sábado, 25 de mayo de 2019

¡La guerra, idiota! - Antonio Sánchez García


En asuntos tan peligrosos como la guerra, las ideas falsas, inspiradas en sentimentalismos, son precisamente las peores” Carl Von ClausewitzDe la Guerra

Quien mayor provecho sacó de sus aplastantes derrotas en Chile, bajo la implacable decisión y voluntad del general Augusto Pinochet, y en Venezuela, bajo la virilidad y sabiduría del prócer civil Rómulo Betancourt y sus ejércitos leales, no fueron ni los socialistas chilenos ni los demócratas venezolanos, que continuaron abiertos a la penetración del asalto castrocomunista: fueron los derrotados: Fidel Castro, la Secretaría América, el G2, el Partido Comunista cubano y todos los regímenes soviéticos del planeta.

 Tras ochenta años comprendieron los comunistas cubanos finalmente la implacable enseñanza de su maestro, Adolfo Hitler: “al Estado moderno no se le vence enfrentándosele miliarmente; se le vence jugando con sus mismas armas, penetrando sus instituciones y convirtiéndolas en el instrumento de la traición”. Goebbels lo explicaría en 1927 cuando afirmó: “iremos al parlamento para, desde dentro, apoderarnos del Estado prusiano”. Gramsci, otro derrotado, ya había sacado la misma conclusión aunque demasiado tarde, viviendo su agonía en las mazmorras mussolinianas, tal como lo consignara en sus Cuadernos de la Cárcel: el Estado capitalista moderno, un complejo de casamatas y fortines ideológicos, se lo conquista y vence penetrando, infiltrando y dominando su hegemonía cultural. Primero las ideas, luego la guerra. Gramsci escribiría desde la cárcel de Turín:
Debemos “adueñarnos del mundo de las ideas, para que las nuestras, sean las ideas del mundo”. En venezolano: primero “los abajo firmantes”, luego los comandantes traidores. Tuvieron que pasar cincuenta años para que los comunistas italianos lo entendieran, aunque al revés: inventaron el eurocomunismo. Una patraña insulsa, un arroz con pollo sin pollo, que no los condujo a ninguna parte. Desaparecieron arrasados por la ultra derecha.

La política, habitualmente en manos de granujas ignaros, buhoneros obnubilados por sus afanes mercantiles y negociantes, se niega a comprender lo que subyace a su esencia:lo que la define verdaderamente no es el diálogo ni el entendimiento entre los contendientes: es la enemistad pura, en dos palabras: la guerra.

Esto desde el renacimiento, aplacada y sublimada por un invento de la modernidad: el aparato de Estado. Un ente pluricéfalo, abarcador de todas las enemistades hobbesianas – bellum omnia contra omnes (por las partes en conflicto) – para hacer posible la vida comunitaria, al que todos le deben obediencia y respeto, pues ordena y manda según los principios de la Ley y el Derecho, que rigen, ordenan y controlan todas las actividades sociales. Y al que dado su inmenso poderío, pues hegemoniza la posesión de las armas de destrucción y todas las instituciones justificatorias y legitimadoras de la violencia global, no se lo puede conquistar mediante la brutalidad, la violencia, el asalto.

Salvo, como lo comprendiera Lenín, en aquellas sociedades de Estados macrocefálicos y muy débiles sociedades civiles, como la Rusia de los Zares. Pero no en aquellas con poderosas sociedades civiles, férreamente estructuradas, como la Alemania de los Káiser o la Italia del Duce. La Cuba de Batista pertenecía a la primera clase: la Venezuela de Betancourt, a la segunda. Aquella, conquistada con el mero desembarco de doce aventureros. Ésta, conquistada mediante la aviesa traición de sus comandantes, sus académicos, sus universidades, sus abajo firmantes y, last but not least, por sus decadentes partidos políticos.

La clave de esta forma de posesión por los usos, las costumbres, las ideas y las creencias, es que el proceso de posesión del Estado, una vez cooptado y poseído por las fuerzas totalitarias – en nuestro caso, por el castro comunismo cívico militar – y colonizada la sociedad en todos sus estratos y bastiones por una ideología única y abarcadora, hasta cerrar el círculo de la dominación con las fuerzas militares, policiales y parapoliciales, tanto como con el hambre, las enfermedades y el secuestro de las necesidades básicas, como lo han demostrado la Rusia soviética, la Alemania y la Italia nazis, la Cuba castrista y todos los regímenes marxista leninistas, consiste en que no permite el proceso inverso. El Poder perdido por la irresponsabilidad de las élites y la complicidad de las mayorías, no se deja recuperar por la irresponsabilidad de los usurpadores. El crimen es unidireccional.

Exactamente como la pérdida de la virginidad: no tiene retroceso.
Pero como bien los señala el mismo Clausewitz: “la decisión final de una guerra total no siempre debe ser considerada como absoluta. El Estado derrotado, a menudo ve en ella un mal transitorio al que puede encontrarse remedio en las circunstancias políticas venideras. Es evidente que esto modifica en gran medida, la violencia de la tensión y la intensidad del esfuerzo” [1]

Si ello es así en una guerra convencional entre naciones, aún más lo es en una guerra intestina de naturaleza asimétrica, vale decir: no convencional, entre dos bandos políticos antagónicos que se disputan el control del Poder Total del Estado, como es nuestro caso. Cuya naturaleza es eminentemente política. Y en el que por la naturaleza misma de la confrontación, la destrucción total del enemigo es literalmente imposible siendo su objetivo no otro que el desarmar a la parte contraria e ir conquistando la voluntad general de la población. Lo que en el caso venezolano, tras veinticinco años de esfuerzos, se ha demostrado imposible.

El asalto al poder del Estado venezolano jamás asumió la naturaleza de una guerra revolucionaria: fue desde sus mismos inicios un asalto felón, criminal que debió travestirse de democracia. Un asalto electorero, una estafa, una engañifa que no pudo abarcar la hegemonía liberal democrática de las amplias mayorías. Una dictadura dura y pura, siempre al borde de su autodestrucción. Venezuela no fue, no es ni será una segunda Cuba. Es una satrapía que se sostiene más por la incapacidad de la representación política opositora que por la potencia hegemónica de un partido revolucionario inexistente. Un régimen criminal, pandillesco, hamponil. Sin otra idea y propósito que apoderarse del erario público. Sea para su propio usufructo o para el de los invasores cubanos. Un narco Estado terrorista. Sin otro futuro, que no sea la debacle.
Sin la presencia dominadora de los ejércitos cubanos, la sumisión y obsecuencia de los ejércitos venezolanos comprados y corrompidos y la violencia de los colectivos, el régimen no podría sostenerse. Los venezolanos vivimos en un permanente estado de sitio, asediados por un ejército extranjero, que nos ha declarado la guerra en complicidad con ejércitos nativos traidores. La democracia venezolana está muerta.

No habrá príncipe idiota que la reviva, si no es mediante la acción de fuerza de ejércitos aliados. Pues ésta no es una crisis política. Es una crisis militar. Quien no lo entienda sirve objetivamente al enemigo.

Cabría recordarle la conminación de nuestro Simón Bolívar en Trujillo el 15 de junio de 1813: “Españoles y canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de la América. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables.”

[1] Carl Von Clausewitz, De la Guerra, pág. 15. Ediciones Mar Océano, Buenos Aires, 1960.

21 mayo, 2019

http://www.noticierodigital.com/2019/05/antonio-sanchez-garcia-la-guerra-idiota/

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