En mi libro La república de las creencias: un
nuevo enfoque al derecho y la economía, tenía mucho interés en demostrar
cómo los métodos que han surgido del largo y fructífero diálogo entre estos
campos podía, con una pequeña ayuda de la teoría de juegos, aplicarse a disputas
multilaterales y conflictos entre múltiples jurisdicciones. Así que incluí un
capítulo sobre el reto de crear una constitución mundial. Se trata de una idea
con una larga historia.
En el siglo catorce, por ejemplo, las ciudades estado
semiautónomas italianas desarrollaron la “doctrina estatutaria” para solucionar
los problemas que surgieran en el comercio e intercambio de múltiples
jurisdicciones legales.
Como sugiere Stephen Breyer, juez asociado de la Corte
Suprema estadounidense, sin algún mecanismo de resolución de disputas
institucionales, una demanda de un nativo de Florencia entablada por un nativo
de Roma podría haber causado que ambos estados entraran en guerra.
O piénsese en la confiscación de una nave mercante
portuguesa, la Santa Catarina, por la Compañía Holandesa de las Indias
Orientales en el Estrecho de Singapur en 1603. El episodio ocasionó conflictos
multijurisdiccionales de tal tensión que hubo que llevar al jurista Huig de
Groot (Grotius) para que mediara, llevando a uno de los intentos más tempranos
de codificación de la ley internacional.
A pesar de su larga historia, los intentos de
establecer una ley internacional solo han tenido un éxito limitado. La creación
de un sistema sensible al bienestar de todas las personas –lo que Eric Posner,
de la Universidad de Chicago, llama el “enfoque del bienestar”- choca
rápidamente con el problema de la soberanía del estado nación. Como único
encargado de hacer cumplir la ley y garante de los derechos de los ciudadanos
dentro de su jurisdicción, el estado nación tiene la prerrogativa de pasar por
alto o anular leyes o derechos reconocidos por terceros.
Con todo, no podemos esperar a que los debates
académicos sobre estos asuntos lleguen a una conclusión. El mundo está lleno de
disputas que cruzan jurisdicciones, no en menor medida la debacle del Brexit.
¿Cómo se manejará el flujo de bienes y personas entre la Unión Europea y Gran
Bretaña, y entre Irlanda del Norte y la República de Irlanda? Ni la Primera
Ministra británica Theresa May ni otros actores tienen una respuesta
contundente. El resultado del Brexit sigue en la incertidumbre, a pesar de que
la salida de la propia May se vuelve cada vez más previsible.
Mientras tanto, y en otro ámbito, es cada vez más
evidente que las actuales leyes antimonopolio pueden no ser suficientes para
hacer frente a los problemas surgidos de la economía digital. Aunque Estados
Unidos es sede de 12 de las 20 mayores compañías tecnológicas del mundo, no ha
podido limitar sus peores prácticas. Ante la ausencia de un marco
internacional, los gobiernos nacionales y regionales como la UE han comenzado a
impulsar medidas regulatorias unilaterales, aun a riesgo de generar tensiones
con la imprevisible administración del Presidente estadounidense Donald Trump.
De manera similar, desde el Mar Mediterráneo a la
frontera entre EE.UU. y México, el flujo de personas con diferentes costumbres
y creencias desde países con marcos legales distintos está tensando al límite
los actuales sistemas de inmigración. Algunas de estas diferencias pueden
llegar a un punto de comicidad. Un técnico en control de plagas que trató mi
casa en Delhi, India, me aseguró una vez que mi hogar quedaría sin termitas porque
estaba usando sustancias químicas fuertes, y recalcó que “estaban totalmente
prohibidas en Estados Unidos”. Pero existen conflictos de creencias y
costumbres más serios, no en menor medida los que implican choques de
religiones. Los incesantes conflictos sectarios en una era de armas
sofisticadas y guerra cibernética podrían acabar en catástrofe.
Si bien los detalles de una ley internacional se
seguirán debatiendo indefinidamente, podemos –y, cada vez con mayor urgencia,
debemos- adoptar una constitución global para el aquí y el ahora. Como mínimo,
el texto consagraría reglas de comportamiento básicas que todos acordemos
seguir, y autorizar su puesta en cumplimiento por un tercero que cuente con
medios reales para hacerlo.
A menudo apelamos a la moralidad individual y a la
decencia humana básica al intentar solucionar conflictos políticos y
culturales. El supuesto es que, si todos respetáramos el derecho de los demás a
practicar su religión, desaparecerían muchos de nuestros problemas. En la
práctica, esos conflictos suelen ser muy difíciles de tratar, ya que existen
algunas costumbres y prácticas que son fundamentalmente incompatibles entre sí.
Imaginemos dos sociedades. En una, la religión
predominante exige a todos que conduzcan por la izquierda; en la otra, todos
deben conducir por la derecha. Si vivieran por siempre en islas separadas,
habría paz. Pero con la globalización y el movimiento de personas entre las dos
islas, se habrán sembrado las semillas del conflicto.
Las sociedades pueden perpetuar el conflicto mediante
la guerra y la dominación, o pueden acordar un código común. Es posible que
algunas partes tengan que recibir compensaciones por sus sacrificios, o bien
cada parte pueda tener que ofrecer concesiones en ciertos temas a cambio de
términos favorables sobre otros. Ese es el punto de negociación y transigencia,
ya que no hay alternativa más allá de un conflicto duradero.
Rara vez es fácil transigir, especialmente cuando se
superponen los intereses y la identidad. Pero, dado el grado en que la globalización
ya ha avanzado, no podemos mantenernos en nuestra vía y esperar lo mejor.
Estados Unidos, que por largo tiempo ha sido un líder en establecer normas
mundiales, se está retirando tras un muro sicológico. Necesitaremos que los
ciudadanos de a pie, los miembros de la sociedad civil y, en efecto, los
líderes religiosos reconozcan la necesidad de una colaboración global y exijan
a las autoridades que tomen la iniciativa.
18 de abril de 2019
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen
Project Sybdicate
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