El tema del patriotismo pudo parecer anacrónico hasta febrero de 1992,
cuando un fracasado golpe militar se escudó en la figura de Bolívar y en las
hazañas de la Independencia para ganar prosélitos. Hasta entonces, solo en los
actos oficiales se hablaba de los sentimientos que debía inspirar la patria.
Apenas en las solemnidades del calendario cívico –dos o tres, caracterizadas
por el hieratismo– se recordaba a unos personajes, a un designio y a unos
símbolos capaces de inspirar conductas tan sublimes como el sacrificio supremo
de la muerte. Pero nadie se daba por aludido. Los discursos sonaban en vano,
sin destinatarios dispuestos a procurar la palma del martirio por los valores
de la nacionalidad. Pasó distinto después de la intentona golpista.
Bastó que los militares se proclamaran “bolivarianos”, para que una
multitud se atreviera a manifestar contra el gobierno mientras levantaba como
enseña el retrato del Libertador. No eran manifestaciones corrientes, como la
de los partidos políticos hasta entonces, sino el comienzo de una cruzada de la
virtud republicana contra la perversidad de los gobernantes que traicionaron el
ideal de los próceres. Es explicable que los mensajes anteriores a 1992 no
provocaran entusiasmo. En Venezuela las fiestas cívicas eran un aburrido
agasajo de las cúpulas, unas palabras acartonadas, la ofrenda floral y el
desfile de soldaditos sin la incorporación de las masas a las efemérides. El espectáculo
se veía por televisión en la modorra del asueto, o no se veía porque la gente
se marchaba a descansar. Un abismo cavado desde antiguo separaba al pueblo de
las celebraciones patrias.
Quién sabe desde cuando secuestraron esas celebraciones –tal vez desde
los tiempos del guzmancismo– que habían provocado distancias entre el
sentimiento popular y la necesidad que tiene toda sociedad de oficiar en el
altar de sus glorias. Lo cierto es que no habían permitido que la colectividad
tuviera fechas que las congregaran en torno a unos valores superiores e
ineludibles, compartidos a la fuerza y susceptibles de producir sentimientos
constructivos. Era tal la indiferencia de los venezolanos en relación con las
fiestas patrias, que uno podía apostar a la falta del ingrediente afectivo sin
el cual se hace difícil la articulación de la vida social. Sin embargo, cuando
los “bolivarianos” se levantaron contra el presidente Pérez, resucitó la
criatura que dábamos por muerta.
Una resurrección combativa, por cierto. El pregón del bolivarianismo
militar se tradujo en el deseo de pelear abiertamente contra las instituciones,
y en pedir a gritos un régimen de fuerza. Los patriotas debían presentarse en
zafarrancho de combate con el correspondiente brazalete tricolor, con uniforme
de camuflaje y con el pertrecho de las frases que pronunció el Padre antes de
sacrificarse por nuestra libertad. Se inflamó un ingrediente sentimental que no
había provocado reacciones colectivas desde 1902, cuando las potencias de
Europa bloquearon nuestros puertos.
En el carnaval, en las aulas, en las reuniones de los sindicatos y en
las conversaciones privadas, el patriotismo fue el sorpresivo convidado de
honor. Más tarde el país y sus dirigentes se vistieron de amarillo, azul y
rojo. Una avalancha de calcomanías que representaban a la bandera nacional, se
convirtió en uniforme de miles de carrocerías. Otros miles de choferes
prefirieron engalanar sus vehículos con el mapa pintado con los colores
emblemáticos, o con la efigie del mero mero. Por último, la música vernácula
habitó entre nosotros. Se pusieron de moda los olvidados joropos y los
arrinconados capachos, el cantar recio se apoderó del rating junto con el
liquiliqui en las recepciones y la carne en vara en los restaurantes. Los
nuevos cantantes del folklore se volvieron ídolos de la juventud y vendieron
más discos que los roqueros. Entre chanzas y veras, entre poses y conductas
sinceras, entre regocijos y negocios, el empolvado patriotismo, o lo que se
asumía por tal, era pieza fundamental de la existencia venezolana.
Pero una pieza capaz de descubrir una patología digna de atención. La
nueva expresión del patriotismo se considera contemporánea de los próceres. Sus
voceros sienten que Bolívar está presente aquí y ahora, como una especie de evangelista
a mano cuyas obras resisten el paso de los siglos. Además, sienten que la
Independencia todavía no ha concluido. Aquí brota en toda su magnitud lo
psicótico de la vivencia. Cualquiera anda por allí, como si fuera Sucre,
repitiendo las proclamas del Padre y pidiendo que las obedezcamos. Como si
fuera Rafael Urdaneta, cualquiera reza en la plaza los decretos de san Simón
para ordenarnos la conducta. Cualquiera anda por allí como la negra Hipólita,
doliéndose de lo mal que nos portamos con ese señor a quien debemos la vida. A
cada paso aparecen los Negro Primero y los Batallón Junín aprestando las
batallas para el combate.
En la otra orilla están los Virrey la Serna, los Canterac, los Mariscal
Morillo y los Casa León de nuestros días, esto es, las criaturas nefastas a
quienes hay que derrotar con el propósito de complementar la epopeya. Es
evidente cómo planean y llevan a cabo un pugilato extemporáneo. No hay duda de
que protagonizan una conducta anacrónica. Nadie puede discutir que juzgan de
una manera parcial y atrabiliaria los hechos históricos. Mario Briceño Iragorry
criticaba a los hombres de su tiempo porque se limitaban a contemplar el pasado
heroico y a vivir de su recuerdo, sin atender los reclamos de su presente.
Observaba una anormalidad en la estupidez de ese envanecimiento que registraba
en sus escritos de 1942. Hoy vería una enfermedad más riesgosa, no en balde la
insania del patriotismo activo se resume en sucesos que, si continúa su
proliferación, pueden terminar en la inauguración del manicomio nacional.
He mostrado dos ejemplos en otra parte, pero conviene remacharlos. El
primero es el intento de asesinato del diputado Antonio Ríos, ocurrido en
septiembre de 1992. Se acusaba al diputado de corrupción y unos delincuentes
disfrazados de patriotas pretendieron ajusticiarlo basándose en un decreto de
Bolívar. El decreto tiene fecha 12 de enero de 1824, se dio en situación de
emergencia y ordenaba el patíbulo contra los peculadores. Ni siquiera se aplicó
en su momento, pero los delincuentes lo querían ejecutar ciento sesenta y ocho
años después. Algunos disparos le dieron al diputado, siguiendo la orden
bolivariana.
El segundo ejemplo es un poco posterior. El 29 de agosto de 1996, un
empresario solicitó al presidente Caldera que no permitiera la venta del Banco
de Venezuela a inversionistas de Colombia y Perú, debido a que: “(…) no podemos
olvidar que nuestro Libertador Simón Bolívar, que nació por cierto a escasos
metros de la sede del Banco, murió abandonado en Colombia y nuestro Gran
Mariscal de Ayacucho murió vilmente asesinado en Berruecos, Perú (sic)”. El
presidente no atendió el descabellado argumento, pero nadie le reprochó nada al
proponente, tan acostumbrados como estamos a la influencia de un patriotismo al
uso, a quitarles a los héroes la cárcel del tiempo al que pertenecieron y las
limitaciones de saber y conocimiento que agobian a todas las personas. Tan
habituados estamos a considerar la Independencia como período sin confines, que
resiste el paso de las generaciones para obligar a su continuación, aun cuando
se haya cumplido en la centuria anterior el ciclo al cual pertenece
necesariamente.
Pero, acaso sin proponérselo, la patriotería militante golpea con fuerza
un mito de país sin problemas, que se había asentado en medio de la prosperidad
del siglo XX. Hasta la aparición de estas vehemencias, los venezolanos nos
anunciábamos como criaturas de una comarca distinta a las del vecindario. La
existencia del petróleo y el mensaje bolivariano –no faltaba más– nos habían
hecho más tolerantes y más democráticos en relación con el resto de los hombres
de América Latina, se aseguraba; más generosos en la distribución de las
oportunidades y más hospitalarios con los necesitados que buscaban amparo desde
otras latitudes. Éramos, según inspiraba el mito, un crisol de razas, una
comunidad ganada para la integración con las “repúblicas hermanas”. En suma,
éramos el paraíso petrolero–bolivariano, definitivamente diverso frente a las
sociedades que antes fueron colonias de España. Los gritos del guerrerismo
“bolivariano” y el propio movimiento golpista, capaces de mover a las masas
contra el establecimiento, susceptibles de anunciar la posibilidad de una
violencia de naturaleza política, desvelaron el secreto que pretendíamos
ignorar, aunque estuviese guarnecido en lo más recóndito de la sociedad,
asomándose a ratos cuando lo permitía la república opulenta. No es cierto,
mostraron los “bolivarianos”. Su propia presencia y el entusiasmo que
despertaron, determinó la negación el mito.
¿Acaso no eran como los gorilas del cono sur, tan faltos de ideas como
la soldadesca centroamericana, tan fundamentalistas como los oficiales del
fujimorazo, tan chatos como todos juntos en la lectura de los males nacionales?
El hecho de observarlos propalando sus homilías nos expulsó del edén y nos mudó
al purgatorio, A un purgatorio igual o peor a los del vecino, que veíamos como
cosa separada e inferior. Milicos, momios, temor, rumores, tropas en la calle
contra los cívicos iracundos, gentes en fila para buscar alimento y protección,
la sensación de que el régimen democrático no era duradero se convirtieron en
parte del paisaje, como en los países cercanos. Nos comenzamos a parecer a los
demás. Tal vez sea esa la única deuda que debamos cancelar a los “bolivarianos”
que vienen destrozando el paraíso desde 1992.
Pero sería injusto achacarles muchas de las distorsiones relacionadas
con el patriotismo venezolano. Lo mismo pasa con los ritualistas mencionados
antes. En el fondo no hacen sino repetir el discurso propuesto a partir de
1810, cuando comienza el proceso insurgente. Lo del paraíso tropical fue pan
diario en la Gaceta de Caracas, en el Semanario de
Miguel José Sanz y en el Correo del Orinoco, por ejemplo. El
mensaje servía entonces para ganar prosélitos, como ahora sirve para engañar
incautos y para disgregar sentimientos. En el fondo no hacen más que proseguir
una apologética iniciada en 1830, cuando la autonomía necesitaba la
construcción de un santoral partiendo de la epopeya recién terminada. Un
santoral de hipérbole que inaugura Páez y alcanza el clímax durante el
guzmancismo. Los gobiernos del siglo XIX llegan a hacer una codificación tan
machacona, tan invariable y tan ineludible en torno al proceso de la fundación
republicana, que mueve sin solución de continuidad las actitudes masivas de la
actualidad. De tanto repetirse, la codificación llega a aburrir y se aletarga,
pero nunca faltan los campaneros del empíreo que se ocupan de colocarla otra
vez en el cetro de la escena.
Usualmente los campaneros no se ocupan de ver que está loco el caballo
blanco del Escudo Nacional, o que el bizarro animal puede simbolizar el
atolondramiento de quienes lo reverencian, pues anda a galope mirando hacia
atrás sin ocuparse del probable choque que le espera por andar en volandas sin
fijarse en el camino. Tampoco extrañan que el escudo de la criolledad esté
adornado por unas hojas tan extrañas como las olivas, que no se dan en la
tierra que representa, sino en mundos remotos. Ni siquiera sienten una ronchita
en el himno que coloca a los señores primero que a los siervos en sus bravías
estrofas, ni se incomodan por ser tan fatuos en la predilección de su terruño
cuando la letra de la misma canción asegura la existencia de una sola nación
mayor y más trascendente por mandato de la divinidad. Ninguno presagia la
alternativa de considerar que los valores del período fundacional corresponden
a una época y a unos intereses que no deben necesariamente permanecer en lo
posterior. O que responden a simpatías, antipatías y necesidades que no tienen
que ser a la fuerza las nuestras.
Ciertamente los símbolos y los héroes no pueden someterse a descarnado
examen. Son héroes y son símbolos. En consecuencia, son como los santos y como
los objetos que testimonian la santidad. Pero no les cae mal un barniz de
historicidad, una revisión de su temporalidad, un olor a cadáver y a cosas de
cadáver, susceptibles de permitir un acercamiento más ponderado a sus obras.
Que vuelvan después a los altares, sin que por ello los fieles se les alejen.
Acaso sea una operación más edificante que poner calcomanías de la bandera
tricolor en el carro, como testimonio de reverencia por la patria.
Ojalá que todo terminara en banderitas de automóvil y en gorras que
evocan la heroicidad. Aunque compendian sentimientos superficiales,
aunque son estereotipos que mucho ilustran sobre el descamino de sus
portadores, pueden parecer inocuas. Por desdicha, las chapitas y las pegatinas
solapan un absurdo sentimiento de superioridad frente a quienes no las usan a
pesar de contarse entre los miembros de la misma nacionalidad; pero también,
seguramente, al desprecio de los hombres que no tuvieron la fortuna de ver la
luz en la Tierra de Gracia. Se llega así a una fragmentación sin fundamento
objetivo, que traspasa los linderos del mapa y cuyo origen se encuentra, por lo
que guarda nexos con la sensibilidad de nuestros días, en la manipulación de
los procesos históricos que ha llegado a su apogeo a partir de la intentona
golpista de 1992.
Elías Pino Iturrieta
El Panteón de los Héroes (1898), de Arturo Michelena
11/02/2018
***
(Este texto se
publicó por primera vez en enero de 1998: Folios No. 301, revista
editada por el CONAC).
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