Lo que está
sucediendo en Venezuela no tiene la menor relación con una “revolución” o con
el “socialismo”, ni con la “defensa de la democracia”, ni siquiera con la
manida “reducción de la pobreza”, por desgranar los argumentos que se manejan a
diestra y siniestra. Podría mentarse “petróleo”, y estaríamos más cerca. Pero
los hechos indican otras inflexiones.
Estamos ante
una lucha sin cuartel entre una burguesía conservadora que fue apartada del
control del aparato estatal, aunque mantiene lazos con el Estado actual, y una
burguesía emergente que utiliza el Estado como palanca de “acumulación
originaria”.
No es la
primera vez que esto sucede en nuestras breves historias. Las guerras de
independencia fueron eso: la lucha entre los decadentes “godos” (peninsulares
monárquicos) y la emergente oligarquía “criolla” que utilizó el control del
aparato estatal para legalizar la usurpación de tierras de los pueblos
originarios. Los segundos se apoyaban en las potencias coloniales británica y
francesa que competían con la decadente España por el control de las colonias
independizadas, con la misma lógica de los progresismos que se apoyan en China,
incluyendo conservadores como Macri, frente a la imparable decadencia
estadounidense.
La débil
burguesía criolla se montó en la movilización de los pueblos (indios, negros y
sectores populares) para derrotar a los poderosos peninsulares. Concedió la
emancipación de los esclavos con los mismos objetivos que hoy la nueva
burguesía aplica políticas sociales que reducen la pobreza: en ambos casos los
de abajo siguen estando en el sótano como mano de obra barata, sin haberse
movido un ápice del lugar estructural que ocupan.
Las nuevas
elites venezolanas, lo que popularmente se denomina “boliburguesía”, son una
mixtura de altos funcionarios de empresas públicas y del aparato estatal,
militares de alta graduación y algunos empresarios enriquecidos a la sombra de
las instituciones. Gestores incrustados en el aparato estatal. Por eso se
resisten a perder poder, ya que todo el entramado se les vendría abajo.
Algunos ya
consiguieron transformar la renta apropiada en propiedad privada. Pero una
buena parte está aún en ese proceso. Por eso el sociólogo brasileño Ruy Braga
denomina a los gestores sindicales de los fondos de pensiones de su país, la
nueva clase emergente, como parte de una “hegemonía frágil”.
Roland Denis
sostiene que en su país gobiernan las mafias: “Maduro podrá tener la
mejor voluntad pero se ha impuesto un lobby muy fuerte de mafias internas del
gobierno” (La Razón, 27 de diciembre de 2017). El filósofo y
exviceministro de Planificación y Desarrollo (2002-2003), asegura que varias de
estas mafias son banqueras y otras vienen de viejos grupos de “chupa-renta
petrolera” instalados desde hace muchos años.
Le pega duro
a los “intelectuales” que encubren las matufias del poder. “Con un
lenguaje de izquierda justifican una política que solo ha favorecido a
banqueros, grandes importadores, cadenas monopólicas y transnacionales. A su
vez, es una política que mediante la imposición de precios y corporaciones ha destruido
al pequeño productor de azúcar y café para beneficiar a los importadores.
Mientras tanto, los paquetes de Café Venezuela que vienen en las bolsas de los
Comité Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP) solo sirven para confundir
a incautos”.
La otra
mirada, la chavista-madurista que culpa de todo a otros, es la que esboza Marta
Harnecker: “El tiempo histórico está a nuestro favor. Lo que nos ayuda
en esta lucha contra las fuerzas conservadoras es que el tipo de sociedad que
proponemos, y que estamos empezando a construir responde objetivamente al
interés de la inmensa mayoría de la población, en contraste con las fuerzas
conservadoras que solo benefician a las élites”(Rebelion, 4 de abril
de 2017).
LA
IZQUIERDA. A la luz de lo sucedido en la región en las
dos últimas décadas, podemos arribar a una redefinición del concepto de
izquierda: es la fuerza política que lucha por el poder, apoyándose en los
sectores populares, para incrustar sus cuadros en las instituciones que, con
los años y el control de los mecanismos de decisión, se convierten en una nueva
elite que puede desplazar a las anteriores, negociar con ellas o fusionarse. O
combinaciones de las tres.
La izquierda
es parte del problema, ya no la solución. Porque, en rigor, aunque ahora empiecen
los deslindes, los progresismos son hechuras de la misma urdimbre. Miremos al
PT de Lula. Niegan la corrupción que es evidente desde hace una década, cuando
Frei Betto escribió La Mosca Azul luego de renunciar a su
cargo en el primer gobierno Lula, cuando se destapó el escándalo del mensalao.
“La picada
de la mosca azul inocula en las personas dosis concentradas de ambición por el
poder. Las personas, entonces, son más receptoras al veneno de la mosca cuando
viven situaciones en las cuales disponen, de hecho, de posibilidades más
concretas de ejercer un poder mayor. Esto es, cuando als condiciones objetivas
son favorables a los impulsos que están siendo estimulados en el plano
subjetivo”.
¿Qué tipo de
personas (militantes, activistas, dirigentes) surgirían en un proyecto político
que no se proponga tomar el poder? Esta pregunta se la formularon, palabras más
o menos, los zapatistas hace ya cierto tiempo. ¿Cómo le llamaríamos a una
fuerza que se proponga, “apenas”, transformar la sociedad desde la vida
cotidiana?
No lo
sabemos porque el imaginario construido durante dos siglos apunta en dirección
al poder estatal. Como si lo que hubiera que transformar fuera algo externo y
no pasara, en primerísimo lugar, por las mismas personas que se dicen
militantes. Lo que sí sabemos es que la izquierda realmente existente se ha
convertido en un obstáculo para que las mayorías se hagan cargo de sus vidas.
La polarización derecha-izquierda es falsa, no explica casi nada de lo que
viene sucediendo en el mundo. Pero lo peor es que la izquierda se ha vuelto
simétrica de la derecha en un punto clave: la obsesión por el poder.
Por Raúl Zibechi / Miembro del staff académico de la Fundación ALDHEA
Publicado en la Revista Brecha de Uruguay
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