La región afronta las consecuencias de las protestas populares y la consolidación de nuevos Gobiernos en un marco de incertidumbre económica
Prever que la coyuntura política de América Latina va a estar marcada por la incertidumbre y previsiblemente por el factor sorpresa no es arriesgado, en la medida en que a estas alturas del pasado año poco se sabía, por ejemplo, de la existencia de Juan Guaidó en Venezuela y los hervideros populares que convulsionaron muchos países distaban siquiera de ser una posibilidad. Las aún inciertas consecuencias de esta sacudida serán un factor determinante en el reacomodo político que se viene dando en la región en los dos últimos años, con más de una decena de elecciones, incluyendo las principales potencias; innumerables Parlamentos fragmentados —a excepción del poder omnímodo de Andrés Manuel López Obrador en México— y la previsión de la Cepal (organismo dependiente de la ONU) de que el septenio 2014-2020 será el de menos crecimiento económico en los últimos 40 años.
En el plano ideológico, el triunfo de Alberto Fernández en Argentina; la liberación de Lula da Silva, en Brasil; la derrota del uribismo en las elecciones locales de Colombia y las protestas contra Sebastián Piñera en Chile, han dado una tregua a las fuerzas progresistas de la región, tras los triunfos conservadores en Brasil, Colombia o Chile y la deriva autoritaria de Venezuela y Nicaragua. Tras un arranque de siglo marcado por la hegemonía del denominado socialismo del siglo XXI, el péndulo entre las fuerzas progresistas y conservadoras permanece por primera vez balanceado en un año en el que solo están previstas elecciones presidenciales en República Dominicana y Bolivia.
Venezuela, foco de tensión
Venezuela será presumiblemente de nuevo el foco de mayor tensión en la región. En el país donde daba la impresión de que todo iba a cambiar con la irrupción de Juan Guaidó, nada ha cambiado. Al menos en el plano político: la situación económica sigue siendo crítica, pese a la dolarización que aporta un salvavidas a los más pudientes; la migración no tiene freno —cerca de cinco millones de personas han dejado el país—. No cambia el choque entre Nicolás Maduro y Juan Guaidó. El primero ha logrado atrincherarse en el poder tras un año convulso y las expectativas generadas por el presidente de la Asamblea Nacional, reconocido como mandatario interino por más de 60 países, se han diluido, como su figura ha quedado dañada, no solo dentro de Venezuela; la comunidad internacional hace malabares para tratar con el Gobierno de Maduro sin que eso implique un debilitamiento de Guaidó.
El próximo lunes será la primera prueba de fuego para el joven dirigente venezolano, de 36 años. Ese día deberá refrendar su cargo como máximo líder de la Asamblea Nacional. El chavismo, que se reincorporó este año al Parlamento, de mayoría opositora, ha desplegado en las últimas semanas una ofensiva para tratar de minar los apoyos de Guaidó al tratar de sobornar a varios dirigentes opositores para que cambien su voto. La Asamblea Nacional está, desde finales 2015, en manos de la oposición, por lo que Guaidó cuenta, a priori, con suficiente apoyo, pero al menos una treintena de diputados está en el exilio y varias decenas amenazados.
A partir de la próxima semana se abrirá un nuevo escenario —otro más— en Venezuela. El chavismo está decidido a convocar elecciones legislativas, como correspondería este año. No pocos piensan que las fijarán en el arranque del año para poner en un brete a la oposición. Un sector de los críticos con Maduro mantiene que no se dan las condiciones para un proceso electoral limpio, como ya defendieron en mayo de 2018 en las presidenciales en las que se impuso Maduro y que no fueron reconocidas por la gran mayoría de la oposición ni de la comunidad internacional. No obstante, hay amplios grupos de dirigentes opositores —algunos de ellos han defendido en el último año a Guaidó— que creen que no se pueden permitir no acudir a la hipotética cita. En el entorno más próximo al presidente del Parlamento guardan cautela y tampoco descartan otro escenario electoral ni que se vuelvan a intensificar los enfrentamientos.
La crisis de Venezuela trasciende al país caribeño y sacudirá, a buen seguro, de nuevo a toda la región. En la parte diplomática, muchas miradas apuntan a México, que este año ejercerá la presidencia temporal de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), el organismo que vivió sus mejores días bajo el paraguas de Hugo Chávez y Lula da Silva y que ahora el Gobierno de López Obrador quiere relanzar, en parte como contrapeso a la Organización de Estados Americanos (OEA), a la que ve con recelo por el papel protagónico de su secretario general, Luis Almagro.
Desconfianza en México
La diplomacia mexicana, tibia en el caso venezolano, ha dado en los últimos meses un paso al frente, especialmente con la crisis desatada en Bolivia por la renuncia, tras la presión de los militares, de Evo Morales, a quien López Obrador asiló en su país antes de que este se instalase en Argentina. En el plano interno, la segunda potencia de la región encara un año marcado por la incertidumbre económica, después de entrar por la mínima en recesión. La consolidación del nuevo acuerdo comercial con Estados Unidos y Canadá es la principal baza para lograr algo de oxígeno de López Obrador, que mantiene un amplio apoyo popular, según todas las encuestas, pero que sigue sin generar una confianza en el mundo empresarial para relanzar las finanzas del país y poder acometer su ambiciosa agenda social.
La economía será determinante también en el primer año de Gobierno de Alberto Fernández en Argentina, la otra potencia que, como México, ha decidido virar hacia la izquierda, formando un teórico eje progresista que aún está lejos de materializarse sobre el papel. Al menos de momento, se ha erigido en un contrapeso a la gran economía de América Latina, Brasil, gobernada por el ultraderechista Jair Bolsonaro, quien todavía no ha podido concretar sus grandes reformas. Las elecciones municipales de octubre serán un barómetro para medir el desgaste de Bolsonaro a dos años de su triunfo y el apoyo que pueda retener el Partido de los Trabajadores de Lula da Silva, tras salir el expresidente de la cárcel.
El termómetro de la fuerza de los hervideros populares lo darán Chile y Colombia, donde las protestas aún se mantienen vivas, especialmente contra el mandato de Sebastián Piñera. En el caso colombiano, se une la presión a Iván Duque para que consolide los acuerdos de paz con las FARC y frene el avance del paramilitarismo en el país. La continuidad de la presión o los réditos que de ella se puedan derivar dilucidará la fuerza de los movimientos sociales latinoamericanos y la capacidad de liderazgo de los políticos, esto es, el nivel de gobernabilidad en una de las regiones más convulsas.
BRASIL 2020: CÓMO CALIBRAR LAS REFORMAS ECONÓMICAS PARA NO CREAR DESCONTENTO
NAIARA GALARRAGA GORTÁZAR , SÃO PAULO
El gran dilema al que se enfrenta en este 2020 el presidente de Brasil, el capitán retirado Jair Bolsonaro, 64 años, es cómo calibrar las reformas para liberalizar la economía, de manera que impulsen el crecimiento pero sin dejar damnificados, o no demasiados. El Gobierno quiere evitar que prenda la mecha del descontento ciudadano que tantos estragos viene causando en el resto del continente y, simultáneamente, ofrecer al electorado suficientes logros tangibles para que el bolsonarismo haga un buen papel en las elecciones municipales, antesala de las presidenciales de 2022.
Es un desafío mayúsculo. Porque el espejo chileno en el que se miraban el ultraderechista y su ministro ultraliberal ministro de Economía para emprender sus profundas reformas económicas se ha roto a golpe de protesta callejera. Antes o después Bolsonaro deberá decidir si rescata las reformas tributaria y de la función pública del cajón en el que las metió a finales de noviembre. Es probable que el desmantelamiento de las políticas cultural y medioambiental prosiga -salvo que la presión externa lo impida- y que la agenda conservadora llegue al Congreso.
El excarcelado Lula da Silva, 74 años, será, salvo sorpresa, uno de los protagonistas de la campaña electoral. Pero, condenado por corrupción, está en manos de la justicia la decisión que podría anular el veto actual a que sea candidato.
Bolsonaro se enfrenta también a retos en su propio terreno de juego: mantener una cierta cohesión en un Gabinete que abarca grupos a menudo enfrentados entre sí y dar cuerpo al partido que acaba de fundar, Alianza por Brasil, a tiempo para los comicios de octubre. La formación es ahora mismo poco más que un breve manifiesto que condensa el ideario nacionalista, de extrema derecha, cristiano y populista del presidente.
Este tendrá un ojo puesto en las investigaciones sobre el mayor de sus hijos, el senador Flavio, sospechoso de malversación y lavado de dinero. Un talón de Aquiles.
Otro dilema que le aguarda es la licitación de la red de G5, prevista para este año. La presión de Washington para que la empresa china Huawei sea excluida es inmensa. Bolsonaro tendrá que elegir entre disgustar a su admirado Donald Trump o a Pekín, su primer socio comercial, al que trató a patadas hasta que desde la Presidencia vio con claridad que dar la espalda a China sería catastrófico para la economía. O quizá busca una excusa para retrasar la licitación a 2021.
G Miradas Multiples
22 de Abril del 2020
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