Fue un gran amigo, de los de verdad. No dudó a la hora de la ayuda, del consejo, de la defensa del desvalido. Siempre en la primera fila de la vanguardia; atento, valiente, vigilante; liderando con fuerza, pasión, entrega definitiva a su causa, que es la de todos los que claman justicia, piden libertad y sufren. Se le criticó y se le aplaudió su accionar.
Al fin y al cabo, pocos como él ganaron el aprecio en la calle, en la batalla, en las aulas, no en los cenáculos, no en noche oscura sino a pleno día. Tuvo adversarios, claro está, lógico. Porque quienes lo confrontaron no entendieron y quizás aún no han entendido que la democracia tiene mucho respeto, y lo exige, por uno de sus más importantes valores: la pluralidad.
Era, lo afirmó, un buen venezolano, un ciudadano pendiente de su ciudad, que no un habitante que la habita y la expolia sino la de un ciudadano que la cuida, tal cual Monsivais, el mexicano universal y Borges, el argentino ciego que miraba el alma de la gente, lo afirman. Fue cuidadoso de los detalles más simples. Alguna vez me dijo que no había explicación que justificase el por qué la fuente de la esquina caliente tenía años sin funcionar. Y lo peor, que los pajaritos estaban abandonando la Plaza Bolívar por no tener dónde beber, huyendole además al smog y al ruido de tanto carros y motocicletas que ya no caben en las calles; que la huida de los pájaros retrataba el daño sufrido por el cuadrilátero mayor de la que desde hace veinte años dejó de ser la ciudad de los caballeros.
Era un político que valoraba tan importante tarea; que la asumió muchacho en los tiempos en que su Maturín natal, tenía un río de respeto y mágico que lo atrapó tanto que le concedió la gracia de la suerte. Por eso la gente decía que Rómulo era nada menos que uno de los brujos del Guarapiche. Razonaba, advertía, preconizaba. De allí que mucha gente importante en Mérida, aunque no lo reconociera en público, quería tenerlo entre sus amigos, escuchar sus consejos, sus propuestas en su mayoría lógicas, puntuales, posibles. Buscaban sus consejos de qué hacer ante la adversidad cualquiera fuese la situación. Es cierto: los pobres lo buscaban, los muchachos de liceo lo seguían, los ulandinos lo sabían líder.
La suya fue una historia que la construyó de frente al pueblo, al cual defendió, lo repetimos, en todo momento y circunstancia. La universidad, como escenario mayor, que amó con pasión de combatiente, le tuvo entre sus adalides mejores que batalló a su favor siempre. Los partidos políticos le marcaron una distancia que muchos creyeron miedo; otros entendimos que no era así, sino simple modo de confrontarlo porque, todo el mundo lo sabía, Rómulo no escondía verdades, no apañaba irregularidades. Sus razones las validaba con acciones. Las menudencias, las pequeñeces no caben hoy cuando estamos recordando que su vida la dedicó a buscarle a Venezuela libertad plena.
Se fue cuando su corazón, que estaba herido y él no lo sabía, ni los que hoy sentimos que se fue, dejó de latirle de repente y el dolor, como si fuese un rayo, se lo partió en dos de madrugada. Seguro que Romulón, como yo le decía, y él a mí me llamaba su hermano gocho, se fue a revolucionar el cielo.
Vaya, asimismo, mi palabra de solidaridad en momentos tan difíciles para los suyos. Otro tanto para Libardo por la desaparición de Noris, su esposa, una gran dama, una gran mujer, una gran esposa, una gran madre, una gran merideña y una gran demócrata que también marchó. Ella y Rómulo, lo afirmó, merecen todo merecimiento. Recordarlos vale la pena, y además enorgullece.
28 de Diciembre del 2020
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