La
dictadura castrista marcó la vida de Guillermo Cabrera Infante. Un volumen
reúne sus escritos políticos: desde su temprano apoyo a la revolución hasta el
desencanto y el exilio
Este libro de 1.250 páginas no contiene ninguna
novela, pero sí el apasionante relato de varias vidas, todas encarnadas en la
figura de Guillermo Cabrera Infante. El primero, que podría titularse ‘El hijo
de los comunistas’, empieza por el principio, y el montaje diacrónico del
material publicado se agradece, como en las epopeyas fundacionales.
En 1951, el autor es un joven periodista que —alimentado desde la cuna con una estricta dieta marxista prescrita por sus padres, cofundadores en Cuba del Partido por antonomasia y fieles a su ortodoxia hasta el fin de sus días— se confiesa, en la impagable crónica autobiográfica de cierre, que le hace un guiño a Sterne, como “criatura con suficientes anticuerpos comunistas como para estar efectivamente vacunado de por vida contra el sarampión revolucionario”.
En 1951, el autor es un joven periodista que —alimentado desde la cuna con una estricta dieta marxista prescrita por sus padres, cofundadores en Cuba del Partido por antonomasia y fieles a su ortodoxia hasta el fin de sus días— se confiesa, en la impagable crónica autobiográfica de cierre, que le hace un guiño a Sterne, como “criatura con suficientes anticuerpos comunistas como para estar efectivamente vacunado de por vida contra el sarampión revolucionario”.
Pero el apasionado lector y espectador en sus
facetas más degustativas y selectas se da de cara un día, por sus amistades y
sus afinidades, con la Historia, en mayúscula. Ha fundado con un grupo de
cinéfilos también muy jóvenes la Cinemateca de Cuba, ha conocido a una muchacha
con la que poco tiempo después se casará, y publica su primer cuento en Bohemia,
por el que (Fulgencio Batistaacababa de dar su golpe de Estado) se le expulsa de la escuela de
periodismo y se le encarcela. Sale de prisión y, ya casado y padre de una hija,
da el salto a su segunda personificación novelesca: nace G. Caín, de la costilla
del cine, pues con ese seudónimo —inicialmente una
tapadera— formado por las primeras sílabas de sus apellidos se da a conocer, de
un modo que deslumbró pronto dentro y fuera de Cuba, escribiendo sobre
películas en la revista Carteles y convirtiéndose, junto a
James Agee, Manny Farber, José Luis Guarner o Pauline Kael, en uno de los
críticos más ocurrentes e inteligentes que ha habido.
Merece
destacarse el retrato del artista como crítico en sus semblanzas de José Martí,
Lezama o Alejo Carpentier
Pero el Caín vividor y sensual, humorístico, dado
al invento verbal y vacunado contra los maximalismos, no puede dejar de mirar a
su alrededor. Y así en 1957 ve a varios de sus amigos detenidos o muertos a
manos de la policía batistiana, entra él mismo en actividades
clandestinas, se compromete. Al año siguiente aparece en su vida Miriam Gómez, escribe la mayoría de cuentos y ácidas viñetas de violencia política
que después formarían su primera obra narrativa, Así en la paz como en
la guerra, y la palabra no le basta: sirve de enlace entre los comunistas
paternales y el recién creado Directorio Revolucionario de la guerrilla, a la
que le pasa armas de contrabando, y estaba preparándose, a modo de jefe de
prensa no-oficial, para llevar a dos periodistas norteamericanos a la Sierra
Maestra cuando, el 31 de diciembre, abdica, así lo escribe él, el dictador
Batista.
Castroenteritis
V. M. F.
Fidel Castro, el rey Juan Carlos y Felipe
González en la Cumbre de Cartagena de Indias de 1994. / MARCELO SALINA (AP)
Lo último que escribió Cabrera Infante, poco antes
de morir, fue un artículo publicado el 27 de febrero de 2005 en las páginas de Opinión de EL PAÍS y que
concluye este volumen de su obra completa. Se llamaba ‘La Castroenteritis aguda’, y no era la primera vez que él usaba ese término médico-paródico
para calificar la infección fidelista; en 1990, ‘La Castroenteritis’ aún no era
aguda, en el artículo de ese título recogido después en Mea Cuba,
aunque ya lleva, dice el articulista, más de tres décadas causando víctimas. En
años posteriores, el mal dará paso por escrito a otras variantes: ‘La
castradura que dura’ y la ‘Castrofobia’, síndrome que sin duda aquejó al
escritor.
Es sin embargo en el primer texto, el de 1990,
donde lo detecta: “Una enfermedad del cuerpo (te hace esclavo) y del ser (te
hace servil), y la padecen nativos y extranjeros”, estos últimos, apostilla,
ocupando la planta de la “Gastroenteritis chic”. Cabrera, que ya desde finales
de los sesenta sufría la anatema no sólo del régimen castrista, sino de ciertos
medios intelectuales afines, hace un poco de cirugía, y saca a relucir las
insuficiencias democráticas de Carlos Barral, Felipe González y Julio Cortázar, por quien se sintió traicionado en un notorio y
debatido episodio, tras haber trabajado en el guion cinematográfico de un
cuento del argentino.
Es en todo caso un hecho irrebatible para quienes a principios de los
años setenta lo experimentamos de cerca, dudando aún entonces juvenilmente
sobre quién tenía razón, que Cabrera Infante fue objeto del cordón sanitario
que se aplica a los apestados, y que entre sus practicantes hubo grandes
escritores que “lo vieron tarde” o, como en el caso de García Márquez y Saramago, no lo vieron nunca. A todos ellos, siguiendo en el
registro medicinal, el autor cubano les diagnostica y les receta: “Aunque la
enfermedad es infecciosa […] y a veces suele ser fatal, tiene un antídoto
poderoso: la verdad. La verdad desnuda crea anticuerpos que combaten la
Castroenteritis eficazmente”. Cabrera Infante fue el médico de su honra, pero
no sabemos si su tratamiento, aún rechazado por no pocos, acabará imponiéndose
en la salud pública de su tierra natal.
‘Mea Cuba’ antes y después es el segundo volumen de la obra completa en curso, pero hay que decir que además de ofrecerse en sus páginas una
ordenación ampliada de aquel devastador Mea Cuba que hizo
decir a Susan Sontag en los años ochenta, cuando empezaron a aparecer sus
textos en distintos medios, “He was the first to see it” (“Fue el primero que
lo vio”), el tomo tiene como entrada fuerte las casi
doscientas páginas inéditas en libro, y sus tres singularidades. Por un lado
reflejan la formación de ese gran cronista que fue, cuando el oficio no tenía
el relieve que hoy tiene, Cabrera Infante, ya antes de iniciar su
autoconstrucción como novelista. Por otro dan la medida de lo que
significó Lunes de Revolución, de donde proceden estos artículos
firmados por él, responsable también del semanario. Y en tercer lugar, el más
crucial, componen un retrato que muchos parecen haber querido, si no borrar,
olvidar: el de un hombre de 30 años que fue parte de una vanguardia intelectual
comprometida en la lucha contra la dictadura y que creyó fervientemente en la
revolución no tutelada por el comunismo soviético que empezó siendo el
movimiento guerrillero de Fidel Castro. Una revolución en la que, además de la
justicia social y la libertad democrática, cabría un acercamiento a la realidad
que pudiese armonizar la dialéctica materialista, el psicoanálisis y el
existencialismo, por citar literalmente las palabras sin firma, escritas por
Cabrera Infante, que aparecen a modo de presentación del número 1, de 23 de
marzo de 1959, de la citada revista.
Hace un mes pasé dos tarde enteras en la casa que
el escritor cubano de pasaporte inglés habitó casi cuarenta años en el centro de Londres con su segunda esposa, Miriam Gómez, una viuda de escritor
emprendedora, fiel y muy valiente en las decisiones. La mayor parte de la
primera tarde la ocupó el examen de los tres grandes volúmenes encuadernados en
un cartoné algo gastado que recogen la mayoría, pero no la totalidad, de la
colección de aquel legendario suplemento semanal que en su trayectoria, desde
marzo de 1959 hasta noviembre de 1961, traza de modo sucinto pero esclarecedor
la novela de una decepción personal y el fin de una revolución audaz y
liberadora.
Esos volúmenes que yo repasaba tienen su propia
historia. Cuando el autor de Tres tristes tigres abandonó para
siempre su país a finales de 1965, en circunstancias de thriller esperpéntico
que él ha narrado con gran viveza en su libro póstumo Mapa dibujado por un espía, pudo llevar a sus dos hijas adolescentes del primer matrimonio, pero
no, en un limitado y muy vigilado equipaje, sus libros, y entre ellos, la
valiosa y bien conservada colección de la revista. Una década después, Juan
Goytisolo viajó a Cuba, cuando ya la verdad de la dictadura se hacía palmaria
para quienes, como él mismo, la defendieron tantos años con buena fe y
esperanza, y, en un gesto admirable y no sin riesgo, decidió hacerles un
obsequio a sus amigos Guillermo y Miriam: rescatar esos cuatro volúmenes
de Lunes de Revolución que seguían en poder del padre del
escritor, ya entonces repudiado por el régimen castrista; meter en su maleta
tres de los cuatro (falta el volumen correspondiente al año II), pasar la
aduana y entregárselos en Londres a quien, junto con Carlos Franqui, el,
digamos, editor, y Pablo Armando Fernández, subdirector, había hecho posible su
existencia.
Más allá de cualquier mitomanía, la lectura de
muchas páginas de esos tres mamotretos tamaño sábana produce la emoción de la
obra bien hecha en circunstancias difíciles y aurorales. En el mismo texto de
presentación antes mencionado, ‘Una posición’, Cabrera Infante expresa con
modestia que la finalidad es “realizar para Cuba la labor divulgatoria que
hiciera en España una vez la Revista de Occidente”,añadiendo a
continuación una coda de premonición optimista que tampoco deja de impresionar,
sabiendo nosotros ahora lo que pasó apenas tres años después de haber sido
escrita: “Jamás se volverá a dar una ocasión como ésta —también en el orden de
la vida diaria— en que una revista que antes estaría dedicada a una exigua
minoría se vea repartida entre los 100.000 ejemplares de Revolución.
Se trata ni más ni menos que de un regalo que hace el diario de la Revolución a
sus lectores y a la cultura”.
El regalo queda en los anales y en las bibliotecas.
El primer número, bellamente compaginado e ilustrado, tiene unos contenidos de
asombrosa calidad: un trabajo de Sergio Rigol sobre las raíces nazistas de
Heidegger, un perfil de James Dean firmado por Edgar Morin,
entre artículos de Maxwell Anderson y Lydia Cabrera y dibujos de Saul
Steinberg. En el número 2, Ionesco, Isaac Babel y Piñera, en el 29 un atrevido
diseño letrista (casi avant la lettre), y en todos un sinfín
de grandes colaboradores entre los que destacan Bruno Schulz o Gertrude Stein,
nombres nada frecuentes entonces, compartiendo espacio con Lezama Lima, Calvert
Casey y portafolios de fotografía americana de vanguardia. La revista
antidogmática.
Cabrera
Infante (al volante) en Cuba, en 1959.Detrás, el cineasta Tomás Gutiérrez Alea.
El grueso libro que recopila el tomo I del año III
(no hubo ya volumen II, ni año IV) da motivos para la melancolía. Por
imperativos superiores que Franqui le comunicó a Cabrera Infante, se suceden
números sobre Laos, Vietnam o Rumania que huelen a boletín de propaganda:
cánticos de alabanza de infames poetas, panorámicas de campos de maíz y alegres
labriegos, gráficos explicativos de los triunfos del socialismo leninista.
Corría el año 1961, y al suplemento se le permitió un canto del cisne, el
número especial sobre Picasso, con 48 páginas de inéditos literarios del pintor
y trabajos de, entre otros, Albert Skira, Apollinaire y Juan Larrea, de quien
se imprime su texto sobre el Guernica poco tiempo antes leído en el MOMA.
Los propios artículos de Cabrera Infante en Lunes
de Revolución reflejan el conflicto que desgarraría al escritor. En alguno
de 1960 como ‘Peregrinaje hacia la Revolución’ o ‘La marcha de los hombres’
leemos aún su entusiasmo por la nueva era iniciada y su invectiva sardónica
contra quienes la desdeñan, aunque ya en el primero una conversación suya con
el presidente Dorticós vaticina las amenazas de la vigilancia ideológica en el
trabajo intelectual: “La Revolución entrará lentamente en la obra de nuestros
artistas y de nuestros escritores”, le dice el presidente.
Es de enorme interés ‘Las vértebras de España’, en
el que relata su paso por Madrid, volviendo de un viaje oficial a la URSS, con
una mezcla de pena, clarividencia y crudeza crítica. La obra maestra de este
conjunto, ‘La letra con sangre’, íntima crónica bélica de la “guerrita de Bahía de Cochinos”, introduce muy sutilmente la sombra de la sospecha que había empezado
a materializarse, según lo ha contado quien la sintió con él, Miriam Gómez, al
ver una madrugada, saliendo en automóvil de la ciudad de Matanzas, su marítima
Vía Blanca llena de enormes camiones tapados con lonas y circulando sin
identificación, como fantasmas; el preludio de la intervención soviética que él
mismo vería en el campo de batalla junto a su gran amigo Walterio Carbonell.
Cuando Cabrera volvió de Playa Girón, aún con el rostro tiznado por la pólvora,
se abrazó a su mujer, Miriam, y le dijo: “Este hijo de puta nos ha engañado”.
Aunque haya mayoría de textos combativos, de uno y
otro signo, ‘Mea Cuba’ antes y después recupera, en una colocación
que lo aclara y realza, su extraordinario libro de prosas Vista del
amanecer en el trópico, con sus viñetas de gran potencia lírica sobre la
violencia, tanto la revolucionaria como la que la precedió y la siguió. Pero
hay otro factor que merece ser resaltado: el retrato del artista como crítico
literario, que ya se vio en la primera edición
de Mea Cuba, pero aquí,
en el desdoblamiento de contenidos que el autor decidió en su momento y ha sido
enriquecido, cobra una notable dimensión. Un recorrido informado y agudo sobre
la literatura de Cuba, un pequeño país rico en escritores de la talla (y sólo
citamos a unos cuantos) de José Martí, Lezama Lima, Lydia Cabrera, Lino Novás,
Alejo Carpentier, Carlos Montenegro, Virgilio Piñera, Calvert Casey, Heberto
Padilla, Reinaldo Arenas, de quienes escribe semblanzas llenas de buen juicio.
Los nombres más presentes en el utilísimo índice
onomástico son los de dictadores: Batista, Franco, Hitler y Stalin, todos por
detrás de Fidel Castro, que cuenta con varios cientos de anotaciones. Este
libro, que es la múltiple historia de un desengaño, un doloroso exilio, un descrédito
y una reivindicación final de la decencia y la verdad, es también el reflejo de
una obsesión con un espíritu maléfico, y recuerda en eso la de Max Aub con
Francisco Franco y más aún la de Bulgákov con Stalin. Estos dos magníficos
escritores obsesos se guiaron por el humor en su diatriba, y así lo hizo
Cabrera Infante, quien por encima de la indeseada encomienda de ser la
conciencia de un triste país, tuvo el mérito de expresarla sin perder la risa.
•
‘Mea Cuba’ antes y después. Escritos políticos y literarios.Guillermo Cabrera Infante. Edición y prólogo de Antoni Munné. Galaxia
Gutenberg. Barcelona, 2015. 1.262 páginas, 39 euros.
Foto 01: Guillermo Cabrera Infante y su esposa, Miriam Gómez, en 1998. / DANIEL MORDZINSKI
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