La modernidad como anhelo es desarrollada por Mondolfi Gudat(1) a modo de cierre del libro “y a guisa de epílogo de este recorrido que ha intentado emprenderse en torno al siglo XX. Se trata de un tema denso y polisémico, sobre todo cuando a esa «modernidad» se la aborda desde la singular perspectiva venezolana”.
[A]n essential part of being modern is thinking you are modern.
C.A. Bayly, The birth of the modern world (2003).
Un concepto problemático
Existe una pregunta que suele tomar por asalto a todo aquel que se acerque a observar de vuelta el siglo XX: ¿cuán tarde —si tal se supone fue el caso— arribó Venezuela al baile de la «modernidad»? La pregunta podría plantearse de otro modo: ¿resulta confiable afirmar que el país llegó con retraso de «años» a los desafíos impuestos por ese siglo? La respuesta, desde luego, bien pudiera depender del tipo de indicadores que pretendan consultarse a tal efecto como, por ejemplo, el grado de institucionalización del Estado, el nivel de participación política de la sociedad y de incorporación de la mujer a la vida pública, la calidad del sufragio o la existencia de partidos políticos «modernos». Pero también podría depender de lo que se entienda por el propio concepto de «modernidad». Dicho de otra forma: todo intento por comprender esta noción parte de una trayectoria dual que va desde cómo se la define o desde cuándo en realidad pudiera hablarse de ella, hasta los agentes materiales que la hicieron posible.
Lo que además termina erigiéndose como un obstáculo a la hora de abordar el tema y concluir si Venezuela llegó a estar efectivamente —o no— a la altura del discurso «modernizador» del siglo XX es que la «modernidad», como concepto, acabó cayendo en descrédito dentro del ámbito intelectual debido al hecho de que nutrió parte del vocabulario tecnocrático que circuló en la década de 1990. De acuerdo con el historiador Alan Knight, el vocablo «modernidad», en manos de los llamados políticos «neoliberales», funcionó como el santo y seña de una militancia muy activa durante los años noventa, y de hecho, la noción misma vino a convertirse, en tal sentido, en feroz antagonista del término «populismo».
Ahora bien, aquí opera un detalle bastante digno de tener en cuenta. Rómulo Betancourt, por ejemplo, pudo hablar de «modernización» para referirse de tal forma a la «democracia» y a la «democratización» como elementos sinónimos del tipo de proceso al cual hemos pretendido referirnos a lo largo de este libro. Pero, al mismo tiempo, el propio Betancourt podría ser tomado como epítome del populismo, aunque jamás se hubiera reconocido a sí mismo ante semejante vocablo; de hecho, no lo utilizó y, aún más, ni tan siquiera llegó a identificarse con él. Ocurre sin embargo que, en este caso, los regímenes y movimientos «populistas» serían un ingrediente distintivo de la «modernidad» tal cual habría de llegar a entenderse en el siglo XX. De hecho, el «populismo» funcionaría —al menos a nivel regional— como un signo de identidad muy característico de ese siglo, bien se tratara del modo como lo concibió el propio Betancourt en Venezuela, Lázaro Cárdenas en México, Juan Domingo Perón en Argentina o Getulio Vargas en Brasil.
Sucede también que podríamos correr el riesgo de extraviarnos al intentar precisar las diferencias que existen entre «modernidad» y «modernización». A nuestro modo de ver, la primera pudiera ser definida como la intención de ser modernos en tanto que la segunda funcionaría como la implementación efectiva —o no— de tal aspiración. Vistas así, una cosa es la modernidad como un anhelo expresado en discursos, programas, proyectos y propuestas —que es lo que, al fin y al cabo, interesa a los fines de estas líneas— y otra muy distinta su grado de implementación, bien que pudiera haber terminado siendo fallida, deficitaria o moderadamente exitosa en algunos ámbitos de actuación.
En este sentido existen autores que sostienen que lo que en realidad se produjo en Venezuela fue una «modernidad» sin «modernización», lo que equivaldría a verla como una pseudomodernidad o una modernidad deficiente4. Ahora bien, insistimos en que la «modernización», en tanto que parte instrumental de la modernidad, o como proceso de implementación de la misma, es un asunto totalmente diferente. Tal podría ilustrarse al decir, por ejemplo, que Venezuela puso en práctica, como muchos otros países de la región, un tipo de industrialización no selectiva, indiscriminada y, por tanto, derrochadora de recursos aun cuando capaz, al mismo tiempo, de impulsar un crecimiento sostenido de la economía nacional durante varias décadas. Lo mismo cabría decir acerca de la burocracia en tanto que esta dejó en muchos casos de ceñirse a criterios de racionalidad y eficiencia para acabar convirtiéndose en asiento de prebendas o en vehículo para satisfacer la empleomanía5. De hecho, en el caso de la burocratización del Estado, podría hablarse de un balance mixto: por un lado, de lo que significó la presencia de agencias especializadas y de altos niveles de capacitación técnica y, por el otro, de un aparato irresponsable, voraz, incontrolado o convertido simplemente en pasaporte para prácticas clientelares.
Aunque no neguemos que llegaran a confundirse las distancias que separaban al servicio público de la provisión de empleo, quisiéramos ser enfáticos a la hora de insistir en este punto. Como parte de lo que fue la transformación modernizadora del siglo XX se le daría preeminencia a la creación de organismos técnicos del Estado y, por tanto, a la presencia no solo de las garantías necesarias que hicieran posible afianzar la estabilidad de su funcionariado sino también de notables niveles de inversión en procura de ampliar su formación para el mejoramiento de competencias. Hablamos en este caso de una burocracia formada por expertos agrónomos, estadísticos, ingenieros civiles o topógrafos, la cual se vio inmune, o relativamente inmune, al clientelismo, y capaz, por ello mismo, de garantizar cierta continuidad en los planes a ser implementados. Ni qué decir tiene en este caso lo que significó la feminización de la administración pública o el desarrollo profesional de la mujer dentro de ese sector. Ahora bien, que esa Venezuela «moderna» terminara convirtiéndose en asiento de una densa burocracia propicia al paralelismo, la duplicación y el conflicto de responsabilidades no es lo que se discute aquí; lo que intenta ponerse de relieve es el papel del servicio público profesionalizado como parte del proyecto modernizador.
Existe a la vez otro problema en lo que al caso específico de Venezuela se refiere. Podríamos definirlo quizá como la equivocada idea —o, incluso, como una idea cargada de intencionalidad política— según la cual los venezolanos llegamos traumáticamente tarde a las puertas del siglo XX. Bastaría poner como ejemplo en este caso las tentadoras, aunque discutibles palabras de Mariano Picón-Salas, cuando dejó rotulada la frase según la cual el país había entrado al siglo XX el 17 de diciembre de 1935, cuando ocurrió la muerte de Juan Vicente Gómez. He aquí textualmente la cita: «Podemos decir que con el final de la dictadura gomecista comienza apenas el siglo XX en Venezuela. Comienza con treinta y cinco años de retraso»7.
Se trata de una frase engañosa por distintas razones. En primer lugar, porque el advenimiento de un siglo jamás podría verse dictaminado por el fallecimiento de una persona o por el fin de un régimen político, por más poderosa que fuera la presencia de ambos en el imaginario colectivo. En segundo lugar, el siglo XX venezolano nunca se entendería sin la existencia de lo que el historiador Diego Bautista Urbaneja ha definido precisamente como el «sistema político gomecista»8. Tal sistema supuso, entre otras cosas, la formación de una burocracia civil acorde con un tipo de Estado que pasaría a desempeñar funciones que traspasarían sus márgenes tradicionales y, lo más importante de todo, que no desanduvo sus pasos al ocurrir la desaparición física de Gómez. Esto explica que ese Estado «moderno» implicara necesariamente un aumento en el número de administradores de lo público y, en especial, la continuidad y experticia acumuladas a partir de entonces. No existe, por tanto, mejor forma de desmentir el aserto de Picón-Salas que trayendo a colación un ejemplo que serviría para hacerlo visual. Hablamos en este caso de Manuel Egaña, quien mucho antes de desempeñarse como ministro de Fomento de Eleazar López Contreras (1938-1941), de Carlos Delgado Chalbaud (1949-1950) y de Raúl Leoni (1964), había adquirido sólidos conocimientos jurídicos y económicos como integrante de la burocracia gomecista desde los comienzos de su carrera pública en el Banco Agrícola y Pecuario (1929).
Otro tanto podría decirse acerca de Néstor Luis Pérez y Gumersindo Torres, ambos formados en las mismas entrañas y elogiados, además, en virtud de la calidad de sus desempeños, por un antagonista tan tenaz de Gómez y de su elenco como lo fue Rómulo Betancourt. De modo que en esta perspectiva, la lenta pero sostenida formación de esa burocracia estimulada por el gomecismo no respondería, a fin de cuentas, a la descripción interesada que el propio Betancourt hizo al respecto al generalizar en estos términos: «Hombres sin ninguna preparación técnica eran [los] colaboradores más inmediatos [de Gómez] en las funciones más delicadas de la administración pública, y ese equipo cerril ninguna importancia pudo atribuir nunca a las ciencias económicas»9. El juicio de Urbaneja, al discurrir por la banda contraria, es absoluta y totalmente rotundo a los fines de lo que aquí interesa señalar: «Muerto Gómez queda como estructura objetiva la burocracia civil y militar que pudo haberse construido en esos años de modernización personalizada»10.
En tercer lugar, la de Picón-Salas es una frase engañosa porque es propia de esas horas «aurorales» que han existido siempre en la historia de la república. En el fondo se emparenta y tiene su razón de ser en la idea de lo «fundacional», o sea, en lo que significó el momento del «arranque» o de la «lucha final» ante un pasado que era preciso desterrar de la memoria. Baste decir, para que pueda verse cuán largo ha imperado entre nosotros esa tradición auroral, que la idea de un «nuevo amanecer» estaría presente ya en el primer número de El Venezolano de Antonio Leocadio Guzmán editado en 1840. Todo este empeño declarativo, centrado en lo que podría catalogarse como de «hora cero», lleva por fuerza a que se hagan mucho más visibles las rupturas que las continuidades cuando se trata de prestar atención a la formación del proceso histórico venezolano, especialmente —a los efectos de este ensayo— durante el siglo XX.
Aparte de la común tendencia a asociar el vocablo «modernidad» con estudios más bien de carácter cultural11, existe la propensión de vincular más estrechamente el término con sus logros materiales —lo cual no deja de ser correcto— que verlo asociado a prácticas sociales radicalmente distintas a las conocidas hasta el pasado inmediato. En realidad, y dicho en términos generales, la modernidad en el siglo XX abarcaría también nuevos hábitos de vida ciudadana y estilos de sociabilidad; significaría un avance aún mayor dentro del proceso de secularización de la sociedad e implicaría, asimismo, lo que habría de suponer el tránsito entre las solidaridades tradicionales del siglo XIX y el advenimiento de ideales y prácticas democráticas por muy limitadas que estas terminaran revelándose frente a las expectativas cifradas, o por muy decepcionantes que acabaran siendo.
Como si no bastara con lo dicho hasta este punto, ocurre que «modernidad» es un vocablo que hubo de entrar en el siglo XX provisto de un sólido bagaje12, pero, a los fines de este ensayo, e haría innecesario e incluso riesgoso explorar los orígenes y andadura del término. Basta entonces con hablar, por un lado, de una «modernidad» que tuvo cualidades específicas que llegaron a manifestarse durante el siglo XX y, por el otro, de la existencia de distintas «modernidades» que antecedieron a ese siglo13. Por tanto, sería suficiente con circunscribirnos, y por contraste, a lo que pudo haberse entendido por «modernidad» durante el siglo XIX.
De hecho allí, y no más atrás, arranca nuestro punto de comparación. En el siglo XIX venezolano podía decirse que ser «moderno» era ser liberal, anticlerical y cosmopolita. Será, entre otras cosas, una «modernidad» centrada en la emulación del mundo exterior y en la necesidad de que el país surgido del proceso de la independencia y de los escombros de la guerra se insertara en los mercados internacionales como una forma de exhibir su nueva carta de identidad. En esto, la modernidad del siglo XIX lucirá distinta —y distante— de lo que en el siglo XVII significó una modernidad más abierta al superponer lo propio a lo importado, como lo supuso la sociedad del barroco venezolano, caracterizada por la hibridación, por su relativa autonomía y, a fin de cuentas, por poner de relieve lo criollo y lo mestizo14.
Derivado de lo anterior, la «modernidad» en el siglo XIX se entenderá entonces a partir de un desaforado eurocentrismo, de una visión eurófila que llevaría a que lo más deseable fuera silenciar, o disimular hasta donde ello resultara posible, la presencia del elemento nativo como sinónimo de un bocado indigesto, como obstáculo para el «progreso» o, en suma, como síntoma de que la nación era imperfecta15. «Modernidad» también significará, en el siglo XIX, el fomento a la inmigración, preferiblemente de origen europeo16, y el empeño por adelantar la integración física del país a través de la construcción de vías terrestres e interconexiones ferroviarias que beneficiaran sobre todo al comercio exportador. Se tratará en este caso de lo que una autora, al hablar de semejante novedad en materia vial, definió como la «obsesión con el ferrocarril»17.
El ideal modernizador del siglo XIX también abarca la necesidad de impulsar un mayor conocimiento del territorio nacional (Agustín Codazzi) así como la elaboración de un pasado común (Rafael María Baralt), todo lo cual se resumiría en la idea de una pretendida unificación de la república en términos de espacio y tiempo. Esa «modernidad» implicaría asimismo la elaboración de un amplio inventario en materia minera, geológica, hidrológica, forestal y agrícola que hiciera posible captar la presencia de capitales extranjeros y, al mismo tiempo, satisfacer las crecientes demandas impuestas por una economía global en expansión (tal será sobre todo el caso a partir del último tercio del siglo XIX cuando se registran nuevos avances de tipo tecnológico que requerirán, a su vez, de insumos poco conocidos hasta entonces)18.
Otra variable del discurso modernizador del siglo XIX viene dada por la adopción de un signo monetario único en reemplazo de las diversas monedas circulantes (Antonio Guzmán Blanco). Al mismo tiempo, y a pesar de tratarse de un Estado-Nación con una soberanía aún limitada o sin un dominio totalmente hegemónico sobre el territorio, habría que hablar necesariamente de otras expresiones abstractas de la «modernidad» entendidas en este caso como ejercicios de unificación espiritual. Dentro de tal lista figuraría, por ejemplo, la adopción de un escudo (José Antonio Páez) y de un Himno Nacional (Guzmán Blanco), así como la consagración de la figura de Simón Bolívar como símbolo unificador (de nuevo Guzmán Blanco), todo ello orientado a promover un sentido de pertenencia a la nación venezolana.
Esa «modernidad» propia del siglo XIX tendrá notables continuidades durante el siglo XX pero, también, significativas rupturas. Tomemos, por caso, dos ejemplos de lo primero y un ejemplo de lo segundo. El estímulo a la inmigración —para corregir lo que en el siglo XIX se calificó como «falta de brazos»— actuará todavía como un poderoso incentivo durante el siglo XX; lo mismo podría decirse acerca de la interconexión física del país. En lo que a esto último se refiere, y como parte de lo que fuera la cartilla «modernizadora» del siglo XIX, la articulación nacional se vería mejor expresada ahora en términos de los recursos disponibles para ello —excedente petrolero—, así como a raíz de la disposición de nuevas técnicas y materiales para la construcción de carreteras y caminos19. Se trataría, de algún modo, de coronar la aspiración que el programa ferrocarrilero dejó inconcluso durante las últimas décadas del siglo anterior.
En cambio, donde ambas modernidades habrían de diferir visiblemente entre sí será en lo relativo a los entornos. Los proyectos de modernidad durante el siglo XX se verán mucho más centrados, por definición, en espacios urbanos. Nada de ello quiere decir, de paso, que tales centros urbanos, cuya creación o ampliación debieron servir de pivote al discurso de la modernidad, terminaran convirtiéndose necesariamente en paraísos de sociabilidad20. Aún más, la clase media urbana, como nueva formación social, se verá ungida con el carácter de agente llamado a impulsar y fungir como catalizador del discurso de la «modernidad». Por otro lado, y a juicio de Manuel Caballero, la concentración urbana habría de significar, entre muchas otras cosas, la extensión de la sanidad y la aplicación de una política sistemática en materia de salud pública21.
En todo caso, lo «urbano» y lo «industrial» le conferirán timbre de prestigio a la idea de pertenecer al siglo XX. De hecho, las más importantes declaraciones de «modernidad» que habrían de caracterizar a ese siglo se resumirán en el paisaje de la urbe como, por ejemplo, cuando se estimula la formación de la clase obrera o el momento en que se registra el debut y la entrada de las multitudes en la política. Para Manuel Caballero todo esto conllevaría al afianzamiento de la política como fenómeno urbano y de la masa como principal razón de ser —a su vez— de las emergentes formaciones partidistas. Hablaríamos en este caso de una sociedad movilizada en función de un nuevo escenario: la calle y los partidos políticos de masas, ambos elementos indisolublemente ligados a la idea de modernidad22.
Para ir más allá, lo «moderno», en tanto que sinónimo de lo «urbano», abarcaría incluso las que suponían ser las nuevas exigencias a las cuales debía someterse el propio ámbito rural como símbolo predilecto para definir el «atraso». En este sentido no se tratará solo del esfuerzo por «urbanizar» al país, concentrando voluntaria o involuntariamente a la población en núcleos urbanos o estimulando el surgimiento de nuevos polos de crecimiento —y creando de paso «subregiones» a nivel nacional23— sino que se hablaría de «modernizar» al sector agrícola, introduciendo para ello nuevas tecnologías dirigidas a la mecanización del agro y promoviendo la agroindustria con el fin de desarraigar hábitos considerados tradicionales, poco productivos o poco eficientes. La industrialización será vista entonces como sinónimo de autonomía, independencia o, a fin de cuentas, de modernidad. Siguiendo esta misma gramática hablaríamos, pues, del empeño cifrado en aplicar también el prestigioso concepto de lo «industrial» al entorno rural.
La construcción efectiva del Estado nacional
Frente a una Venezuela que aún no se reconocía como identidad en la medida en que todavía persistían marcadas tensiones regionales, la idea de una entidad más grande que la suma de sus partes se traducirá, durante el siglo XX, en intentos de reordenamiento territorial, prácticas administrativas novedosas y en la incorporación de otros símbolos unificadores que habrían de sumarse a los previamente existentes. A partir del primer tercio del siglo se acelerará también el proceso de integración física del país —cancelando así el viejo anhelo liberal del siglo XIX—, lo cual quedará demostrado en los resultados que arroja en primer término la política de vialidad implementada durante el régimen gomecista.
La modernización abarcará además, y de manera gruesa, la creación de aparatos institucionales del Estado, a la par que su crecimiento e inclusive —como se ha dicho— su profesionalización. También significará el advenimiento de un Estado que, a la vez que más «nacional» en su acción, será en cierto modo menos rehén de la sociedad o, por mejor decir, de los grupos dominantes de la misma. Para abundar sobre esto último convendría subrayar que, a la hora de seguir dándole un sentido de «horizonte nacional» a la idea del Estado moderno, la dirigencia posgomecista le conferiría una más clara dimensión ética al asunto, dando a entender que el Estado, como auténtica encarnación de lo público, serviría como garante para que el proceso seguido hasta ese punto no desviara el rumbo que le trazaron los intereses del conjunto de la sociedad, evitando así la imposición de otros más parciales sobre los colectivos24. Modernidad será, en tal sentido, sinónimo de «esfera pública», sin importar que el acceso a la misma fuera aún restringido o selectivo en muchos casos, o que se viera dominado por prácticas, reflejos o hábitos clientelares. Lo importante es que la idea de «esfera pública» formará parte esencial de semejante discurso25.
«Modernidad» en el siglo XX también será sinónimo de «centralización» frente a las ideas de la «dispersión» y del «caos» con las cuales tanto se estigmatizó al siglo XIX. De hecho, se hará corriente insistir en lo que había sido una falta de «autoridad eficaz» asociada a la vez a una severa fragmentación o desarticulación territorial. De tal modo, pues, que la manifiesta incapacidad mostrada hasta entonces para ejercer una soberanía efectiva llevaría a que se formulara la meta de construir un tipo de Estado que, conforme adquiriera ciertas cualidades que lo diferenciaran de cualquier noción que hubiera podido prevalecer acerca del Estado venezolano en el siglo XIX, permitiera que fuera una expresión centralizadora del poder. A partir de la derrota definitiva de lo que el politólogo Aldo Olano denomina las «fragmentadas formas de administración de lo público existentes»26, Venezuela entraría en la órbita de la «modernidad» del siglo XX o, al menos, se situaría en el camino que le permitiera impulsar el advenimiento de la misma luego de 100 años de expectativas «fallidas» en materia de «orden».
Dentro de tal concepción tendrá un peso relevante, sin lugar a dudas, el pensamiento de origen positivista. Ello permite comprender lo que fue visto como el ideal de «orden» instrumentado a partir de una centralización efectiva del poder. Esta prédica tendría asiento, además, en el triunfo consagratorio de las tesis de Simón Bolívar y de los positivistas —en calidad de autodesignados intérpretes de las ideas antifederalistas del padre de la patria— aun cuando todo ello terminara obrando a un costo muy elevado: la asfixia de legítimas aspiraciones regionales, las cuales serán observadas a partir de entonces, y durante todo el resto del siglo, con recelo, prevención o sospecha.
Entendiendo entonces que el futuro solo podía ser asumido como una profecía «científica», los positivistas verán el advenimiento y consagración del «orden» como sinónimo del poder centralizado. Si este era una inquietud medular del positivismo, y si Gómez fue capaz de consolidar ese camino, es decir, de preparar el lapso de la integración, razones existían entonces para que esta corriente de pensamiento actuara como justificadora teórica del gomecismo y como protagonista permanente del proceso27.
Que, en la práctica, lo de la vida «nacional» se convirtiera en una gigantesca visión dictada desde la capital de la república es otra cosa —en este caso no olvidemos que la capital seguirá fungiendo como la máxima autoridad discursiva—. Pero ello no debería apartarnos en ningún caso de lo que hemos querido resumir como el intento definitivo por «venezolanizar» al país, por transformar la vida local en vida nacional. La integración no sería posible —y así lo asumieron los positivistas al estilo de Laureano Vallenilla Lanz— sin antes suprimir las heterogeneidades —al precio, como se ha dicho, de ahogar las voces regionales—. De hecho, Vallenilla, al igual que Pedro Manuel Arcaya, es el típico ejemplo de esa generación de intelectuales de provincia —uno oriundo de Barcelona, el otro de Coro— emigrados a la capital de la república a quienes solo a partir de entonces les resultará posible comprender, como nunca, la necesidad de que el país dejara de ser una simple posibilidad para convertirse en una nación en el sentido más efectivo de la palabra.
Convendría señalar otra cosa al respecto. El discurso que dotaría de músculo y tejido a la modernidad no habrá de registrar rupturas en lo que a la prédica centralizadora se refiere una vez que Gómez y sus consejeros positivistas salieran de la escena. Muy por el contrario: el Estado moderno continuará siendo —conforme a esa dinámica modernizadora— el que se haga cargo de seguir encarnando los «intereses nacionales» por encima de las parcialidades regionales. En este sentido, el Estado no será solo el «instrumento» sino el «sujeto» de la modernización28. Tanto así que, con todo y sus reparos, o su andanada de críticas al «pasado» gomecista, el reto de quienes compartían el consenso que habría de construirse en torno al reformismo democrático a partir de 1940 consistirá en conferirle otros atributos a ese Estado —en este caso, en materia de derechos sociales y garantías económicas— a fin de que continuara actuando como el instrumento rector del proceso modernizador. Aún más, el propio Rómulo Betancourt tendría esto qué decir con relación a la modernidad como una superación de visiones locales: «Estamos convencidos de que la empresa de construir una nación no puede ni debe emprenderse con apego a devociones regionalistas»29.
Entre los aspectos atinentes a esta modernidad acerca de la cual estamos hablando no puede dejar de insistirse en lo que significó el control o la integración territorial definido como el requisito más primitivo en lo que a la organización del Estado moderno se refiere30. Para ilustrarlo podría tomarse el caso de lo que, aún en la década de 1920, significó que un individuo oriundo del estado Táchira tuviera que desplazarse hasta la región del lago de Maracaibo, tomar un vapor con destino a Curazao primero, y La Guaira, después, con el fin de llegar a la capital de la república. Lo mismo, y para esa época, podría haberse dicho acerca de un colombiano que viajara de Chocó a Bogotá, de un brasileño que fuera de Acre a Río de Janeiro, de un nicaragüense que tuviera que moverse de Mosquita a Managua o de un costarricense que hiciera lo propio desde Liberia hasta San José31.
Además, ese régimen unificador centralizador iniciado por Gómez en aras de consolidar un Estado de efectivo alcance nacional habrá de consolidarse una vez que Venezuela comience a ingresar al circuito petrolero32. Porque a todo esto contribuirá –claro está– el hecho de que el siglo XX llegara a superar lo que Diego Bautista Urbaneja calificó como el problema más agudo del siglo anterior: la falta crónica de excedentes económicos33. Esta acumulación de recursos romperá la tendencia al estancamiento que tan dramáticamente caracterizó a la economía agroexportadora durante el siglo XIX. Y si bien, como enclave extranjero, el petróleo no habría de brindarle aún mayor estímulo al resto de la economía ni dejar de ocupar, durante un tiempo, un rol periférico (por tratarse de una industria de naturaleza capital-intensiva, altamente dependiente de la tecnología y generadora de un modesto nivel de mano de obra), gozará al menos de la ventaja de generar precios bastante estables, permitiéndole al fisco, por derechos de explotación, entradas más o menos fáciles de prever o calcular. Resultaría casi innecesario agregar aquí que una de las continuidades más visibles que le daría soporte a la modernidad durante el siglo XX será el reclamo que el Estado nacional haga con el fin de participar, de manera cada vez más congrua, de los beneficios derivados de esa industria. Ni qué decir tiene que llegará el momento en que, hacia donde fuera el petróleo, iría también el resto de la economía.
Evidentemente, el crecimiento de la burocracia marchará de la mano de este excedente de la renta que pudiera garantizar el cumplimiento de sus funciones; en tal sentido, y sin jugar aún —como se ha dicho— un papel absolutamente central en la economía, el petróleo, como nueva actividad de tipo extractivo, permitiría aceitar el engranaje de la debutante burocracia, aun dentro de la rigidez y cautela con que, para Gómez, se hacía preciso mantener a todo trance el equilibrio fiscal. En todo caso, la burocracia crecerá por una lógica inherente a todo proyecto modernizador en el siglo XX34.
Cabría agregar además, al hablar de este nuevo paisaje excedentario, que el petróleo le permitiría a Gómez contar con un piso del cual se vio privado el castrismo (1899-1908), heredero de una pesada deuda externa, víctima del bloqueo anglo-alemán (1902), asediado por una insurrección extendida y amenazante como la Revolución Libertadora (1903), sucesivamente sometido al aislamiento diplomático y a insidiosas campañas internacionales de prensa. A partir de entonces, el país pasaría de ser territorio bloqueado a convertirse en centro de inversiones y a transformar la gramática insurreccional en expresiones acantonadas o apenas regionalizadas y, por tanto, en episodios de violencia controlables35.
También existirán, a lo largo del siglo XX, suficientes estímulos externos a la hora de garantizar un control territorial mucho más efectivo. En este caso no podría descartarse el impacto que supuso la Segunda Guerra Mundial para la seguridad de Venezuela como proveedor estratégico de petróleo en el marco del conflicto. Tampoco habría que desestimar esta misma tendencia en torno a lo que significó un control territorial riguroso frente al reto que plantearon las insurgencias de tipo armado como elemento característico de la Guerra Fría a nivel regional y como principal preocupación de la política de seguridad hemisférica36.
Consustancial a la idea de un Estado nacional en términos de su amplitud y alcance, o bien de sus prácticas administrativas y profesionalización, figurará la asignación de recursos de acuerdo con criterios «racionales». Por tanto, existirá también una «geografía de la modernidad» basada en «prioridades» dictadas por la clase de exigencias impuestas por el «desarrollo». Esto, a su vez, implicará beneficios notables y visibles para algunas regiones, en detrimento y marginación de otras, pese al intento por corregir tales desequilibrios a partir de la creación de corporaciones regionales de desarrollo37. Pese a todo, y con el ánimo de no ser injustos en este análisis, convendría decir que con el tiempo ocurrirá cierta revitalización de la provincia y habría que aludir, por ejemplo, a lo que representó la creación de universidades propias, así como órganos de prensa y televisoras regionales; pero resulta indudable que la modernidad tendrá sus costos, y en este caso, injustamente distribuidos. Además, «desarrollo» será un vocablo obligado dentro del discurso modernizador, sin importar mucho su impacto ecológico o sus consecuencias sobre entornos o comunidades culturalmente frágiles.
Dicho sea de paso, existe un elemento que distingue la experiencia venezolana en lo referente a las exigencias geográficas de la modernidad a la hora de consolidar la identidad de la nación. Nos referimos, de manera específica, a la cartografía, y la misma, tal cual ha llegado a entenderse como disciplina científica, será producto de dos desarrollos casi simultáneos: por un lado, de la presencia de las compañías petroleras que se harían cargo de la elaboración de mapas más confiables a los existentes hasta entonces y, por el otro, de la creación del Instituto de Cartografía Nacional (1935). A diferencia de otras experiencias como las de Argentina o Ecuador38, esta no fue una labor dejada de manera exclusiva a cargo de personal militar y, por tanto, ejecutada a través de servicios o institutos de enseñanza de geografía militar concebidos expresamente con tal fin en el marco de políticas de «seguridad nacional». La cartografía venezolana será un asunto más propio del mundo civil que del militar, confirmando de paso el nivel de experticia y continuidad alcanzado por ese sector en la administración de la información del ramo.
El tema de la consolidación territorial como signo de modernidad llegará a cobrar su punto máximo en la década de 1970 cuando, justamente teniendo a Caracas por sede, la Conferencia del Mar le permitirá al país y al resto de la región extender su mar territorial a 200 millas náuticas, superando así el principio tradicional de las tres millas. Este avance, junto a lo referente a la plataforma continental, llevaría a que Venezuela llegara a contar, para la década de 1980, con casi 1.000.000 de kilómetros cuadrados adicionales de territorio, similar en extensión a su espacio terrestre. Otro tanto cabría decir acerca de lo que en materia de derechos soberanos significó una extendida prolongación sobre el espacio aéreo, así como lo referido a la frecuencia radial y al radio-espectro controlado por el Estado39. Tampoco puede excluirse de aquí lo que, a los fines de la presencia del Estado en términos de un control mucho más efectivo del territorio nacional, significó el desarrollo de la aviación civil y militar como elemento clave40.
Simultáneamente, la forja de una identidad nacional que dejara atrás las preferencias por el regionalismo y las afiliaciones de carácter local habría de expresarse también en otros sentidos. Así, por ejemplo, el proceso de integración a la modernidad implicará, como uno de los ejes de ese discurso, la radiación de escuelas y liceos al interior del país, propagando a través de los programas oficiales del Ministerio de Educación visiones homogéneas acerca de la historia y la geografía nacional, la cultura y el idioma, al tiempo de consolidar lazos de lealtad a la nación y, por extensión, al Estado nacional41. El dato, en sí, no es menor: basta reparar en lo que supone que, a partir de un momento determinado del siglo XX, las municipalidades perdieran control sobre lo que pudo haber llegado a ser su limitado rol en la órbita de la enseñanza pública, viéndose reemplazadas en esa tarea por un Ministerio de Educación provisto cada vez de mayor presupuesto, con programas para el reclutamiento y capacitación de docentes y para la realización de labores de inspección relativas al cumplimiento de tales programas estandarizados de educación primaria y secundaria como parte de un modelo llamado a darle forma y consistencia al imaginario nacional.
La criollización de la modernidad
En el caso de tal modernidad, Venezuela no actuará de manera pasiva ni tampoco lo haría como tardía receptora de las nuevas propuestas modernizantes entonces en boga, pese al hecho de lucir rezagada —en apariencia— frente a otras experiencias regionales. Además, si algo parecía distinguir al discurso modernizador del siglo XX era que no fuera visto simplemente en términos de producto foráneo, tal como ocurrió con el tipo de modernidad impulsada por el liberalismo en el siglo XIX. Esto no implica, por supuesto, que los Estados Unidos dejaran de ser un importante referente externo en lo que a algunos aspectos medulares de esa modernidad se refiere, como por ejemplo el rol que en ese mismo sentido jugaron Francia o Gran Bretaña durante el siglo XIX. Tampoco quiere decir que se estuviera ante una modernidad autóctona o autogenerada, aunque sí alejada de la mera imitación. De allí que, para resumirlo en palabras tomadas de Elías Pino Iturrieta, no se trataba ya de la pura importación del pensamiento como vehículo para la fábrica de un proyecto nacional o, en el mejor de los casos, para la consecuente forja de una filosofía a través del calco de la conceptuación foránea42.
Se tratará más bien —y en suma— de una modernidad «criollizada», hecha de injertos, fusiones y apropiaciones selectivas. En algo podría ayudarnos en tal sentido lo anotado por Tulio Halperin cuando indica que la dirigencia que emergería ante los desafíos del nuevo siglo habría de toparse con una «desconcertante abundancia de claves alternativas»43. Todo ello sería, desde luego, producto de circunstancias específicas: por un lado, la búsqueda de fórmulas que contrarrestaran el agotamiento del liberalismo y el libre comercio, especialmente a partir de la crisis provocada por la Primera Guerra Mundial (1914-1918); por el otro, la Revolución de Octubre (1917) y, especialmente, el derrumbe del sistema económico internacional (1929).
Todo esto le dará vigor a cierto eclecticismo y, más importante aún, esa incoherente variedad dentro del paisaje de las ideas hará posible emprender, como prácticamente no había ocurrido hasta entonces, síntesis ideológicas diversas que expresarían a su aire la nueva «modernidad» del siglo XX. En otras palabras: ya no se tratará de meros remedos o de la simple emulación de pensamiento europeo sino de que las ideas mismas se vieran cada vez más mediatizadas por la realidad o subordinadas a ella o, para decirlo de otro modo, adaptadas a las propias percepciones y criterios del entorno. A juicio de Halperin, el uso de semejante eclecticismo, así como la capacidad de «nativizar» tales ideas de acuerdo con el peso específico de las circunstancias, hará que «la variedad contradictoria con que ahora se (…) ofrecían esos sistemas los transforma[ra] en una cantera de materiales que era mucho más libre de integrar[se] según criterios dictados por la circunstancia local»44.
Será, por tanto, una modernidad cuyos promotores se empeñarían —como se ha dicho— en criollizarla todo lo que fuera posible. Tomemos de vuelta el ejemplo de Betancourt. En líneas generales, y pese a la gula con que la dirigencia del siglo XX devoró programas de distinto signo, la tendencia predominante se moverá hacia el análisis de la realidad venezolana utilizando para ello el instrumental teórico ofrecido por el marxismo. Ahora bien, a juicio de Betancourt, lo que hacía inviable la solución marxista era que partía de una concepción mecanicista de la sociedad, dejando de ser, por tanto, reflejo de las especificidades o particularidades locales. En este sentido, los liberales del siglo XIX bien pudieron haber tomado al liberalismo al pie de la letra; pero Betancourt no haría lo mismo con el marxismo. De modo que en este caso pensaríamos en importación, y no en simple imitación. Hablaríamos más bien de adaptación y permeabilidad o, dicho de otro modo, de una modernidad menos asumida a pies juntillas frente al mundo exterior de lo que había sido el caso durante el siglo XIX.
Ahora bien, esto mismo conduce de vuelta a lo que apuntó Tulio Halperin al referirse a injertos y fusiones o, en resumidas cuentas, a distintas visiones de lo moderno que habrían de competir entre sí. En tal sentido puede que para la juventud que formó parte de la Unión Nacional Estudiantil —antecedente de Copei—, lo «moderno» se tradujera en las encíclicas sociales de la Iglesia o que, para los militantes de la ortodoxia marxista, «modernidad» aludiera más bien a la URSS de Stalin entendida como la meca del progreso y la imagen que irradiaba una economía concebida sobre la base de planes quinquenales. Sin embargo, pese a tal grado de diferencias, persistirán puntos de consenso en torno a lo que debía entenderse por «moderno» en el siglo XX venezolano: industrialización, reforma agraria, propiedad estatal sobre los principales medios de producción, crecimiento y profesionalización de la burocracia, variadas formas de planificación y de distribución de los recursos y, especialmente, una orientación compartida fundamentada en las directrices emanadas del Estado en materia de decisiones respecto a todo el engranaje económico. Otras pruebas de esta modernidad compartida hallarán expresión en la necesidad de fortalecer cada vez más al Estado interventor, adoptar lineamientos comunes en materia fiscal y petrolera, además de impulsar políticas sociales propuestas para una sociedad sobre la que se insistía en que debía exhibir vida propia.
Como parte de semejantes coincidencias programáticas estará presente el diseño de leyes laborales, así como la consagración de normas y privilegios dentro de tal esfera45. A esta prédica se sumaría inclusive el movimiento democratacristiano y sus doctrinas sociales llamadas a competir con el marxismo pero, al mismo tiempo, capaz de compartir con tan feroz adversario un terreno común a la hora de ofrecerle batalla a la manera en que el liberalismo entendía la propiedad privada, la libertad de contratos, la libre competencia, la apertura económica y el arbitrio de los mercados46. Tan significativo será ello en términos de «modernidad» que Venezuela promulgaría su primera legislación del trabajo en 1936, algo que podría servir como demostración confiable de lo que pretende decirse si reparamos, por ejemplo, en el hecho de que Brasil terminó adoptando su primer código laboral «moderno» en 1943, en el marco del «Estado Novo» impulsado por Getulio Vargas47.
A la hora de recodificar la modernidad, tal como debía entenderse en el siglo XX, figurará también el empeño por ofrecer una mejor valoración del elemento nativo, haciendo por tanto que dejara de actuar como una presencia abstracta o indeseable, o bien como un mero referente de lo exótico —que es el caso de las comunidades indígenas—, para convertirse en epítome de la injusticia. Por supuesto que, como se ha dicho, el estímulo a la inmigración, como elemento clave de la cartilla liberal, habría de seguir manteniéndose en pie. Pero lo importante es que, al cambio discursivo que informara la modernidad del siglo XX, se sumará la idea de «cuidar de lo propio», tal como corrió expresada, por ejemplo, en el Programa de Febrero impulsado por Eleazar López Contreras. Desde luego que no estará totalmente desarraigada de la mentalidad conductora de este proceso la concepción del temple racial y de los hábitos laboriosos; pero se relativizará de algún modo el discurso fatalmente determinista del positivismo más ortodoxo respecto a la «mala herencia» o la falta de espíritu industrioso de parte del venezolano popular y mestizo incapaz de producir una solución a su antigua problemática.
En este sentido, «modernidad» significará entonces acorralar las enfermedades endémicas y emprender planes de saneamiento ambiental para el combate y control de epidemias tropicales en procura del mejoramiento de las condiciones de vida de la población vernácula. Buena parte de este capítulo de la modernidad se verá impulsado por los propios gobiernos que actuaron durante el siglo XX aun cuando no debiera perderse de vista el hecho de que a esta clase de política orientada al saneamiento de los entornos contribuyeran también, en sus inicios y de manera directa, las empresas petroleras48. Todo ello daría lugar a lo que un autor, en palabras bastante ásperas, definió como el empeño por dejar atrás al venezolano «asténico», de «biotipo enclenque», oprobioso, melancólico y resignado49. O dicho de modo más sobrio: estrechamente relacionado con los resultados en este campo estará el descenso que experimentó la tasa de mortalidad y, de manera inversamente proporcional, el aumento en el promedio de esperanza de vida del venezolano50.
Algunos de los promotores de esa modernidad incorporarían a su discurso el concepto de lo «indoamericano», algo que habría resultado impensable entre las corrientes intelectuales que dominaron la escena antes de que adviniera el siglo XX. Por tanto, resulta muy significativo que esa comprensión de lo «moderno» fuera de la mano también de un emergente discurso «telúrico» y, por tanto, que se viera cada vez más apartada de concepciones cosmopolitas propias del imaginario decimonónico a la hora de plantear su rechazo a cualquier tesis que insistiera en la minusvalía etnocultural del venezolano. Cabría hacer mención inclusive del empeño con que se hablaría a partir de entonces de las «bondades» del mestizaje como una forma de marcar distancia frente al explícito lenguaje de carácter racista imperante en el siglo XIX. Todo este cambio en la valoración de lo propio tendrá su correlato en el peso que habrían de cobrar unas artes plásticas centradas en las exigencias del «realismo social» (César Rengifo, Héctor Poleo) o en la narrativa de autores que les darían particular cabida a la exaltación y revaloración del elemento indígena o que, incluso, al estilo de Rómulo Gallegos o Ramón Díaz Sánchez, pusieran de relieve la presencia del elemento negro dentro de una realidad plagada de desconcertantes injusticias y miserias. Por si fuera poco, y muy en consonancia con lo que ocurriría en otras latitudes de la región, el Estado «moderno» se haría cargo de promover expresiones artísticas y visuales que enaltecieran esa visión de lo telúrico a partir de un nacionalismo «didáctico»51.
La modernidad hacia adentro
En el esfuerzo por comprender la modernidad como una mirada «hacia adentro», es decir, como parte de una concepción autonomista, estará visiblemente presente lo que habría de conocerse como el proceso de industrialización sustitutiva. En cuanto fundamento del lenguaje «moderno» en lo económico, la política de Industrialización para la Sustitución de Importaciones (ISI) pretenderá poner al país a salvo del riesgo que entrañaron las fluctuaciones del comercio internacional, así como de las traumáticas experiencias vividas hasta el pasado reciente en términos de alzas y bajas vertiginosas en el valor de los principales productos de exportación sobre lo cual descansó toda una concepción orientada hacia los mercados externos.
Vale acotar que mucho antes de que ese proceso ocurriera, la Venezuela de la década de 1930 ya venía exhibiendo cierto paisaje fabril, aun cuando limitado a pocas industrias52. Lo que interesa destacar es que la industria y sus procesos conexos venían siendo valorados ya como sinónimos de modernidad. De otro modo no se explica que en 1937 se hiciera presente el Banco Industrial de Venezuela —60% estatal, 40%, privado—; en este sentido, la creación de esta entidad bancaria serviría para poner de relieve lo que significó un tipo de instrumento considerado necesario para impulsar el desarrollo industrial a partir de una vigorosa política crediticia. Lo que intenta subrayarse es que, por incipiente y modesta que aún fuera —como Cementos La Vega de 1916 o Telares de Maracay de 1927—, la presencia de una actividad fabril irá transformando lentamente algunos patrones, ampliando ciertos canales de acceso y sirviéndole de recepción —a la larga— a emergentes discursos de carácter nacionalista y, por tanto, «modernizantes».
Ciertamente, en el caso de Venezuela, la industrialización será «tardía» en comparación con otros países de la región —y, en algunos casos no tanto, si se le examina con los casos de México o Brasil—53, pero cuando advenga ya dentro de una línea de afirmación «nacionalista», y por tanto «moderna», esto se traducirá en un proceso que se dinamizará al extremo. El financiamiento para tales proyectos provendrá obviamente del músculo fiscal provisto por el petróleo, permitiéndoles a los gobiernos surgidos a partir de la segunda mitad del siglo darle aliento a un tipo de industrialización promovida por el Estado sobre la base de la reforma al régimen de hidrocarburos impulsada por Isaías Medina Angarita en 1943. El instrumento de ejecución será en tal caso la Corporación Venezolana de Fomento cuya puesta en práctica, en 1946, no luce tan rezagada si se le equipara por ejemplo con lo que fue la creación en Chile, en 1939, de la Corporación de Fomento (Corfo), la cual tendría el mismo propósito de estimular la actividad económica a partir del hecho de que el Estado «moderno» hizo cuantiosas inversiones a objeto de animar la aparición de un complejo industrial nacional54. Además, a la hora de financiar esa incipiente industria mediante capital venezolano, de lo que se trataba era de limitar la presencia del capital extranjero a aquellos renglones industriales que no fueran dominantes55. Si la lógica detrás de todo ello era la de producir en el país, ahorrar divisas, generar empleo y dinamizar aún más el proceso de la modernidad, pues de este discurso no podía estar exenta la idea de hacer de la industria nacional otra forma de emanciparse de «tutelas extranjeras»56.
También el desarrollo infraestructural habría de actuar como complemento de la industrialización y, por tanto, no pueden leerse como fenómenos separados, aislados o independientes entre sí. De allí que, en el caso estrictamente venezolano, esa modernidad en términos de infraestructura se viera expresada en el fomento de parques fabriles en el eje norte-costero del país. Algo similar podría decirse en relación con el potencial del sur como una forma de propiciar la integración vertical dentro de ese mismo proceso, utilizando para ello aquellas empresas básicas del hierro y el aluminio, así como el potencial hidroeléctrico que caracteriza a la región.
Ahora bien, la «embajada» de la modernidad, vista así, no fue obra exclusiva de la dirigencia civil formada al calor del reformismo democrático. Por el contrario, los militares que gerenciaron directamente el poder entre 1948 y 1958, es decir, durante el período conocido como el «Decenio Militar», tampoco fueron ajenos al discurso del nacionalismo económico fundamentado en las premisas de la industrialización y la planificación. De modo que cada cual a su manera, militares y civiles, entrarán a orar en el templo del mismo dios. De hecho, y dicho en forma sumaria, en el caso del decenio 1948-1958 ocurrió un frenético intento por acelerar aún más la modernización en tales términos; a tal punto ello fue así que el régimen militar englobará, inclusive a partir de un lenguaje marcadamente castrense, no solo al petróleo sino a las industrias básicas del hierro y el aluminio, así como al sector eléctrico y a la novel petroquímica, dentro de la denominación de «áreas estratégicas». Lo más interesante de todo es que el proceso político que habría de iniciarse a partir de 1959 no abandonaría el uso de esa definición; al contrario, persistirá la idea de que tales rubros fueran calificados de «estratégicos», obstaculizándose así cualquier intento por abrirlos a la participación del sector privado.
Además, este tipo de industrialización fomentada por el Estado iría de la mano, como símbolo de prestigio, de conceptos tales como «autodeterminación», «independencia» y «soberanía económica», todos los cuales habrían de nutrir también parte del vocabulario de la modernidad. Tal industrialización marcaría la ruta hacia lo que sería, tanto en el caso venezolano como en el de sus pares de la región, la implantación de políticas proteccionistas cuyo objeto último descansaría en que se alcanzara el mayor grado de autosuficiencia posible dentro de la actividad secundaria de la economía.
Esto sobre lo que estamos hablando es lo que el politólogo Arturo Sosa Abascal define como el «nacionalismo modernizador57» o «el programa nacionalista de modernización de la economía»58. Darle impulso al «nacionalismo económico» funcionaría entonces como otra clave esencial del discurso de la modernidad expresado en lo que alguien como Betancourt llamó la «segunda independencia» entendido ello en dos sentidos: primero, como el esfuerzo por «conquistar las llaves del comando de [la] economía»; segundo, como un reencuentro con «el espíritu nacionalista de los hombres de 1810»59. De hecho esa estrategia modernizadora centrada en el «nacionalismo económico» sería compartida por AD y, también, en su momento, por las distintas juntas provisorias (1948-1950; 1950-1952) y hasta por el régimen unipersonal de Marcos Pérez Jiménez (1952-1958). Acompañando similar orientación programática figuraría la democracia cristiana, pero también la izquierda democrática (MAS, MIR, por ejemplo) e, incluso, el propio Partido Comunista de Venezuela (PCV), llevado en algún momento a dejar los dientes en la pelea para reafirmarse como partido no satelizado por la Unión Soviética. Ahora bien, Sosa Abascal también se hace cargo de aclarar que el nacionalismo, asumido así, no presuponía un afán aislacionista dentro de un mundo cada vez más interrelacionado sino el empeño por recobrar el lenguaje emancipador de la «primera» independencia60.
Cabe aclarar empero que esa recreación del sentir «nacionalista» que formó parte del discurso de la modernidad del siglo XX no se expresó, en el caso venezolano, a través de una temprana expropiación de los activos en manos de las empresas extranjeras del petróleo, como sí ocurrió en México (1938) o como fue el caso de Brasil al crearse, en 1951, la corporación mixta Petrobras61. Dado que las razones para que ello fuera así las explicaría con perfecta claridad Rómulo Betancourt62, eso haría innecesario abundar respecto a lo que sería más bien el reporte de la tardía nacionalización de la principal industria del país. Lo importante a destacar es que la industrialización sustitutiva marcharía de forma pareja a la promoción de una forma «nacional» de capitalismo como modelo a través del cual el Estado mismo interactuaría, mediaría, condicionaría o definiría las relaciones que se plantearan ante las dinámicas del mercado.
La modernidad estaría asociada entonces a la intervención del Estado y al control de los procesos clave de producción y distribución. Eso será lo «moderno» frente a la economía de libre mercado, especialmente a la hora de consultar el recetario o pulsar el desarrollo de esa misma tendencia a nivel mundial. En este sentido existirá más de una forma de hacer comprender lo que implicaba la economía dirigida como timbre de modernidad frente a la economía liberal. No en vano, el propio Betancourt se haría cargo de elaborar el catálogo y hablar por igual de lo que significó el New Deal estadounidense o propuestas más bien cercanas al modelo corporativista. En todo caso, de acuerdo con Betancourt, todas podían coincidir por igual en torno a la misma idea «modernizadora» basada en el intervencionismo regulador. Y lo expresaría de este modo en la década de 1930: «[Sea] cual fuere la política social triunfante —el fascismo (…) o la democracia— el Estado que resulte no será más el Estado espectador sino el Estado intervencionista, regulador sin apelación del ritmo económico de los pueblos»63.
Transformar a Venezuela en un país moderno de acuerdo con la nomenclatura del siglo XX pasaba también por la idea de un «Banco de bancos», como lo supuso la creación del Banco Central de Venezuela. Este no será el menor de los cambios en la medida en que se entienda —como lo explica Sosa Abascal— que un ente bancario de esta naturaleza tiene como objetivo centralizar la emisión de billetes, regular la circulación monetaria y los sistemas de crédito, centralizar las reservas monetarias, así como regular el comercio de oro y de divisas, incluyendo el valor de la moneda nacional64. Y otra cosa: negarse a que bancos extranjeros tuvieran siquiera una sola acción en el BCV era, para la pupila de muchos, muestra de un «puntilloso nacionalismo», algo complementario —como se ha dicho ya— a ese discurso de la modernidad65. Además, en este sentido, Venezuela no se vería tan rezagada frente al resto del mundo circundante. Tómese en cuenta que el BCV es de 1936; el de Colombia, de 1923; los de México y Chile, de 1925; el de Ecuador, de 1927; el de Argentina, de 1935; el de Costa Rica, de 1950; el de Brasil, de 1964, y el de Uruguay, de 1967.
La modernidad como profecía
Toda modernidad tiende a definirse como el tipo de futuro que precisa alcanzar y, de allí, su carácter de profecía anunciada. La «modernidad» del siglo XX no constituye precisamente una excepción en tal sentido; antes bien, a la cualidad profética, propia de otras modernidades en el pasado, se sumarían las promesas «liberadoras» en lo social asociadas al nuevo siglo. Lo moderno será entonces una economía dirigida y planificada en procura de poder alcanzar la satisfacción de las necesidades colectivas. Si algo luce característico de ese siglo XX venezolano será el ritmo vertiginoso que habría de cobrar la planificación en términos de proyectos y obras materiales de envergadura. Además, para quienes insistían en la planificación como sello distintivo de la modernidad, estaba a la vista, como lo demostró el crack de 1929, que los períodos de ascenso y estabilidad de los ciclos económicos tendían a ser cada vez más cortos y fugaces66.
La modernidad dentro de esa idea del diseño y planificación de políticas concebidas por los órganos del Estado, y partiendo del requisito que suponía que el Estado mismo fuera dueño de los principales medios de producción, implicaría también la adopción de una serie de directrices orientadas a mitigar los conflictos entre capital y trabajo (convirtiéndose el Estado en el principal árbitro a la hora de dirimir tales conflictos), así como la creación de esquemas de seguridad social y formas «modernas» de legislación laboral, como ya fue mencionado67.
Al hablar en tal sentido de la planificación como ancla de la modernidad, para alguien como Betancourt el gobierno de López Contreras ya revelaba la presencia de esos rasgos transformadores. Y lo más importante a su juicio: López contaba con un proyecto para realizar dicha transformación de manera orgánica en la forma del Programa de Febrero o del Plan Trienal68. Por algo, hablando de este último, Betancourt haría el esfuerzo por destacar que no se trataba de un plan concebido para la defensa de intereses de un grupo sino de una acción gubernativa que apuntaba hacia la defensa de intereses nacionales69.
La planificación será vista entonces como elemento novedoso y cualitativamente superior a la regulación «espontánea». No por nada habría quien dijera —al estilo del ya muchas veces citado Betancourt— que si algo se ajustaba a los «nuevos tiempos» era la superación de «dogmas ingenuos» como el del libre juego de la oferta y la demanda frente a la constatación científica del hecho económico70. Porque esa será precisamente otra dimensión que cobraría el discurso de la modernidad en el siglo XX: la idea de una economía científicamente expresada a través de proyecciones y cálculos. No menos importante dentro de este capítulo será la profusión de revistas y boletines para la difusión de estudios y diagnósticos con referencia a cómo dinamizar el proceso transformador. Por algo, frente al respaldo de la cifra y el acopio de datos estadísticos, el «fantaseo» no tendría terreno dónde imponerse, en palabras del mismo Betancourt71.
El desarrollo científico como vector de la modernidad
La investigación científica será otro venero de la modernidad, así como su aplicación al mejoramiento y eficacia de los procesos productivos. Auspiciar la creación de un sistema científico nacional será un componente emblemático de semejante discurso. Hablamos especialmente, en el caso de lo que aquí concierne, de lo que significó el desarrollo de la ciencia industrial, así como los proyectos que sobre el tema fueron gestándose para su aplicación en el área del petróleo y sus derivados72. Algo similar podría señalarse con respecto a las capacidades ingenieriles vinculadas al sector de las telecomunicaciones pese a las exigencias impuestas por la frontera tecnológica internacional o las sofisticaciones técnicas requeridas para ello73.
Las capacidades en ingeniería petrolera e ingeniería química también contaron con el apoyo del Estado dentro del postulado que le daba sustento a la idea de las ciencias aplicadas como vector de la modernidad, especialmente en el marco de una economía de clara vocación energética e imbricada, por la vía del petróleo, a la economía internacional. Al mismo tiempo, no menos relevante es lo que pudiera decirse acerca de lo que el Estado pretendió hacer a objeto de impulsar la «modernidad» en relación con la agricultura, al concebir para ello infraestructuras dirigidas a la investigación y crear escuelas de Agronomía y Veterinaria a fin de desarrollar nuevas capacidades mediante el impulso provisto por el sector público, así como por algunas fundaciones de carácter privado, o por fondos vinculados al capital extranjero74.
Tanto o más importante que lo anterior —al menos como aspiración y como parte de ese discurso de la modernidad centrado en lo que significaron «independencia» o «autodeterminación»— sería la construcción de una comunidad científica capaz de actuar como interlocutor reconocido frente a firmas multinacionales en los procesos de negociación de tecnologías de procesos y productos o, en suma, como traductores eficaces y oportunos del tipo de tecnología a ser transferida75. Básicamente, el desarrollo de la ciencia académica, tanto a nivel de educación superior como de actividad científica, descansará esencialmente en el apoyo brindado por el Estado76. De hecho, de acuerdo con Hebe Vessuri, este basamento fue tan sólido que contribuyó a impedir que se formaran lazos independientes entre la ciencia académica y la economía, excepto en la medida en que estos se articularan a través del Estado, en perjuicio de medios alternativos de desarrollo científico en la sociedad77.
A fin de complementar esa visión de la modernidad dentro del tipo de discurso al cual hemos venido haciendo referencia, vale la pena subrayar la forma en que el Estado mismo se hizo cargo, como otro capítulo de sus compromisos, de impulsar el otorgamiento de becas en el exterior para ampliar la capacidad tecnocientífica del país78. Todo esto resulta preciso señalarlo así, independientemente de los resultados, limitaciones o fallas en el aprovechamiento de las aptitudes adquiridas.
¿Fruto tardío en relación a qué?
Ante la insistencia con la cual algunos autores juzgan tardía nuestra llegada a la modernidad en el siglo XX tal vez convendría ensayar ciertas comparaciones en torno a un tema particularmente sensible: la extensión del sufragio o, para decirlo en términos más precisos, la universalización del voto. En este sentido hubo quien sostuvo que la elevación del voto a rango universal y la consagración del sufragio femenino en Venezuela fueron decisiones «tardías» al comparar la situación con «países, inclusive latinoamericanos, [donde] ya eran derechos habituales, normales de sus respectivas sociedades»79.
Ahora bien, ¿hasta dónde la idea del «desfase» o del «rezago» resiste cualquier análisis en este caso? Para comenzar, resulta preciso tener en cuenta que lo que podría calificarse como la «amenaza» que representó la participación política de las masas, a través de la ampliación de los derechos electorales, fue una inquietud compartida a lo largo de la región. Producto de tensiones y luchas, esa conquista fue alcanzada, en buena medida, en Chile y Argentina durante las décadas de 1910 y 1920. Dado que, en lo que a Venezuela se refiere, el voto directo, universal y secreto fue consagrado con rango constitucional apenas en 1947, los casos de Chile y Argentina bien podrían situar a nuestro país —al menos en apariencia— a sideral distancia de semejantes ejemplos a la hora de medir la «modernidad». Pero tampoco deja de llamar la atención que, en el caso de Brasil —como en Venezuela—, el sufragio hubiera permanecido severamente restringido hasta bien entrada la década de 1930, lo cual se tradujo en el hecho de que, hasta entonces, solo el 3,5% de la población brasileña participó en contiendas presidenciales80.
Sin embargo, donde la comparación pudiera resultar atractiva y arrojar apreciaciones bastante interesantes es en lo atinente a la condición del sufragista. En el caso venezolano a partir de 1947 ni mujeres ni analfabetas quedaron excluidos del padrón electoral. Por contraste, en Argentina, la verdadera amplitud habría de alcanzarse solo a partir de 1951 al aprobarse el derecho al sufragio femenino81. Tomemos por caso otros ejemplos en lo que al voto de la mujer se refiere. Semejante derecho fue obtenido en los Estados Unidos en 1920; en Uruguay, en 1932; en Brasil, en 1934, y en Guatemala, en 1945. Pero, al mismo tiempo, el voto femenino, en el caso venezolano, antecederá al de Argentina —como se ha dicho ya— y también al de Costa Rica (1949), Bolivia (1952), México (1953), Perú (1955) y Colombia (1957)82. Además, y como quiera que fuera, una vez que en Venezuela llega a reconocerse la condición de la mujer como electora con plenos derechos, jamás se dio la particularidad, como sí en Chile, de que hombres y mujeres votaran por separado83.
Por otra parte, si se mide por el levantamiento de la restricción que pesaba sobre la condición de analfabeta, la Venezuela que hizo posible esa conquista en 1947 contrastará de manera notable con la tardía incorporación de ese sector previamente excluido, en términos electorales, en otros países, como por ejemplo Chile (1970), Perú (1979) y Brasil (1985)84. Visto así podría concluirse entonces que la universalización del voto en todas sus facetas no fue un proceso que se registrara en Venezuela de manera necesariamente más lenta que en otros países de la región.
La cancelación de la violencia
Si otro indicador de la «modernidad» en el siglo XX son las Fuerzas Armadas provistas de un carácter institucional, aquí también convendría darle cabida a cierta mirada comparativa. Se trata de un punto especialmente relevante puesto que, en lo que toca a la organización de la institución militar con un sentido nacional y profesional, nos vemos en presencia de un proceso que, en el caso venezolano, habría de iniciarse con Cipriano Castro y que cobraría mayor dinamismo y alcance a partir del régimen de Gómez.
Tomemos como ejemplo el caso de Argentina. Si bien la idea de crear un ejército profesional tendrá firmes antecedentes en 1852, con el advenimiento de los liberales al poder, y, de nuevo, en 1899, a partir de la Presidencia de Julio A. Roca, será en realidad en 1910 cuando varíe radicalmente el sistema de promoción y enseñanza en los institutos militares argentinos, así como los programas de ascenso y los diseños curriculares orientados al manejo de armamento especializado85.Vale la pena tener en cuenta que la Escuela Militar de Venezuela sería inaugurada y comenzaría a funcionar justamente en 1910, y estuvo provista también de contenidos formales que habrían de redundar de modo notable en la calidad del nuevo elemento castrense.
Por otra parte, convendría consultar a estos mismos efectos el caso de Brasil. Hasta los tiempos de la Revolución de Octubre de 1930, que habría de instalar a Getulio Vargas en el poder, el Ejército brasileño aún se veía superado, en número y capacidad de fuerza, por milicias y elementos improvisados en los estados más numerosos de la Federación. El reto dentro de ese proceso de «modernización» que significaría el advenimiento del llamado «Estado Novo» llevaría a que se le confiriera particular relevancia a la tarea de consolidar el papel central de las Fuerzas Armadas a fin de instalarlas como el elemento dominante y referente de nación en el quinto territorio más extenso del planeta86. En relación con este mismo tema de la institucionalización y profesionalización de la institución castrense como requisito de «modernidad» cabría señalar que, en el caso de México, se tratará de un proceso que fluirá con mucha mayor eficacia a partir de la década de 1940 que antes87.
De modo que, visto todo así, la diferencia en términos de años que pudiera separar a las Fuerzas Armadas venezolanas como creación «moderna» de otras experiencias regionales es mínima o relativa. Lo que conviene retener —y lo que explicaría que Venezuela se hallara en consonancia con los tiempos— es que los Estados latinoamericanos se propondrían asumir, a partir de entonces y como parte de su programa «modernizador», el monopolio en el uso de la violencia. Incluso en el caso venezolano, y más allá de que la institución militar tuviera el propósito de servir como instrumento esencial para el control definitivo del territorio, ocurrió lo que Manuel Caballero llegó a definir como el paso de una violencia sistemática y relativamente aceptada, a la existencia de una violencia asistemática o, al menos, condicionada a que solo las Fuerzas Armadas hicieran uso de ella88. Desde esta perspectiva de Caballero, política y guerra dejarían de obrar como sinónimos frente al hecho de que, durante el siglo XIX, la guerra fuera la respuesta política no solo habitual sino, generalmente, la única aceptada89. La creación de un Ejército profesional también supondrá otra cosa: la separación definitiva de los términos «ciudadano» y «armado»90.
Al hablar de esta «cualidad mínima» del Estado moderno, la profesionalización de las Fuerzas Armadas contaría además, desde sus inicios, con la guiatura y experticia de misiones militares extranjeras. Venezuela no sería, desde luego, una excepción en tal sentido. Como tampoco lo sería que, en tanto organización provista de un sentido profesional y moderno, la existencia de un componente armado radical y sustancialmente distinto a todo cuanto fuera la experiencia militar del siglo XIX supondría la elaboración de marcos legales acordes con el tipo de institución castrense que pretendía diseñarse en el país. Esto incluiría desde la adopción de códigos de justicia militar hasta instrumentos que reglamentaran las actividades y funciones de los integrantes de la fuerza castrense así como lo relativo a sus beneficios sociales91.
¿Antimodernidad o nueva modernidad?
El siglo XX venezolano culminará cuestionando casi todos esos veneros de modernidad e inaugurando una modernidad «distinta»: se repudiará la idea de la intervención del Estado en sectores «no indispensables»; se estimulará, de manera inversa, a la tendencia descrita hasta entonces, un proceso de privatización de activos públicos; se impondrá el modelo de una sociedad civil llamada a ganarle de mano a los partidos políticos; se apostará a favor de impulsar la descentralización política y administrativa intentando desmentir el «mito» positivista —y a quienes se hicieron cargo de mantenerlo vivo— de la centralización del poder como garantía contra el caos y la dispersión de la autoridad o, cuando no, para ganarle la carrera al tiempo ante la imagen de que nos hallábamos ya frente a un país territorialmente consolidado y definido como resultado de ese severo proceso de centralización. Por si fuera poco, se abandonará la noción del crecimiento hacia adentro y de la industrialización por sustitución, predicándose en cambio la total apertura hacia los mercados internacionales sobre la base de que el ciudadano tenía derecho a acceder a productos que compitieran en precio y calidad con los nacionales92.
Se trató, sin duda, de un anhelo de modernidad que pareció verse detenido, tanto en términos de su impulso como del optimismo que lo informara, a partir del problema de la deuda externa y la virtual bancarrota del Estado en la década de 1980. 10 años más tarde, y como corolario de la crisis que supuso el intento por poner en pie un nuevo tipo de funcionamiento de la economía y la administración del país en procura de instrumentar esa «verdadera» modernidad acerca de la cual hablaban los tecnócratas neoliberales, la sociedad venezolana experimentaría la confusa sensación de «haber alcanzado» una promesa incumplida. O, como lo pondría Tomás Straka, una sociedad que, luego de ensayar ser moderna de mil modos distintos, se vería en el trance de no saber si había llegado a tornarse en «exmoderna»93.
Hasta este punto hemos intentado referirnos a lo que fue el proceso de construcción de la «modernidad» durante el siglo XX venezolano. Lo hicimos partiendo de muchas prevenciones y dudas, y sin tan siquiera haber aludido al hecho de que, para muchos autores, el vocablo «modernidad» continúa resultando algo difuso o nebuloso94.
Al menos reconforta pensar que, de todos los autores consultados, dos comparten plenamente nuestro rechazo a la idea de que Venezuela se vio rezagada de manera traumática frente al reto de ponerse a tono con la hora mundial en lo que al discurso de la modernidad se refiere. Uno de ellos es Manuel Caballero, quien sería muy crítico de la forma olímpica y alegre con que se ha insistido en que los venezolanos habíamos arribado a dicha fiesta con más de 30 años de retraso95. El otro pensador es Domingo Miliani, para quien también resulta discutible el aserto según el cual el país accedió con retraso al siglo XX96.
La modernidad del siglo XX equivaldrá, o cuando menos así se le verá desde la base de ese discurso, a la ilusión de un incremento sostenido de las condiciones materiales. Por tanto, en el sustrato de la sociedad, se tratará de un proceso que apuntará hacia la creación de expectativas permanentes de progreso y, también, a que esa sociedad se asumiera a sí misma como partícipe a través de los intereses que reunían e identificaban a sus distintos sectores y que, a la vez, actuaba como receptora de los conflictos que pudieran generarse. Ello, en el entendido de que tales conflictos debían ser susceptibles de canalizarse a través de un Estado que se erigía en representante del conjunto social y como instrumento efectivo de justicia social. Dicho de otro modo: el éxito de muchas de tales propuestas terminaría dependiendo de la manera en que la propia sociedad venezolana percibiera su utilidad y alcance o, bien, lo que en tal sentido significó el mejoramiento de los indicadores de bienestar y la dirección deseable que debían guardar ciertos cambios97.
Nada de esto quiere decir, desde luego, que por mayores intentos que se hicieran por desplazar violentamente el pasado y darle cabida a las «promesas» de la modernidad, no subsistieran continuidades provenientes del pasado inmediato que seguirían ejerciendo un peso notable, fuera ello en lo que se refiere a preexistentes estructuras de clase, tradiciones o prácticas patrimonialistas, o a cierto tipo de nociones relativas al derecho de propiedad.
Ahora bien, puede que el proceso mismo, tal cual ha intentado describirse hasta este punto, no rindiera todos los frutos que hubiera cabido esperar; pero si de algo no puede dudarse es de su resultado más tangible: la presencia de una sociedad demográficamente en expansión y cada vez más compleja y exigente a la hora de sus reclamos. De manera inversa, el Estado terminó revelándose cada vez menos capacitado para responder a las expectativas y demandas de esa sociedad crecientemente crítica y plural, así como sofisticada en gustos y visiones acerca del mundo y la contemporaneidad. Se tratará de algún modo del costo que acabaría haciendo mella sobre el discurso de la «modernidad» y de las expectativas generadas como resultado de la masificación.
En todo caso, para ir directo a lo que podría decirse a modo de cierre: si el siglo XX no fue uno que terminó exhibiendo un torso totalmente robusto, tampoco fue un siglo que pudiera verse construido sin haberse tenido a la mano una brújula orientadora con respecto a las nuevas necesidades ideológicas de la modernidad y todo cuanto ello significó, a fin de cuentas, como promesa de futuro.
Prodavinci
https://prodavinci.com/venezuela-y-el-discurso-de-la-modernidad-en-el-siglo-xx/
12 De Diciembre del 2020
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