El diálogo abierto
y sincero es una pieza de colección: escaso.
No importa
el ámbito en el cual nos encontremos, la comunicación entre humanos se ha
desvirtuado a tal punto que asumimos, de entrada, la falsedad del otro, la
manipulación, la agenda oculta, los intereses inconfesados. Entonces, a partir
de esa premisa preconstruida, actuamos. Es decir, comenzamos a defendernos de
una agresión asumida como real pero no explícita, como un mecanismo de
protección impreso en nuestro inconsciente que se dispara de modo automático.
¿De dónde
surgió la idea de un ser humano naturalmente gregario? La realidad nos ha
enseñado lo contrario: somos islotes en un mar lleno de amenazas verdaderas o
imaginarias, pero tan poderosas como capaces de determinar nuestras reacciones,
nuestras capacidades y sobre todo los desafíos de nuestro entorno. Por supuesto
hay excepciones y son precisamente las que marcan la diferencia entre simples
individuos absortos en su propio mundo y grupos integrados alrededor un algún
objetivo común.
Estos
últimos son los verdaderos motores del desarrollo. Son quienes trabajan con el
pensamiento enfocado mucho más allá de sus intereses personales, capaces de
hacer realidad sueños colectivos como si fueran los propios. Son personas cuya
habilidad más notable es mantener la transparencia en un entorno marcado por la
opacidad y el egoísmo. Por supuesto, no siempre vencen la fuerza de la
oposición, pero dejan un legado de esperanza y la posibilidad concreta de un
mejor modo de enfrentar los desafíos.
En esta
lucha sin sentido, la comunicación es una herramienta poderosa y se utiliza en
ambos sentidos de la escala de los valores humanos con una eficacia aterradora.
Se puede transformar en un arma letal o en un instrumento capaz de llevar a la
Humanidad por el camino del entendimiento y la razón. Esta dicotomía es
palpable en todos sus ámbitos y se traduce tanto en la incapacidad de
entendimiento entre colectividades, hemisferios e ideologías, como en la
ejecución de extraordinarias iniciativas para beneficio de la Humanidad.
Quizá el
origen del conflicto entre humanos sea la pérdida de contacto con el otro. La
desconfianza, cuyo origen está muchas veces en nuestra propia incapacidad de
entendimiento y empatía, es una presencia constante en el diálogo y resulta
capaz de alterar la percepción, contaminando cualquier intento de conciliación.
Dentro del
núcleo familiar ya se instalan los prejuicios y las luchas de poder. Son muchas
veces tan crudas y explícitas como para imprimir en la mente de las nuevas generaciones
ese patrón de conducta como el correcto, el conveniente, el ventajoso frente al
resto de una sociedad con similares esquemas de conducta. De esos patrones
devienen el desprecio por el otro con los consiguientes mecanismos de defensa y
ataque psicológico a los cuales terminamos por acostumbrarnos como algo
aceptable en nuestras relaciones interpersonales.
La guerra,
por lo tanto, es un elemento presente como una característica implícita de
nuestra especie y se le otorga el valor del poder sobre el otro en los
negocios, en el romance, en la competencia. La guerra, como nos enseñaron desde
la infancia, es territorio de valientes, de héroes y de quienes merecen
permanecer en el imaginario colectivo como ejemplos a emular. Nunca nos dijeron
que era mejor el diálogo claro y sincero, Tampoco nos enseñaron a reconocer
nuestros errores en lugar de imponerlos por la fuerza y por eso,
fundamentalmente, nos resulta tan difícil destruir esa escala de antivalores
para construir otra sobre la base del entendimiento y la búsqueda de la paz.
Por Carolina Vásquez Araya
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