevo México, sin
que haya hileras de sicarios o chivatos colgados en los postes de las
carreteras, descuartizados en los malls de Kansas City o Cuilacanes en Manhattan. En ese sentido, denuncia
mucho mejor todo ese fango el guionista de Breaking Bad que el celebrado Saviano y
luego entonces, no será que sus agentes o él mismo venden sus párrafos con esa
tentadora publicidad de que se trata –In True Cold Blood—de la pura verdad sin
nada de Pulp Fiction,
precisamente para que lo compremos todos a ciegas, y lo lea incluso un
personaje de camisas raras y camisetas sucias, túneles por debajo de cada cama
donde duerme y tantos crímenes en su haber como el mismísimo Chapo que, en
principio, causaba asombros hasta en el autor de tales páginas al confirmar que
en este mundo tan enrevesado Don Corleone lee historietas y llora por divas de
telenovela, como si fuera presidente de una república de tragicómica ficción.
La encrucijada en la que se quiebra la
ventana de Saviano quizá sea ya el aviso de que en su espejo lo observa no un
periodista (a la manera en que lo son los miles de periodistas de veras que han
muerto en México, por ejemplo, en pos de informar, etimológicamente reportar, los horrores del narcotráfico y el mundo del hampa) sino
que lo mira directamente a sus propios ojos un talentoso novelista que
esencialmente no tiene razón para avergonzarse de sus propios cuentos.
1 MAR 2016 - 17:21 CET EL PAIS
DESCARGAR LA NOVELA DE ROBERTO
SAVIANO CERO CERO CERO.
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