“En asuntos tan peligrosos como la guerra, las ideas falsas,
inspiradas en sentimentalismos, son precisamente las peores” Carl Von Clausewitz, De la Guerra
Quien mayor provecho sacó de sus
aplastantes derrotas en Chile, bajo la implacable decisión y voluntad del
general Augusto Pinochet, y en Venezuela, bajo la virilidad y sabiduría del
prócer civil Rómulo Betancourt y sus ejércitos leales, no fueron ni los
socialistas chilenos ni los demócratas venezolanos, que continuaron abiertos a
la penetración del asalto castrocomunista: fueron los derrotados: Fidel Castro,
la Secretaría América, el G2, el Partido Comunista cubano y todos los regímenes
soviéticos del planeta.
Tras ochenta años comprendieron los
comunistas cubanos finalmente la implacable enseñanza de su maestro, Adolfo
Hitler: “al Estado moderno no se le vence enfrentándosele miliarmente; se le
vence jugando con sus mismas armas, penetrando sus instituciones y
convirtiéndolas en el instrumento de la traición”. Goebbels lo explicaría en
1927 cuando afirmó: “iremos al parlamento para, desde dentro, apoderarnos del
Estado prusiano”. Gramsci, otro derrotado, ya había sacado la misma conclusión
aunque demasiado tarde, viviendo su agonía en las mazmorras mussolinianas, tal
como lo consignara en sus Cuadernos de la Cárcel:
el Estado capitalista moderno, un complejo de casamatas y fortines ideológicos,
se lo conquista y vence penetrando, infiltrando y dominando su hegemonía
cultural. Primero las ideas, luego la guerra. Gramsci escribiría desde la
cárcel de Turín:
Debemos “adueñarnos del mundo de las
ideas, para que las nuestras, sean las ideas del mundo”. En venezolano: primero
“los abajo firmantes”, luego los comandantes traidores. Tuvieron que pasar
cincuenta años para que los comunistas italianos lo entendieran, aunque al
revés: inventaron el eurocomunismo. Una patraña insulsa, un arroz con pollo sin
pollo, que no los condujo a ninguna parte. Desaparecieron arrasados por la
ultra derecha.
La política, habitualmente en manos de
granujas ignaros, buhoneros obnubilados por sus afanes mercantiles y
negociantes, se niega a comprender lo que subyace a su esencia:lo que la define
verdaderamente no es el diálogo ni el entendimiento entre los contendientes: es
la enemistad pura, en dos palabras: la guerra.
Esto desde el renacimiento, aplacada y
sublimada por un invento de la modernidad: el aparato de Estado. Un ente
pluricéfalo, abarcador de todas las enemistades hobbesianas – bellum omnia contra omnes (por las partes en
conflicto) – para hacer posible la vida comunitaria, al que todos le deben
obediencia y respeto, pues ordena y manda según los principios de la Ley y el
Derecho, que rigen, ordenan y controlan todas las actividades sociales. Y al
que dado su inmenso poderío, pues hegemoniza la posesión de las armas de
destrucción y todas las instituciones justificatorias y legitimadoras de la
violencia global, no se lo puede conquistar mediante la brutalidad, la
violencia, el asalto.
Salvo, como lo comprendiera Lenín, en
aquellas sociedades de Estados macrocefálicos y muy débiles sociedades civiles,
como la Rusia de los Zares. Pero no en aquellas con poderosas sociedades
civiles, férreamente estructuradas, como la Alemania de los Káiser o la Italia
del Duce. La Cuba de Batista pertenecía a la primera clase: la Venezuela de
Betancourt, a la segunda. Aquella, conquistada con el mero desembarco de doce
aventureros. Ésta, conquistada mediante la aviesa traición de sus comandantes,
sus académicos, sus universidades, sus abajo firmantes y, last but not least, por sus decadentes partidos
políticos.
La clave de esta forma de posesión por
los usos, las costumbres, las ideas y las creencias, es que el proceso de
posesión del Estado, una vez cooptado y poseído por las fuerzas totalitarias –
en nuestro caso, por el castro comunismo cívico militar – y colonizada la
sociedad en todos sus estratos y bastiones por una ideología única y
abarcadora, hasta cerrar el círculo de la dominación con las fuerzas militares,
policiales y parapoliciales, tanto como con el hambre, las enfermedades y el
secuestro de las necesidades básicas, como lo han demostrado la Rusia
soviética, la Alemania y la Italia nazis, la Cuba castrista y todos los
regímenes marxista leninistas, consiste en que no permite el proceso inverso.
El Poder perdido por la irresponsabilidad de las élites y la complicidad de las
mayorías, no se deja recuperar por la irresponsabilidad de los usurpadores. El
crimen es unidireccional.
Exactamente como la pérdida de la
virginidad: no tiene retroceso.
Pero como bien los señala el mismo
Clausewitz: “la decisión final de una guerra total no siempre debe ser
considerada como absoluta. El Estado derrotado, a menudo ve en ella un mal
transitorio al que puede encontrarse remedio en las circunstancias políticas
venideras. Es evidente que esto modifica en gran medida, la violencia de la
tensión y la intensidad del esfuerzo” [1]
Si ello es así en una guerra convencional
entre naciones, aún más lo es en una guerra intestina de naturaleza asimétrica,
vale decir: no convencional, entre dos bandos políticos antagónicos que se
disputan el control del Poder Total del Estado, como es nuestro caso. Cuya
naturaleza es eminentemente política. Y en el que por la naturaleza misma de la
confrontación, la destrucción total del enemigo es literalmente imposible
siendo su objetivo no otro que el desarmar a la parte contraria e ir
conquistando la voluntad general de la población. Lo que en el caso venezolano,
tras veinticinco años de esfuerzos, se ha demostrado imposible.
El asalto al poder del Estado
venezolano jamás asumió la naturaleza de una guerra revolucionaria: fue desde
sus mismos inicios un asalto felón, criminal que debió travestirse de
democracia. Un asalto electorero, una estafa, una engañifa que no pudo abarcar
la hegemonía liberal democrática de las amplias mayorías. Una dictadura dura y
pura, siempre al borde de su autodestrucción. Venezuela no fue, no es ni será
una segunda Cuba. Es una satrapía que se sostiene más por la incapacidad de la
representación política opositora que por la potencia hegemónica de un partido
revolucionario inexistente. Un régimen criminal, pandillesco, hamponil. Sin
otra idea y propósito que apoderarse del erario público. Sea para su propio
usufructo o para el de los invasores cubanos. Un narco Estado terrorista. Sin
otro futuro, que no sea la debacle.
Sin la presencia dominadora de los
ejércitos cubanos, la sumisión y obsecuencia de los ejércitos venezolanos
comprados y corrompidos y la violencia de los colectivos, el régimen no podría
sostenerse. Los venezolanos vivimos en un permanente estado de sitio, asediados
por un ejército extranjero, que nos ha declarado la guerra en complicidad con
ejércitos nativos traidores. La democracia venezolana está muerta.
No habrá príncipe idiota que la reviva,
si no es mediante la acción de fuerza de ejércitos aliados. Pues ésta no es una
crisis política. Es una crisis militar. Quien no lo entienda sirve objetivamente
al enemigo.
Cabría recordarle la conminación de
nuestro Simón Bolívar en Trujillo el 15 de junio de 1813: “Españoles y
canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis
activamente en obsequio de la libertad de la América. Americanos, contad con la
vida, aun cuando seáis culpables.”
[1] Carl Von Clausewitz, De la
Guerra, pág. 15. Ediciones Mar Océano, Buenos Aires, 1960.
21 mayo, 2019
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