La oposición no puede seguir haciendo
equilibrios sobre la cuerda del rechazo popular que entre otras razones nos ha
traído a este desmadre político, que se manifestó en el rechazo casi absoluto
de los venezolanos a los partidos de oposición y sus líderes, junto a los del
gobierno.
Vivimos el más frágil y peligroso
desequilibrio cargado de acechanzas. Podemos derivar en una dictadura abierta
al estilo cubano, si Maduro avanza más en la radicalización ante el caos. Pero
podría pasar otra cosa si ante la realidad de su deslegitimación, después del
fiasco electoral, la estructura del bloque de poder que le sostiene se resquebraja,
y toma conciencia del nivel catastrófico de la situación.
Podría así abrirse de manera
pragmática la tan esperada negociación de un acuerdo que conduzca, sobre la
marcha, a una transición. Impostergable, dada la magnitud de su aislamiento
internacional, el cual aconsejaría, para bien del país —y de la propia supervivencia
democrática de su movimiento— adelantar los pasos en la búsqueda de una
solución definitiva que de una vez por todas encuentre una salida pacífica,
inteligente e imaginativa a esta crisis de gobernabilidad y de gestión.
La hiperinflacion galopante ha
pulverizado todas las barreras “seudoinstitucionales” que este régimen levantó
—el TSJ y la Constituyente—. Como diría el periodista Alan Riding, ha llegado
el momento de un cambio drástico en Venezuela.
El pasado domingo se rompieron los
diques de contención que no dejaban ver esa emocionalidad sumergida,
insofocable de aquí en adelante a través de soluciones dictatoriales. En crisis
de este tipo, el tejido social se tensa al máximo y surgen manifestaciones
emocionales de alto voltaje.
El creciente sufrimiento de la gente
pide a gritos el cambio.
Es mentira —y la estructura de poder
que lo sostiene se llamaría engaño si lo creyese— que Maduro puede con esto. Y
menos solo. Sin el apoyo de las fuerzas que mayoritariamente han expresado su
rechazo. Ninguna de las dos corrientes políticas en pugna —y este es el dato
fáctico determinante en la solución de la ecuación actual— puede por sí sola
implementar un gobierno de salvación nacional. Mucho menos dotarlo de la
gobernabilidad necesaria que lo sostenga y le dé el carácter estratégico que se
requiere para garantizar la estabilidad política y social necesaria, de cara a
la urgente aplicación de un programa de ajuste económico inevitable.
Pero para abrir un proceso de
transición, no solo luce imprescindible que se produzca una grieta en la
estructura madurista de poder. También del lado de la oposición: tras el
rechazo de Falcón del resultado de las elecciones del domingo, antes de que el
CNE lanzase sus cifras —que consideramos ha descuadrado completamente el escenario
politico—, ha llegado el momento de revisar la estrategia y la acción.
Como dice Capriles en su carta, llegó
la hora de que la unidad opositora evolucione, se replantee le lucha
democrática y sobre todo se reconecte con los venezolanos y con la esperanza.
La oposición no puede seguir haciendo
equilibrios sobre la cuerda del rechazo popular que entre otras razones nos ha
traído a este desmadre político, que se manifestó en el rechazo casi absoluto
de los venezolanos a los partidos de oposición y sus líderes, junto a los del
gobierno.
La responsabilidad histórica les
obliga a plantar cara a la situación, replanteándoselo todo, y a entrar en un
debate autocrítico constructivo que de paso a una reorganización interna,
coloque los liderazgos de masas por encima de cuadros y aparatos, y dé
respuestas con contenido movilizador.
A “deselitizar” su conducción y a
ampliar su abanico a la totalidad de liderazgos “reales” existentes, incluso
más allá de sus fronteras partidistas, en un afán claro de reconectarse con la
“agenda del país”. Es decir, de la crisis, colocándola por encima de la agenda
política del poder, que tanto les obsesiona y paraliza, consumiéndolos en un
endogámico canibalismo cainita, tan caro al logro de esa tan ansiada
unificación.
No hay que confundir desencanto con
desinterés. Gracias a que suponemos que la voluntad popular opera a través de
la representación política (cuando la representación se toma en serio) se
espera la articulación de demandas que no han llegado. En su discurso, en sus
actuaciones, los líderes lucen distanciados de la realidad. Del peso humano de
la mayor crisis de nuestra historia.
Y esa distancia, esa insensibilidad
hacia los problemas de la gente a la que en principio representan, pasa
factura. Más cuando en crisis descomunales como esta, tiene que haber una
obligada ponderación del significado social de las decisiones.
Se sabe que la política es una
ocupación para la que se necesita capacidad de juicio, visión de conjunto,
prudencia, intuición, sentido del tiempo y la oportunidad, capacidad de
comunicación y disposición a tomar decisiones. Pero si no existe un compromiso
en el que el político esté dispuesto a jugárselas por su proyecto y por lo que
dice representar (como nuestros líderes de la Generación del 28, la del 36 y
del 58), y la complejidad se diluye en la sola lucha por el poder, entonces la
base popular se advierte huérfana y se desencanta.
Más cuando se enfrenta una crisis de
dominación política en la que las contradicciones de sus dirigentes, sus
marchas y contramarchas, encuentros y desencuentros, y sobre todo sus
silencios, es lo que dejan en el ambiente.
Después de la muerte de más de cien
jóvenes en las protestas de 2017, detenciones, persecuciones y torturas,
supuestamente para impedir la celebración de la inconstitucional Asamblea
Constituyente, escasos días antes de la votación, la dirigencia política
desapareció hasta el día de hoy, sin ninguna reflexión ni explicación.
El alma se encona, se enrarece, en
medio del desamparo.
Por lo que de cara a lo que nos
espera de aquí en adelante, no hay que dejar de lado el sufrimiento y el dolor
popular a la hora de reflexionar sobre lo ocurrido. Y para quienes creen aún
que quien así procede desde la política es populista, es bueno saber de una vez
por todas que, debajo de ese sufrimiento y ese dolor, laten demandas sociales y
culturales que atender.
Porque diera la impresión de que los
partidos han dado prioridad —o eso es lo que reflejan las encuestas— a su papel
como instrumentos de sí mismos en detrimento de su función
representativa. Hasta el punto de, como diría Daniel Innerarity, ser incapaces
de cumplir las expectativas de orientación, participación y configuración de la
voluntad política que se espera de ellos.
Es tiempo de reflexión y de acción. Y
para hacer el cuento corto, terminaremos diciendo que el desconocimiento del
proceso y sus resultados por parte de Falcón en las elecciones del 20-M,
repotenció el impacto del fiasco del régimen, documentándolo. Y de manera
simultánea podría abrir el camino al necesario intento de reunificación de la
oposición.
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