Introducción del libro publicado por la Editorial Espasa.
Los cuadros tienen muchas vidas. Esa es la premisa de este libro. Un cuadro esconde una historia real, o una curiosidad, que normalmente no leemos en las cartelas que cada museo instala al lado de la obra. Pero también esconde una ficción, que es la que cada espectador imagina cuando se pone delante y lo mira atento, olvidándose por un instante de todo y de todos.
Siempre que visito un museo, siempre que paseo por sus salas, tiendo a imaginar la vida de los personajes que habitan los cuadros. Rara vez tiene que ver con la real, pero suelo construir un relato novelesco sobre las vicisitudes y avatares que podrían haber sufrido los hombres y mujeres que tengo delante. Si veo a una mujer en una habitacin de hotel, desnuda y leyendo un libro, mi mente intenta reconstruir qué es lo que la ha llevado hasta esa habitación y por qué tiene esa actitud melancólica. Imagino su hartazgo, su hastío, su cansancio. Intento ponerme en su piel y, a partir de ahí, trazar un mapa imaginario que responda a qué, cómo, dónde, quién, cuándo y por qué.
Con cada obra se puede jugar a hacer cine e intentar adivinar qué fotograma viene antes y después del que tenemos congelado delante. Un gesto, una pincelada, un error, una rectificación quizá enciendan la llama que nos permita encajar las piezas de un puzle de ficción, pero inspirado en hechos reales.
Recuerdo que, hace a dos años, el Museo del Prado me llamó para comunicarme que iban a empezar a abrir los lunes. Les dije que era una noticia muy interesante, pero que si habían preguntado a los personajes de los cuadros, porque no es lo mismo tener un día libre que trabajar toda la semana sin descanso. Aguantar a los visitantes doce horas más a la semana podría hacer que protestaran la infanta Margarita, el Caballero de la Mano en el Pecho, Carlos V o el bufón don Sebastián de Morra. No me miraron con la cara de incredulidad que están imaginando porque nos conocemos desde hace tiempo. Pero les propuse ir de noche al museo para ver in situ cómo vivían esos personajes el día previo a ese primer lunes. Fue un privilegio pasear por las salas en penumbra, ver al Jacob pintado por Ribera dormir plácidamente como siempre, poco afectado por la medida, comprobar que los borrachos se daban el último festín y que las Tres Gracias bailaban ajenas a que iban a ser contempladas un día más de lo habitual.
Para mí los cuadros tienen una vida mientras estamos en el museo y otra diferente cuando se quedan a solas. Estoy seguro de que en El Prado de noche suceden cosas y que hasta Goya se pasa a charlar con Velázquez.
Una obra de arte concluye siempre en los ojos del espectador, que termina dotándola de sentido, a veces alejado del que pretendió el propio artista, otras veces coincidente y, seguro, casi siempre sugerente.
Por ejemplo, si tengo delante un autorretrato de Sofonisba Anguissola o el retrato que le hizo Van Dyck, ya de mayor, me cuesta no pensar en todo lo vivido por esa mujer y en las dificultades para abrirse paso en un mundo de hombres. Me cuesta no pensar en su padre y en la apuesta decidida que hizo para que sus hijas se formaran en la cultura, que en nuestros días sería el equivalente a apostar porque uno de nuestros hijos sea astronauta, pero un astronauta que quiere ir a Marte. Vale que quizá yo he llegado a esa obra con algo estudiado por motivos de trabajo, pero si ustedes la ven -la verán en este libro-, si observan sus ojos, su mirada, comprobaran que esa anciana comienza a hablarles.
La imaginación como territorio innegociable es lo que da forma a una de las dos vidas de una obra de arte. La segunda es la real, que muchas veces parece más de ficción que la que hayamos podido imaginar. Intentaremos, como si de una máquina de rayos X se tratase, descifrar qué esconde una pincelada, una mirada, un color, un matiz. Comprobaremos cómo todos, absolutamente todos los cuadros que aquí aparecen, pero también miles de los que se han quedado fuera, albergan un viaje fascinante por el tiempo y sus circunstancias. Todos encierran alguna peculiaridad. La idea es atravesar las capas de pintura y adentrarnos en el misterio o los secretos que tiene cada obra. Descubrirn que, detrás de cada una de esas capas, existe algo que merece ser contado.
En este viaje confirmaremos también algo que es sabido: el devenir real de un cuadro es esclavo de la época en la que se pint. Siendo esto una obviedad, si lo analizamos tiene más importancia de la que creemos. Los ojos de hace uno o dos siglos no son los ojos de ahora, ni los de ahora serán los de dentro de doscientos años. Lo que puede parecer una nimiedad a nuestra mirada quizá supuso una condena en el siglo XVI o, sin ir tan lejos, a principios del vecino siglo XX. La forma de pensar influye en el resultado final y hay casos en los que el artista se ve obligado a cambiar algún detalle por la presión de una sociedad vigilante. Y no hablamos de censura, hablamos de maneras de mirar, del desprecio de esas miradas ante lo que ven. Le pasó a Sargent por un tirante; Manet se llevó disgustos en el Salón de París. A muchos artistas se les tildó en su tiempo de degenerados.
¿Y qué decir de las mujeres? Las mujeres, como hemos señalado antes, tuvieron que vivir la injusticia de un tiempo en el que se les negaba hasta la entrada a los talleres para aprender. Hay excepciones, pero incluso autoras como Clara Peeters no podían competir en igualdad de condiciones con sus compañeros. La mujer, como mucho, solía tener reservado el papel de musa y modelo.
En esa vida real de los cuadros vemos que muchos de ellos no fueron valorados hasta aos después: fue el tiempo quien los terminó poniendo en su sitio. Es de sobra conocida la historia de muchos artistas que no lograron vender un cuadro en vida y ahora baten récords en las subastas.
El arte es una celebración. Un cuadro no se acaba en lo que encierra su marco, un cuadro vive antes y después de que lo miremos. El marco lo acota y nosotros debemos cruzar esa frontera para hacer que su existencia siga saltando siglos y vidas, y se renueve con cada mirada. Cada cuadro es un cuento, una novela, un relato, y eso he pretendido reflejar en estas páginas: romper el marco y expandir el lienzo hasta donde sea posible.
En muchas ocasiones, sin ser grandes entendidos en arte, nos emocionamos delante de una obra. Probablemente no sabríamos explicarla, pero nos produce emoción. Eso es, quizá, lo que diferencia el buen arte del arte vulgar: que nos coge del pecho y nos aprieta, y no somos capaces de defendernos. Les pido que no se defiendan y se vengan de viaje conmigo a través de colores, texturas, claroscuros, maldiciones, ojos, besos, paisajes, muerte y amor que recorren algunas de las grandes obras de todos los tiempos. Casi todas ellas visitables en algún museo del mundo, ese era uno de los grandes requisitos. Se ha colado alguna perteneciente a colecciones particulares pero se suelen exponer con asiduidad en retrospectivas dedicadas a sus autores o autoras.
Empezamos. Si Monet dijo que solo podía dibujar lo que veía, nosotros intentaremos escribir sobre todo lo que no se ve. El mismo Monet también afirmó que la gente discutía y discutía sobre su arte, y pretendía comprenderlo, cuando todo era más sencillo porque, simplemente, era amor.
Este libro, de alguna manera, es también una declaración de amor a eso que tanto nos hace soñar y reflexionar, y nos golpea la cabeza para trastocar muchos de nuestros pensamientos, y es capaz de voltear nuestras convicciones. Lo que nos sirve de refugio y nos pone a salvo del ruido exterior, de la sinrazón, de la barbarie: el arte.
¿Cómo no amarlo? ¿Cómo no emocionarte?
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